Existen en la actual Birmania, antiguamente llamada Myanmer, templos budistas que reciben día tras día ofrendas de los fieles en forma de delgadas láminas de oro que van a adherirse a la estatua del Buda, de tal manera que el monumento, de por sí bien fornido, va engrosando año tras año y poco a poco su volumen. Tal ofrenda, aseguran, condiciona una buena reencarnación, algo muy de desear en el pensamiento oriental. Es destacable que la relación de lo religioso con el oro se repita, con ligeras variantes, aquí y allí.
La menoráh o candelabro del templo salomónico era de oro, amén de los dioses egipcios que -en tanto criaturas sobrenaturales-, eran representados por estatuas pintadas con pan de oro; y por supuesto los altares barrocos del siglo XVI y XVII, los cuales, en la medida en que ese preciso metal procedente de América entraba a España, también se vestían de oro para alumbrar y deslumbrar a los creyentes. Hasta el mismo san Francisco, que dejó la fortuna de su padre y sus monedas de oro por una existencia de pobreza, devoción y fe, décadas después de su muerte fue representado por un mural del Giotto en el que el aura del santo fue pintada con oro.
Nuestra pasión por el oro no se ha extinguido ni mucho menos, como bien saben ciertos depósitos bancarios y las transacciones de altos vuelos entre distintos países. Seguramente porque mientras todo a su alrededor es corruptible, desde el organismo humano a sus poderes, el oro permanece igual a sí mismo. Es constante, maleable y solar. Lo que se dice un valor seguro. Sin embargo, en ningún caso como en el mencionado budista vemos con tanta claridad el nexo entre la veneración y el crecimiento, a lo largo de los siglos, de la estatua o imagen de un dios, aunque ese dios haya sido un hombre que no pretendió ser más que un educador.
Los devotos engrosan a sus dioses atribuyéndoles toda suerte de poderes y virtudes, en tanto que los seres humanos que suscitaron, en su momento, la fe en ellos o simplemente en altísimos ideales, intentaron adelgazar a fuerza de ascetismos y renuncias. La masa, movida por la creencia, suma y se suma; el individuo genial, impulsado por un afán de libertad, comienza por restarse apartándose del resto y desenmascarando tiranos y opresiones por igual. Miremos donde miremos el oro ocupa un sitio revelador en casi todos los cultos que lo conocen por su brillo, permanencia, evocación luminosa e invariable identidad. Tal vez aquellos individuos y maestros que mencionamos regresaron, en sus meditaciones y razonamientos, del oro a la luz, independizándose de ese modo de una materia que cautiva y atrapa, pero el tiempo y las generaciones sucesivas vuelven una y otra vez a desear que el oro encarne sus hechos relevantes, por ejemplo en algo tan simple como el acuñado de una moneda. Giotto admiraba y amaba la obra de Francisco, de ahí que quisiera que, por lo menos, su aura fuera de oro.
Hubo famosos alquimistas que lo buscaron con tesón y otros que comprendieron que se trataba de un símbolo. Los primeros naufragaron incontables veces en el océano de sus búsquedas, los segundos bastante menos. Quien tiene oro encuentra algo que debe aquietar y proteger, quien halla la luz se ve dinamizado por ella y avanza desnudo hacia la comprensión.
El SEÑOR con su presencia en nuestra vida: Isaías 13:12