El acuerdo Sykes-Picot, que conformó y perturbó el moderno Oriente Medio, se firmó hace hoy cien años, el 16 de mayo de 1916. En él, Mark Sykes por la parte británica y François-Georges Picot por la francesa –también participaron los rusos– asignaron buena parte de la región, con pequeños detalles pendientes de la derrota de los Imperios Centrales en la Primera Guerra Mundial.
Sykes-Picot (nombre oficial: Acuerdo sobre Asia Menor) merece recordarse porque se corre el riesgo de incurrir en sus dos mayores errores: uno relacionado con la forma y el otro con el fondo.
La forma. Negociado en secreto por tres potencias imperiales europeas, se convirtió en el gran símbolo de la perfidia de Europa. Nada sorprendentemente, el reparto secreto de Oriente Medio por parte de los Aliados, sin consultar a los habitantes de la zona, desencadenó una respuesta furibunda (George Antonius escribió en 1938: “[se trataba de] un documento impactante (…) el fruto de la avaricia en su peor forma (…) una extraordinaria pieza de doble juego”). Sykes-Picot creó las condiciones para la proliferación de una mentalidad conspiranoica de hondas consecuencias y que ha afligido a la región desde entonces.
Sykes-Picot generó una atmósfera de miedo a la intervención extranjera que explica la aún muy extendida preferencia por buscar causas ocultas a las cosas. Lo que en 1916 pareció una inteligente división del territorio entre aliados creó las condiciones para un siglo de desconfianza, miedo, extremismo, violencia e inestabilidad. Sykes-Picot contribuyó sustancialmente a hacer del Medio Oriente la región enferma que es hoy en día.
El fondo. A grandes rasgos, Francia se quedó con Siria y el Líbano, y el Reino Unido con Palestina e Irak. Pero en términos operativos las cosas no fueron tan simples: había que cuadrar fronteras, administraciones y reclamos. Las fuerzas francesas destruyeron el reino putativo de Siria, por poner un ejemplo. Por arte de birlibirloque, Winston Churchill creó el país actualmente conocido como Jordania. Bajo presión de los católicos del Líbano, el Gobierno francés incrementó el tamaño del país del Cedro a expensas de Siria.
Pero la cuestión crucial, por supuesto, fue la relacionada con el control de Tierra Santa, o Palestina, asunto complicado por el hecho de que Londres se la había prometido tanto a los árabes (en la correspondencia McMahon-Husein de enero de 1916) como a los sionistas (en la Declaración Balfour de noviembre de 1917). Al parecer, Londres no sólo vendió el mismo territorio dos veces, sino que jugó a dos bandas con árabes y judíos a fin de arreglárselas para retener el control sobre el mismo (en Sykes-Picot).
Desde la posición de ventaja que confiere el estar a un siglo de distancia, Sykes-Picot ha tenido una influencia cuasi puramente nefasta, sin virtudes que lo rediman. Puso los mimbres para los futuros Estados canallas de Siria e Irak, la guerra civil libanesa y la exacerbación del conflicto árabe-israelí.
En su centenario, el logro central de Sykes-Picot, la creación de los Estados iraquí y sirio, está en las últimas. En un sorprendente paralelo, cada uno de ellos evolucionó rápidamente de los todopoderosos totalitarismos de Hafez al Asad y Sadam Husein a tres microestados. Los dos tienen un Gobierno central apoyado por Irán y de orientación chií, una oposición apoyada por saudíes y turcos y una fuerza kurda apoyada por rusos y americanos.
El Estado Islámico (o ISIS, EIIL, Daesh) proclamó “el fin de Sykes-Picot” cuando eliminó los puestos fronterizos entre Siria e Irak en el territorio que controla. Ahora bien, numerosos observadores, entre los que me incluyo, ven la fractura de esos dos Estados canallas en seis miniestados como algo positivo, porque esos pequeños Estados son más homogéneos y menos poderosos.
Sykes-Picot contiene una lección para el día de hoy, una lección sencilla e importante: las potencias extranjeras no pueden tratar de decidir unilateralmente el destino de regiones distantes, menos aún de manera clandestina. Esto puede sonar a consejo desfasado y obvio, pero en tiempos de Estados fallidos y anarquía, las potencias del momento de nuevo pueden verse tentadas a tomar el asunto en sus manos, como hicieron en Libia en 2011, donde su intervención fracasó estrepitosamente. Algo así puede suceder también en Siria, Irak y el Yemen. Más allá de tales conflictos, Michael Bernstam, de la Hoover Institution, ha abogado por una amplia reconfiguración del “anticuado y artificial” mapa de la región.
No. En vez de tratar de imponer su voluntad a una región débil y anárquica, las potencias deberían mantenerse al margen y poner a los locales ante sus responsabilidades. En vez de tratar a los mesorientales como niños perpetuos, los foráneos deben reconocerlos como adultos y ayudarlos a obtener éxitos. Sólo así, pasado un tiempo, el volátil, brutal y fracasado Oriente Medio puede evolucionar para mejor. Sólo así podrá superar el ominoso legado de Sykes-Picot.
© Versión original (en inglés): danielpipes.org
© Versión en español: Revista El Medio
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