La Ilustración Liberal (España)
En los poco más de cuatrocientos años desde que fue escrita, la obra de William Shakespeare El mercader de Venecia ha generado gran interés popular y ácido debate intelectual. Durante siglos, y sin muestras de agotamiento, ha gozado de la atracción masiva y perene que sólo los grandes clásicos logran exhibir. Según John Gross, autor de Shylock: A Legend and Its Legacy, el drama fue producido más de cien veces solamente en Nueva York en el siglo XIX. Entre 1918 y 1939, hubo nueve performances diferentes en Stratford-on-Avon, diez en el West End de Londres y otras diez en el Old Civic. Fue una exhibición permanente en escuelas inglesas mientras que en las secundarias estadounidenses, durante las últimas dos décadas del siglo XIX fue, junto a Julio César, el texto literario más frecuentemente estudiado. A su vez, fue el primer drama de Shakespeare en ser llevado a escena en lengua armenia, el primero en ser producido en su totalidad en mandarín, y el primero también en japonés. En Bélgica, hasta 1950, hubo más del doble de exhibiciones en flamenco que de cualquier otra obra shakespereana. Hubo, asimismo, puestas en escena del mercader de Venecia en Yidish, y el propio Estado de Israel la ha patrocinado.
Comencemos por el argumento. El joven Bassiano desea desposar a la bella aristócrata Porcia, para lo cual necesita dinero. El rico mercader Antonio, solvente pero provisoriamente sin liquidez, se ofrece en garante ante Shylock para que éste dé el monto al pretendiente. El judío acepta prestar el dinero sin cobrar intereses, pero exige como garantía de pago en caso de incumplimiento una libra de carne del cuerpo de Antonio, quien acepta el extraño trato voluntariamente. Inesperadamente, una tormenta hunde la flota del mercader, éste no puede saldar su deuda con el prestamista judío, quien lo lleva a juicio ante la corte de Venecia para la ejecución de la garantía. Venecia está en un dilema, pues aceptar el reclamo jurídico del judío implica castigar duramente al cristiano, pero desechar el planteo del judío pondrá en riesgo la credibilidad jurídica y comercial de Venecia como centro de comercio mundial, pues las leyes han de ser cumplidas. Y no hay personaje alguno en toda la obra que desconozca la razón legal del planteo de Shylock: Antonio accedió en su libre albedrío a dar una libra de su carne si no respondía oportuna y económicamente ante el prestamista. A pesar de lo cual, por medio de ardides e interpretaciones forzosas de la ley, un juez consigue exonerar a Antonio del cumplimiento del contrato y penaliza a Shylock duramente: el judío es desposeído de sus bienes y obligado a convertirse al cristianismo.
Aunque Antonio es el mercader del título, ha sido indudablemente Shylock, el usurero judío, el personaje que más atención -y polémica- ha concitado. Muchos críticos han declarado a la obra ser abiertamente antijudía, dada la ostensible caracterización negativa del personaje judío; otros se han pronunciado más benignamente sobre ella, al apreciar las sutilezas de la dialéctica Shakespereana y ver apenas un reflejo del sentimiento cristiano popular de la época. Para cuando el gran dramaturgo inglés escribe este drama, en Inglaterra no había judíos, pues habían sido expulsados cuatro siglos antes. De modo que lo que Shakespeare conoce de los judíos es lo que decanta de la cultura cristiana en la que él vive, una cultura que ofrecía una mirada escéptica y hostil hacia el pueblo hebreo. Así, veremos un judío que lucra con el dinero, un capitalista cruel que se muestra inmisericorde con su deudor gentil, un ciudadano que se aparta de la sociedad cristiana dentro de la cual vive, y que es, conforme otros personajes lo declaran, “inhumano” y “diabólico”.
Por ejemplo, cuando Shylock es invitado a comer con otros cristianos, responde: “Me parece bien comprar con vosotros, vender con vosotros, hablar con vosotros, pasearme con vosotros y así sucesivamente; pero no quiero comer con vosotros, beber con vosotros, ni orar con vosotros”. El judío se muestra rencoroso contra los cristianos, en la figura de Antonio: “Le odio porque es cristiano, pero mucho más todavía porque, en su baja simplicidad, presta dinero gratis y hace así descender la tasa de la usura en Venecia”. A su vez, Antonio es anunciado en boca de su amigo Bassiano como “la persona en quien más que en ninguna otra que alienta en Italia aparece el antiguo honor romano”, mientras que Shylock es tipificado por los cristianos de la peor manera posible. Dice Salanio: “Déjame decir muy aprisa amén, no sea que el diablo destruya el efecto de mi plegaria, porque ahí lo tienes que llega bajo la figura de un judío”. Apunta sobre Shylock el Duque de Venecia, que es “un enemigo de piedra, un miserable inhumano, incapaz de piedad, cuyo corazón vacío está seco de la más pequeña gota de clemencia”. Le achaca Graciano: “No es en tu suela, sino en tu alma, áspero judío, donde sacas filo a tu cuchillo. Ningún metal, ni aun el hacha del verdugo, corta la mitad de tu malicia aguzada”. Pero, por sobre todo, la reedición de la acusación del crimen ritual -falacia que sostenía que los judíos debían emplear sangre cristiana para la cocción de sus comidas- es el elemento más agresivo que emerge del relato como prueba de su dimensión antisemita. Al hacer que el judío Shylock exija una libra de carne del cuerpo de un cristiano, aún bajo la cobertura de la ley, Shakespeare parecería estar cediendo ante los más virulentos y deplorables estereotipos antijudíos de todos los tiempos. (Irónicamente, como ha señalado Charles Marowitz, autor de Recycling Shakespeare, el único relato fáctico de la “libra de carne” fue escrito por el historiador católico Gregorio Leti en su Biografía del Papa Sixto V, y en este informe era un comerciante cristiano quien amenazaba a un prestamista judío “con el corte de una libra de la carne de cualquier parte del cuerpo del judío que éste quisiera”).
Y sin embargo, y a pesar de esto, también puede argumentarse que El mercader de Venecia no es un drama antijudío. Más aún todavía, este articulista cree que la obra es fundamentalmente filojudía. Es dable aducir que en el texto, que oscila continuamente entre lo real y lo aparente, Shakespeare retrata malamente no al judío, sino al modo en que éste es tratado por la cristiandad de su tiempo. Shylock, después de todo, es la única víctima del drama, quien (ingenuamente) en cierto momento declara: “¿Qué sentencia he de temer, no habiendo hecho mal alguno?”. Es el judío, esto no puede negarse, el único de todos los personajes que pide por el imperio irrestricto de la ley, y lo hace múltiples veces, siendo una de ellas de una expresión locuaz reveladora. Dirigiéndose a Antonio, pronuncia: “Quiero que las condiciones de mi pagaré se cumplan; he jurado que serían ejecutadas. Me has llamado perro cuando no tenías razón ninguna para hacerlo; pero, puesto que soy un perro, ten cuidado con mis dientes”. Shylock reiterará incontables veces el valor de la legalidad. Ante los ruegos de Antonio, responde: “Quiero que se cumplan las condiciones de mi pagaré; no quiero escucharte… No me sigas; no quiero discursos; quiero el cumplimiento del pagaré”. Ya en la corte, Shylock insiste: “Exijo la ley, la ejecución de la cláusula penal y lo convenido en mi documento”; “Juro por mi alma que no hay lengua humana que tenga bastante elocuencia para cambiar mi voluntad. Me atengo al contenido de mi contrato”. Cuando Graciano le suplica agresivamente, el judío replica: “En tanto que tus invectivas no borren la firma de mi pagaré, no harás, hablando tan alto, otra cosa que lesionar tus pulmones… aguardo aquí la ejecución de la ley”.
Al comprender que la ley da la razón a Shylock, tanto el duque como el juez demandan clemencia por parte del judío. “Judío, todos esperamos de ti una respuesta generosa” afirma el duque; “Entonces el judío debe mostrarse misericordioso” sostiene el juez. En su desesperación al comprender que Antonio morirá si Shylock triunfa, Bassanio pide -escandalosamente- por la abrogación de la ley: “Os suplico por una sola vez que hagáis flaquear la ley ante vuestra autoridad; haced un pequeño mal para realizar un gran bien y doblegad la obstinación de este diablo cruel”.
Así será al fin de cuentas. El bárbaro judío no podía ganarle al benevolente cristiano. En su obstinada, si bien cruenta, persecución de la justicia, será el judío quien padecerá los escarnios de una lectura retorcida de la ley que lo privará de su legítimo derecho y lo despojará de todo bien material y espiritual. El atrevimiento hebreo de reclamar igualdad ante la ley será severamente castigado. Su lugar de segundón en la sociedad cristiana, consagrado.
Para comprender cómo es eso posible en la trama, debemos retornar al argumento. El juez aduce que la implementación de la garantía exige por parte de Shylock la extracción de exactamente una libra de carne, y nada más. Le ofrece al judío la ejecución de la cláusula contractual pero le exige que ni una gota de sangre cristiana sea derramada y que ni un gramo más o menos que una precisa libra de carne sea extirpada del cuerpo de Antonio. Shylock ha sido encerrado, acepta renunciar a su derecho. En un notable ensayo titulado La ley, la modernidad y el judío: notas sobre “El mercader de Venecia”, el historiador Arnoldo Siperman observa que esta es una “forma taimada de negarle en lo sustancial lo que se le concede en lo formal… Concede bajo una condición imposible. En otras palabras, desestima el requerimiento diciendo aviesamente que lo admite”. Consciente de su ardid, el juez afirma: “Aguarda, judío; la ley tiene todavía otra cuenta contigo” y le condena por haber querido asesinar a un cristiano y deja en manos del duque la posibilidad del perdón, quien se la cede a Antonio, quien exige de Shylock su conversión al cristianismo. El judío queda así erradicado existencialmente de la sociedad gentil. “¿Estáis satisfecho, judío? ¿Qué dices, pues?” le increpa el juez. “Estoy satisfecho” responde lacónicamente Shylock, humillado.
Interesantemente, el juez, en rigor, no es tal. Es la bella Porcia disfrazada de varón quien simula ser un juez de reputación. Con astucia argumental, y con la connivencia de los presentes, da vuelta la situación. Ella proviene de Belmonte, una imaginaria ciudad italiana en la que no habitan judíos, a diferencia de Venecia. Una suerte de utopía cristiana jundenrein que encarna lo más amable de la urbe gentil en oposición a la caótica y comercial Venecia, con sus judíos y sus contratos. Pero más poderosamente aún, Shakespeare ubica su drama en Venecia, la ciudad de fama universal por su legendario carnaval; la festividad del disfraz, del truco, de lo aparente, de lo irreal. Siperman la tipifica como “una enorme escenografía, en la que juegan la mentira y el engaño”, en tanto que el crítico Robert Alter, en un apasionante artículo en la revista Commentary, ve a Shylock como un hombre auténtico “en un mundo cómico que celebra lo multifacético y una conjura juguetona con las apariencias”. En un indicio de dónde está parado el propio autor de la obra, hace decir a Antonio al comienzo del drama: “No tengo al mundo más que por lo que es, Graciano: un teatro donde cada cual debe representar su papel…”.
Tal como en el carnaval de Venecia, donde lo absurdo enmascara a lo verdadero, el drama de Shakespeare encubre con insidiosas frases antisemitas la realidad de la anomalía judía en la Europa medieval. Señala con sutileza las atrocidades perpetradas contra el judío y expone sin miramientos los vicios de una sociedad injusta con quien no es gentil. Apela incluso al humor para burlarse del afán cristiano en bautizar a los hebreos, como pone en boca de Launcelot, el sirviente goy de Shylock: “Este furor de hacer cristianos hará subir el precio de los cochinos; si nos ponemos a convertirnos en comedores de puercos, muy pronto no será posible, aun a precio fabuloso, hacer un asado a la parrilla”. Y contiene en sus páginas el alegato conmovedor de un judío acosado, alegato que constituye una humanización extraordinaria del judío en una Europa cristiana acostumbrada a demonizarlo. Dice Shylock para la posteridad:
“Soy un judío. ¿Es que un judío no tiene ojos? ¿Es que un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no está nutrido de los mismos alimentos, herido por las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, curado por los mismos medios, calentado y enfriado por el mismo verano y por el mismo invierno que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos cosquilleáis, ¿no nos reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos? Y si nos ultrajáis, ¿no nos vengaremos? Si nos parecemos en todo lo demás, nos pareceremos también en eso”.
Un dramaturgo cristiano que escriba semejantes palabras en la Inglaterra de fines del siglo XVI puede haber sido muchas cosas: empático, brillante, inteligente, creativo, sensible, atemporal y más. Antisemita, seguro que no.
muy bueno. nos hace ver que por cuestiones de sensibilidad, especialmente en este punto de antisemitismo, muchas veces nos apurarmos en el juicio, sin mirar primero la realidad toda.