Jackson Diehl
Washington Post
Uno de los puntos destacables de la Primavera Árabe fue la aparición de la nueva política exterior norteamericana y su sumisión. El gobierno de Obama se obstina en no ser quien conduzca el cambio democrático al no aceptó intervenir, salvo que los franceses y los británicos lo hagan teniendo, en la delantera, a la Liga Árabe. Aún le es difícil decir que, el régimen de Bashar Asad, rígido dictador enemigo de Estados Unidos que utiliza tanques y disparos de aire para masacrar a su gente, no es apto para conducir a Siria hacia la democracia.
Pero hay una excepción: el conflicto israelí-palestino. En el frente medio-oriental, que permaneció relativamente quieto en el 2011, la posición de Estados Unidos es:
A- Cuenta con una posición definida.
B- Se debe tomar una medida inmediata.
C- No cambia si los involucrados-israelíes o palestinos- están dispuestos a ello.
El vergonzoso Obama se transforma, de repente, en rígido cuando se habla de “Proceso de Paz”. Habló, en público, solo dos veces sobre Siria desde el inicio de la masacre, hace tres meses. Pero eligió decir, de modo terminante, cuáles son las condiciones de Estados Unidos para las conversaciones israelíes-palestinas sin el consentimiento del Primer Ministro israelí, en vísperas de su encuentro en la Casa Blanca y con diferencia de tan solo unas horas todo lo cual puede señalarse como un paso presidencial falto de total consideración, en las relaciones entre Estados Unidos e Israel, desde el gobierno de Eisenhower.
Ahora, con el incentivo de la Unión Europea, Obama intenta presionar (a israelíes y palestinos) a comenzar las conversaciones bajo las condiciones que impone. Se deben aceptar las premisas este mes, se dice en Washington; hasta septiembre. Los delegados norteamericanos y europeos viajaron, ida y vuelta, entre Jerusalén y Ramallah la semana pasada en un intento por exprimir un “sí” por parte de Binyamin Netanyahu y Mahmmud Abbas.
Sería genial si esa diplomacia imperialista triunfa. Si es así germinará la concepción (en desarrollo) del gobierno de Obama, gracias a la fuerza y la influencia de Estados Unidos en Medio Oriente.
Imaginen, las dos partes empujadas hacia la mesa de deliberaciones. Netanyahu, líder de la coalición de derecha que, casi con certeza, se desintegrará si acepta las condiciones de Obama (a las que se opone en todo caso). Un funcionario israelí me dio, la semana pasada, una larga lista de correcciones que deberán hacerse antes que, su gobierno, pueda aceptar el borrador de Obama e, incluso, entonces, agregó, la propuesta no pasará. “Solo si se genera una profunda confianza” entre los líderes “cosa que no existe”.
Tenemos a Abbas programando su renuncia, a los 76 años. Se comprometió a disfrutar el año próximo, en compañía de la conciliación con el movimiento de Hamas, la organización de elecciones para alguien que lo suceda y el pedido de reconocimiento de Palestina en Naciones Unidas. Durante dos años, se negó a conversar con Netanyahu, al que aborrece. Incluso Yasser Arafat se veía más dispuesto a hacer concesiones dolorosas, pero necesarias para un acuerdo, que éste líder. Y ¿Quién garantizará que el presidente palestino, elegido en mayo próximo, continuará dónde Abbas terminó?
Lo que sorprende de la iniciativa de Obama no son sus detalles, que no cambian en mucho de las ideas de Bill Clinton, George Bush o, incluso, algunos primeros ministros que antecedieron a Netanyahu. Se trata del gran caradurismo, la abstención absoluta de las concepciones, la posición del gobierno israelí y la debilidad y falta de orden por parte de la conducción palestina actual. “No importa”, sostiene la concepción euro-norteamericana absoluta: “haremos que eso ocurra”.
¿Cómo es posible explicar esa tendencia, en presencia de la temeridad hacia el resto de la región? Parte de ello es la entendible frustración, a partir de años de punto muerto, en el tema palestino-israelí, con el convencimiento de funcionarios en Washington que, las condiciones para la paz, eran aceptables y conocidas y sólo debían ser consumadas. Parte de ello es la preocupación, legítima, sobre el frente israelí.-palestino, que si bien permanece callado, puede explotar durante el año, tras la votación en Naciones Unidas, que ayudará a los extremistas en lugares como Egipto. Pero el daño a los intereses norteamericanos, como consecuencia de la resolución del organismo internacional sobre el tema Palestina, palidecerá frente a los resultados de una victoria, con apoyo de Irán, de Assad en Siria, o el fracaso de la OTAN en Libia. Esas crisis no hicieron que Obama lidere.
Hay en su diplomacia una concepción según la cual, Estados Unidos debe, ante todo, ocuparse de los delitos de su cliente. “Esas son las evidencias con las que debemos enfrentarnos”, declaró Obama en su discurso ante la Convención de AIPAC, el mes pasado, antes de continuar con su discurso sobre la demografía palestina, la política árabe y las Naciones Unidas. No es que se equivocó pero, el hecho que el presidente se muestre firme en decir la verdad a Binyamin Netanyahu y no a Bashar Asad, dice mucho de él.
***Secretario editorial en Washington Post. Responsable de la columna semanal en temas de Asuntos Exteriores y del blog PostPartisan.
Fuente: Jerusalem Center for Public Affairs/
CIDIPAL
Difusion: www.porisrael.org
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