Esta semana se ha dado a conocer un manual de instrucciones del Daesh para sus seguidores en todo el mundo, en el que recomienda que, a fin de lograr atentar, se confundan con la población, que dejen de llevar cualquier signo distintivo de su condición de musulmanes: desde afeitar su barba, a utilizar vestimentas occidentales y moverse por ámbitos en los que ningún piadoso de esa fe transitaría. Por las motivaciones más contrarias (la preservación de la propia vida y no su privación a los demás) las autoridades religiosas judías de Marsella han recomendado a sus miembros que no lleven signos externos distintivos de su condición, como lakipá, preocupados por su integridad física después del enésimo ataque antisemita que sufren. Por el contrario, tanto la representación federativa nacional como el propio presidente del país se han opuesto a esta ocultación de la identidad por considerarla una claudicación de la sociedad moderna y plural ante la barbarie terrorista y sectaria.
En nuestra historia diaspórica abundan ejemplos de esta rendición pública. En España, los conversos forzados solían colgar a la entrada de sus casas un chorizo o jamón para exteriorizar su sincero abandono de los preceptos alimenticios hebreos y protegerse de las suspicacias de los malsines y delatores ante la Inquisición. Por el contrario, los que conservaron su identidad fueron sometidos en muchas ocasiones a una señalización segregacionista incluso más evidente, como el uso de insignias amarillas (instituida en el Islam en el 717 y en el mundo cristiano desde el Concilio de Letrán de 1215), que fueron el origen de las estrellas amarillas de seis puntas que instituyeron los nazis hace menos de un siglo.
Volviendo a la polémica actual en Francia, cabe preguntarse: a pesar de lo indigno de ocultar la identidad, ¿cómo se sentiría si su propio hijo saliese a la calle mostrándose tal cual es, sabiendo que puede jugarse, literalmente, la vida en ello? Desde antes de este ataque antisemita y de los muchos que sacuden nuestro continente los últimos años, son muchos los judíos observantes de la tradición (que no precepto bíblico) del uso de la kipá que la han reemplazado por una más impersonal y menos distintiva gorra de beisbol. El judío vuelve a tornarse invisible, como cuando a inicios del siglo XX cunde la moda entre los de Hungría de cambiarse los “distintivos” apellidos por otros indistinguibles del resto de la población (tal como, siglos antes, hicieron los conversos forzados españoles). Sin embargo, no les sirvió de nada a la hora de las persecuciones organizadas del holocausto, con su rastreo sistemático de las identidades, más allá de las apariencias e incluso de la fe que profesaran.
Hay un mito (propagado por la película Éxodo) según el cual el rey danés Cristián X se colocó una estrella amarilla en su ropa para que el pueblo lo siguiese e inutilizara así la orden nazi respecto a su uso distintivo por los judíos. Pero eso nunca pasó. A ver si los marselleses (y los franceses, y los europeos), incluidos los musulmanes, son capaces de llevar una kipá, un “Je suis juif” en la cima de sus cabezas. De verdad.
Por fortuna la identidad judia, no está supeditada a una manifestacion externa de la misma, por medio de aditamentos indumentários u otros …. el porte de la kipa, es cierto percibido , como el paradigma identitario de aquel que la utiliza, pero no menos es, que el simple hecho de rodear el cuello con un colgante del que pende una estrella de David, es igualmente suceptible de ser indenticado como señal «inequivoca» de la judeidad de su portador, pése a que entre los no-judios, se cuenta un ámplio contigente que asi decide hacerlo por razones varias , que nada tienen que ver con cuestiones de índole indentitario….
Triste es en cualquier caso, tener que ocultar una prenda, o una joya, a la vista de los demas, con tal de evitarse males mayores …