Si bien este número de Semanario Hebreo llega a nuestros lectores habiendo pasado ya la singular jornada de Iom Kipur, el Día del Perdón, no podemos dejar de hacer referencia a la fecha. Es que escribimos estas líneas cuando aún faltan algunas horas para el comienzo del ayuno, cuando en Jerusalem es al mediodía, martes, y sin duda en la enorme mayoría de los hogares de Israel, está todo pronto para recibir al día más sagrado del calendario judío. Queremos garantizar que esta edición esté cerrada antes de la llegada de Iom Kipur, por más que sea leída no antes del jueves, cuando de hecho el pueblo judío ya se esté preparando para Sucot.
Dentro de pocas horas, antes del anochecer del martes en Israel, una calma singular envolverá a Jerusalem. Seguramente en muchas casas se observará el ayuno, que es el precepto más ampliamente respetado por los judíos en general, independientemente de su observancia religiosa. Claro está, recordemos, que es sólo una de las características de la jornada, relativas por cierto a la abstención de todo lo material y que provoca placer físico, a fin de poder concentrarse en lo espiritual, en lo que el ser humano debe encontrar dentro de sí mismo, al pensar, al reflexionar.
Recordamos una entrevista que hicimos hace varios años al entonces ya retirado Gran Rabino de Israel, el Rav Israel Meir Lau. Le preguntamos qué dirá a quien ría de la costumbre judía del Día del Perdón, alegando que así es fácil, primero se peca y luego se pide disculpas. El rabino Lau sonrió y contestó en forma muy clara, aunque lo que compartimos aquí es el espíritu de su respuesta, no una cita literal: «El tema no es que el judaísmo permita pecar, actuar mal y luego resolver todo pidiendo perdón, sino que el judaísmo da una oportunidad auténtica a cada individuo, de comenzar de nuevo, en blanco, de cero, si su arrepentimiento es sincero, si realmente comprende en qué se equivocó y qué debe cambiar». Y agregó: «No permite pecar, sino que da una nueva chance a quien quiere corregir sus errores de verdad».
Cuando hayan salido las tres primeras estrellas en el firmamento de Israel, un elocuente silencio envolverá seguramente gran parte del país. En Jerusalem, como siempre, se lo sentirá de modo singular. Un silencio fuerte, que habla a viva voz. Es el silencio que se hace posible al no circular coches en las calles, al no oirse bocinas, todo lo cual deja lugar al sonido de las plegarias, de familias enteras, con sus mejores atuendos, pero con zapatos de suela de goma seguramente para los respetuosos de la religión, en camino a las sinagogas.
Inspira una sensación especial ver esas escenas, saber que a lo largo y ancho de Israel, se estará viviendo algo similar. Es un privilegio poder tener ese sentimiento de pertenencia a un pueblo, aunque cada uno de sus hijos pueda vivir su realidad con otro matiz. Cada comunidad con los suyos, seguramente con distintos acentos y modos de vivirlo. Pero con ese común denominador que recorre el país entero, llega a Montevideo, y pasa por todos aquellos sitios en los que comunidades judías estarán celebrando Iom Kipur.
Es ineludible recordar que en Israel, Iom Kipur es no sólo la fecha más sagrada del año judío, sino también, para aproximadamente 2700 familias, el día más oscuro del año, de todos los años, desde aquel octubre de 1973, en el que los ejércitos de Egipto y Siria lograron tomar por sorpresa a Israel y le atacaron cuando gran parte de la población estaba en las sinagogas.
A las 14.00 horas, una alarma anti aérea de aquel 6 de octubre, dejó boquiabiertos a los israelíes, que a duras penas comprendieron: empezó una nueva guerra. Cubiertos con el talit, el manto de oración, muchos recibieron poco después los mensajes de sus respectivas unidades, indicando dónde debían presentarse para llegar al frente.
En el primer día de la guerra, según recordó días atrás en una emotiva nota el periodista Eitan Haber en el periódico «Yediot Ahronot», cayeron aproximadamente 600 soldados. «Hay quienes dicen 900», agregó. La falta de absoluta certeza, hasta hoy, acerca de la cantidad exacta de caídos, es una muestra de la sorpresa, del estupor con que Israel se vio envuelto en lo que se llama desde entonces, «la guerra de Iom Kipur». Cerca de 900 fueron declarados desaparecidos. En unos 2700 hogares, todo cambió para siempre. Y no para bien.
Días atrás entrevistamos a la Teniente Inbal Kaplan, una oficial de 37 años, que desde hace 12 ocupa distintos cargos en lo que se llama en hebreo «maaráj hanifgaím», o sea el, digamos, sistema, aparato, que se ocupa de todo lo relativo a los soldados de las Fuerzas de Defensa de Israel, que caen durante su servicio militar o resultan heridos. Lo inmediato, lo urgente, en caso de muerte, es por cierto notificar a la familia, esa terrible misión que se debe cumplir de forma digna, teniendo de antemano los oficiales a cargos de la misma, la terrible convicción de que digan lo que digan, nada calmará el dolor de los padres, esposa e hijos que reciban la espantosa noticia.
La entrevista la publicaremos en nuestro próximo número.
Pero hoy, tras la mención que hicimos de la guerra de Iom Kipur, compartimos en estas líneas uno de los relatos que la Teniente Inbal Kaplan compartió con nosotros, con gran sensibilidad.
Contó sobre una vez que esperaba la confirmación de un oficial al que había enviado a una casa determinada, que había hablado con la familia y transmitido la terrible noticia sobre el hijo caído en combate. La llamada del oficial se demoraba más de lo habitual y decidió comunicarse con él. Preguntó si había algún problema, si no encontraba la casa. El oficial respondió: «Es que los oigo cantar las canciones de shabat. Démosles unos minutos más, antes de cambiarles la vida para siempre».
En estos días de fiesta, hace poco Rosh Hashaná, esta semana Iom Kipur, en unos días Sucot y así sucesivamente en los numerosos eslabones de continuidad judía, habrá muchas familias reunidas alrededor de la mesa. Algunas cantarán felices, y otras con el corazón herido.
Aunque estas líneas, como aclarábamos al comienzo, sean leídas ya pasado Iom Kipur, dado que las escribimos con la reverencia que nos impone este día , no podemos dejar de augurar que seamos inscriptos en el Libro de la Vida. Y que seamos dignos de vivirla. Eso …ya no dependerá de Dios sino de nuestras propias decisiones.
¡Gmar Jatimá Tová!
Precioso y muy oportuno relato. Gracias.
Sin embargo porque llamar a Jerusalén con su nombre en inglés? O es Yerusaláim o es Jerusalén.