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| viernes noviembre 22, 2024

Joe Biden contra el pueblo de Israel


La otra noche, el presidente Obama mandó al vicepresidente Biden a una cena organizada por J Street. El mensaje lanzado al lobby de izquierdas no era muy sutil. Tras una diatriba contra el Gobierno de Israel, Biden elogió a una joven diputada izquierdista de la Knéset que asistió al acto: volviéndose hacia la laborista Stav Shaffir, dijo que era una versión más joven de sí mismo y le expresó el siguiente deseo:

Ojalá su punto de vista empiece a ser de nuevo la opinión mayoritaria en la Knéset.

Aunque resulta curioso que el Gobierno de un país democrático exprese una opinión sobre el veredicto del pueblo en otro país democrático, fue no obstante un raro momento de honestidad por parte de la Administración Obama respecto a Israel. Por mucho que los problemas entre Washington y Jerusalén se hayan vendido como una relación disfuncional entre Barack Obama y Benjamín Netanyahu, lo cierto es que distanciamiento entre los dos Gobiernos no tiene nada que ver con que dos hombres no se guarden demasiada simpatía. El problema de la Administración no es tanto con Netanyahu como con el pueblo de Israel, que sigue rechazando sus consejos sobre política y sobre quién debería gobernar el país.

Para ser justos, esas críticas fueron formuladas en términos que reafirmaban el compromiso de EEUU con la seguridad de Israel y el mantenimiento de la alianza entre los dos países. Pero si eso se une a la clase de aproximación imparcial al conflicto de Oriente Medio que pretende hacer Biden –que ha explotado sus décadas de amistad con Israel en beneficio de las críticas de Obama a Netanyahu–, es fácil ver qué es lo que verdaderamente molesta a Washington en este asunto.

Según Biden, el problema en la región es que “no hay voluntad de paz” ni entre los israelíes ni entre los palestinos. Su argumento fue que tanto el Gobierno de Netanyahu como la Autoridad Palestina son igualmente responsables de que no haya progresos. Dijo que sus actos significaban que la “confianza necesaria para la paz” está “quebrada en ambas partes”.

Dando a la audiencia izquierdista de J Street lo que quería, Biden repudió los asentamientos en la Margen Occidental afirmando que son “contraproducentes” y una amenaza para la pervivencia de Israel como Estado judío y democrático.

La idoneidad de levantar ciertos asentamientos en zonas de la Margen densamente pobladas por árabes suscita división entre los israelíes. Pero la idea de que el verdadero obstáculo son los asentamientos –como un todo o sólo el hecho de construir en algunos de ellos– es un mito. Incluso la Administración Obama ha dejado claro que espera que los asentamientos situados cerca de las líneas de 1967 y Jerusalén permanezcan en Israel bajo cualquier hipotético acuerdo de paz. Casi la totalidad de la construcción de “nuevos asentamientos” que deplora Washington se está llevando a cabo en esas áreas, lo que significa que cualquier crecimiento de la población en ellos sea tan irrelevante para un acuerdo como las labores de construcción que se llevan a cabo en poblados árabes, a lo que nadie, por cierto, presta atención.

El problema del razonamiento de Biden y sus admiradores de J Street es que el motivo por el que no hay paz no tiene nada que ver con los asentamientos, sino con lanegativa de los palestinos a aceptar la legitimidad de un Estado judío, al margen de dónde se establezcan sus fronteras.

En los últimos 16 años, Israel ha ofrecido tres veces a los palestinos un Estadoque incluiría casi toda la Margen Occidental, Gaza y una parte de Jerusalén. Las tres veces lo han rechazado. Incluso el Gobierno de Netanyahu, que Biden y Obama deploran, accedió a una solución de dos Estados y a retirarse de la Margen en las negociaciones patrocinadas por el secretario de Estado Kerry (que también estaba en la cena de J Street). Pero el líder de la AP, Mahmud Abás, se negó a tomarse la negociación en serio e hizo saltar el diálogo por los aires con un pacto de unidad con Hamás y pretendiendo eludir las conversaciones comandadas por EEUU yendo a Naciones Unidas a obtener el reconocimiento internacional sin acordar antes la paz con Israel.

Por supuesto, Biden tiene razón cuando dice que hay una “falta de voluntad” por parte de la abrumadora mayoría de los israelíes para hacer lo que exige Obama y retirarse de la Margen Occidental sin que los palestinos declaren el final definitivo del conflicto. Pero no es porque quieran menos la paz que Biden o los judíos progresistas norteamericanos que apoyan a J Street. Es porque, a diferencia de Biden y J Street, han prestado atención a lo que ha sucedido en los últimos 23 años, desde que los Acuerdos de Oslodieron comienzo al proceso de paz.

La población israelí sabe que sus Gobiernos se han arriesgado por la paz que Obama les pide y sobre la cual Biden afirma sentir una “arrolladora frustración”. Pero en lugar de intercambiar tierras por paz, han trocado tierras por terror. No es sólo que Yaser Arafat respondiera a las dos ofertas de levantar un Estado hechas por Ehud Barak con una guerra terrorista de erosión, y que Abás rechazara una oferta similar de Ehud Olmert en 2008; el precedente que se cierne sobre cualquier debate israelí respecto a los palestinos es la retirada de Gaza ordenada por Ariel Sharón en 2005.

Sharón hizo lo que todo crítico de Israel ha exigido siempre al Estado judío. Retiró todos los soldados, colonos y asentamientos de Gaza y se la entregó a los palestinos. Pero en lugar de convertirse en una incubadora de paz y desarrollo (ayudada por la compra de invernaderos israelíes por parte de filántropos norteamericanos), la Franja se sumió en el caos y cayó enseguida en manos de Hamás. Ahora es un Estado palestino independiente en todo menos en el nombre, y se ha dedicado a un único propósito: proseguir la guerra contra la “ocupación” israelí. Aquí, lo de la “ocupación” es un sinsentido, ya que los israelíes abandonaron el territorio, pero lo que Hamás quiere es poner fin a la ocupación no sólo de la Margen Occidental, sino del Israel anterior a 1967. Como han demostrado las encuestas palestinas, la mayoría de los habitantes de la Margen comparte el mismo objetivo y está de acuerdo en que los sangrientos atentados contra judíos, sean colonos o cosmopolitas ciudadanos de Tel Aviv, son justificables y loables.

Si los israelíes no confían en los palestinos es por ese precedente y por el hecho de que los moderados de la AP, adulados periódicamente por los izquierdistas judíos y por tipos como Biden, también aplauden y alientan el terrorismo. Durante la reciente visita de Biden a la región, un veterano del Ejército americano no judío fue asesinado en el transcurso del ataque de un terrorista palestino en Yafo, no lejos de donde se encontraba cenando el vicepresidente. Pero ni siquiera eso bastó para obligar a Abás a condenar públicamente el atentado. Al contrario: la AP y sus medios oficiales siguieron fomentando la violencia, alabando a los terroristas y difundiendo la calumnia de que Israel quiere dañar las mezquitas del Monte del Templo.

Como Biden debería saber, en el pasado ha habido mayorías en la Knéset partidarias de hacer concesiones a los palestinos. De hecho, la población israelí apoyó los Acuerdos de Oslo y probablemente aceptaría cualquier nuevo acuerdo que mostrase que los palestinos ofrecen una paz real. Pero esas mayorías se evaporaron tras la Segunda Intifada y la desastrosa retirada de Gaza. La última intifada y el apoyo de Abás a los terroristas han marginado en la política israelí las posturas defendidas por Biden y J Street. De hecho, incluso el líder del principal partido opositor israelí, el laborista –es decir, el líder del partido de Shaffir– ha dicho que la solución de los dos Estados es imposible en el corto plazo porque no hay un socio palestino para la paz.

¿Por qué J Street y la Administración Obama son incapaces de ver lo que sí ve la abrumadora mayoría de los israelíes? Tal vez estén demasiado cegados por los prejuicios políticos y sus ilusiones sobre los palestinos. Tal vez estén demasiado entregados ideológicamente a criticar que el hecho de que Netanyahu haya logrado tres victorias electorales consecutivas se debe a lo que eligen los palestinos –ilustrado hace unos días por el atentado con bomba contra un autobús en Jerusalén y el descubrimiento de un nuevo túnel del terror que se extendía desde Gaza hacia Israel–, sobre lo cual los israelíes no tienen control. Los israelíes entienden que hasta que no se produzca un cambio radical en la cultura política palestina no hay nada que hacer para gestionar el conflicto, y muchos estadounidenses parecen incapaces de perdonarles esa actitud realista o de comprender que el veredicto de la democracia israelí merece tanto respeto como las elecciones de EEUU.

Como demuestra el discurso de Biden, la política estadounidense y las posturas de gente como Bernie Sanders o de J Street se sitúan fuera de la realidad en lo que respecta a las críticas hacia Netanyahu. Y, lo que es más importante, se enfadan con los israelíes por preferir el sentido común al consejo de izquierdistas americanos que tienen la arrogante idea de que pueden salvar a Israel de sí mismo. Hasta que estos tipos no espabilen y acepten la realidad, los israelíes tendrán que vivir con su desdén.

© Versión original (en inglés): Commentary
© Versión en español: Revista El Medio

 
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