El pasado viernes, en Nueva Jersey, haciendo campaña para su mujer, Bill Clinton fue interrumpido por un agitador propalestino. “¿Qué pasa con Gaza?”, le gritó. Lo que siguió fue un interesante cruce de palabras con el visiblemente exasperado expresidente que dice mucho más de los actuales intentos de la Administración Obama y de los franceses por reavivar los diálogos de paz en Oriente Medio que sobre Hillary Clinton y lo que podría hacer si resulta elegida en noviembre.
Que Clinton fuese interrumpido por el tema palestino no es extraño. El conflicto entre Israel y los palestinos es uno de los pocos asuntos en los que Sanders no ha arrastrado a Clinton a la izquierda. Ella ha intentado, normalmente sin éxito, igualar el entusiasmo de Sanders por las ampliaciones masivas de poder gubernamental, más gasto y subsidios. Pero en política exterior ha intentado caminar por la fina línea que separa el aislacionismo de las bases del Partido Demócrata y sus propios instintos internacionalistas/intervencionistas, mientras marca diferencias con su rival en temperamento y experiencia más que en sustancia. Pero no ha tenido reparos en marcar claras diferencias con Sanders respecto a Israel y los palestinos.
Aunque fue la designada para regañar al primer ministro Netanyahu en la primera legislatura de Obama, Clinton ha intentado situarse como defensora general de Israel y ha discrepado claramente de la postura de Sanders a favor de la neutralidad de EEUU, así como de su voluntad de difundir calumnias a cuenta de los esfuerzos de Israel por defenderse de Hamás, a veces sobrepasando en inexactitud incluso a las de los terroristas.
Así que, si los seguidores de Sanders van a acosar a Hillary o a su principal valedor, es probable que lo hagan por no estar ella tan dispuesta a atacar al Estado judío como el socialista de Vermont. Eso es lo que sucedió el viernes, pero la respuesta de Bill Clinton al agitador sobre la negativa de Clinton a unirse a la condena de Israel de Sanders era importante porque sacó a colación algo de lo que rara vez hablan los grandes medios cuando cubren Oriente Medio: eloposicionismo palestino.
Mientras que su mujer nunca dejó de lloriquear por la “inmensa conspiración de la derecha”, a la que culpa de sus problemas en vez de a su mala praxis, la principal queja de Bill Clinton tras abandonar la presidencia ha sido cómo Yaser Arafat le robó el Nobel de la Paz con el que contaba. En julio de 2000 Clinton invitó a Arafat y al entonces primer ministro israelí, Ehud Barak, a una cumbre en Camp David que esperaba supusiese la culminación de los Acuerdos de Paz de Oslo, firmados en los jardines de la Casa Blanca siete años antes. A fin de asegurar una resolución definitiva del conflicto, Barak fue más lejos de lo que cualquier líder israelí hubiese imaginado en términos de concesiones a los palestinos. Para deleite de la Administración Clinton, puso sobre la mesa una oferta de paz que daba a los palestinos un Estado en casi toda la Margen Occidental, una parte de Jerusalén y toda Gaza. Eso era básicamente todo lo que los palestinos querían, la solución de los dos Estados en bandeja de plata con un presidente estadounidense preparado para respaldar al líder israelí, aunque el plan fuese mucho más lejos de lo que la mayoría de los israelíes decía entonces estar dispuesta a arriesgar.
Pero en lugar de aprovechar la fenomenal oportunidad, Arafat dijo no. No importaba lo que dijera Clinton, que vio cómo sus esperanzas para el Nobel se iban por el desagüe: Arafat no cedió alegando que aceptar el cumplimiento del sueño palestino de la estatidad sería su sentencia de muerte. Y, lo que es más, tras dejar estupefactos a los estadounidenses y a los israelíes con su negativa, redobló su rechazo lanzando una guerra terrorista de desgaste tras volver a casa. Aferrándose al dudoso pretexto de su indignación por la visita de Ariel Sharón al Monte del Templo, los palestinos iniciaron una sangrienta campaña en la que la Policía de la Autoridad Palestina abrió fuego contra los israelíes, con los que se suponía debía cooperar, y los grupos terroristas Hamás y Fatah compitieron entre sí lanzando terribles atentados suicidas contra civiles israelíes. Antes de acabar, esta segunda intifada se cobró la vida de un millar de israelíes, así como la de miles de árabes, y destruyó la economía palestina, que había florecido desde los Acuerdos de Oslo.
También es importante señalar que Clinton y Barak no se tomaron el no de Arafat como definitivo, y siguieron intentando durante sus últimos meses en el cargo (el mandato de Clinton estaba limitado por ley, y el destino político de Barak quedó marcado por el fracaso de su iniciativa) que Arafat transigiera. En la ciudad de Taba, en el Sinaí, en enero de 2001, EEUU e Israel intentaron resolver las quejas de los palestinos sobre los generosos términos de la paz ofrecida con algunas concesiones más por parte de los israelíes. De nuevo, la respuesta de Arafat fue “no”. No habría Nobel para Clinton ni habría paz.
Así que cuando Bill Clinton dice: “Me maté por dar a los palestinos un Estado”, dice la verdad. Si hubiesen querido uno, podrían haberlo tenido. Pero no quisieron. Tampoco el sucesor de Arafat, Mahmud Abás, estuvo dispuesto a aceptar un Estado en 2008, cuando Ehud Olmert le ofreció unos términos de paz aún más generosos, empujado por George W. Bush. Desde entonces, Abás ha rechazado negociar en serio incluso cuando Netanyahu, supuestamente de la línea dura, ha aceptado una solución de dos Estados (como repitió el jueves), y de nuevo ofrecido retirarse de la mayor parte de la Margen Occidental durante las conversaciones auspiciadas por el secretario de Estado, John Kerry.
El tira y afloja entre el expresidente y el agitador propalestino sobre el papel de Hillary Clinton durante la lucha entre Israel y Hamás en Gaza es interesante. Clinton hizo todo lo que pudo porrefrenar la autodefensa israelí y negociar un alto el fuego con la cooperación, como señaló útilmente su marido, del “régimen de los Hermanos Musulmanes en Egipto”, durante el periodo en que la Administración Obama se inclinaba hacia esos extremistas después de que llegaran al poder. Sin embargo, no está dispuesta, como sí pare Sanders, a excusar los crímenes de guerra del Hamás que utiliza Gaza como base de lanzamiento de cohetes contra las ciudades israelíes y excava túneles del terror mientras utilizaba civiles como escudos humanos.
Pero lo realmente importante que se deduce de esta historia es que muy pocos en la comunidad internacional o en la prensa se han molestado en preguntarse por qué Clinton no logró dar a los palestinos un Estado. No fue porque no lo intentara o, en el caso de Barak, porque el Gobierno israelí no estuviese dispuesto a asumir riesgos, ya que declaró su intención de renunciar a los asentamientos y de dividir Jerusalén. El problema fue que los palestinos no estaban dispuestos a reconocer la legitimidad de un Estado judío, al margen de dónde se trazaran sus fronteras. Hacer la paz en esos términos habría significado el fin definitivo del conflicto en vez de –como se jactaba abiertamente Arafat– recoger una serie de concesiones en una guerra de “fases” que les habría permitido reanudar la batalla en términos más ventajosos en el futuro. Aunque aceptásemos la dudosa premisa de que un sanguinario terrorista como Arafat quería la paz, lo cierto es que, si ni siquiera una figura tan destacada en la historia palestina como él se atrevió a firmar un acuerdo aceptando a Israel, ¿cómo se van a atrever otros?
Bill Clinton tenía razón el viernes cuando dijo que los israelíes necesitaban saber que EEUU está preocupado por su seguridad a fin de que la paz sea posible. Pero si los israelíes ven descabellado que EEUU exija más concesiones sin que haya un cambio de actitud en los palestinos es porque recuerdan lo que pasó en Camp David y sus secuelas, así como el resultado último de la renuncia unilateral de Ariel Sharán aGaza en 2005: un Estado terrorista de Hamás.
El presidente Obama ignoró estúpidamente esta prueba de las intenciones palestinas y agravado una situación ya de por sí aciaga. No sabemos si la experiencia de Bill Clinton servirá de escarmiento para los deseos de Hillary Clinton de obtener su propio Nobel de la Paz si se convierte en presidenta, o si sus conocimientos llegarán hasta el cerebro de un presidente Donald Trump, que también parece codiciar la gloria de un acuerdo que pusiese fin al conflicto. Pero debería. El próximo presidente tiene que evitar ser engañado por los falsos argumentos de los apologistas palestinos que justifican el terrorismo de Hamás en Gaza. Pero sobre todo necesita entender que el único obstáculo verdadero a la paz no son los asentamientos ni Netanyahu, sino la misma intransigencia que le costó a Bill Clinton su Premio Nobel de la Paz.
© Versión original (en inglés): Commentary
© Versión en español: Revista El Medio
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