El próximo presidente se podría encontrar con que el principal hito en política exterior de Obama se haya convertido en una desagradable paradoja: que con el mantenimiento del acuerdo nuclear Estados Unidos sea de facto un socio del imperialismo de la República Islámica. Probablemente no hay un terreno intermedio de guerra fría, un acuerdo de control de armas ejecutable, unido a un potente esfuerzo estadounidense para reducir el aventurismo iraní. Cualquier empeño serio de hacer retroceder a Irán incluirá, como mínimo, sanciones. Probablemente, cualquier nueva sanción de calado haría que el acuerdo nuclear se viniera abajo. Es un dilema del que la parte más poderosa de la élite en política exterior –que apoyó la diplomacia nuclear del presidente Obama y, aun a regañadientes, su acuerdo– no puede escapar.
Los congresistas republicanos querían mantener el statu quo de 2012: sanciones masivas contra el régimen militar. Sin embargo, se sienten profundamente incómodos a la hora de articular por qué abogarían si las sanciones no se detuvieran en la instalación de centrifugadoras o en los progresos en el reactor de agua pesada de Arak. En los acalorados cruces de palabras que tuvieron lugar durante la acción diplomática nuclear de Obama y los debates congresuales sobre el acuerdo, Obama acusó a los republicanos de no tener una alternativa a su diplomacia salvo la guerra. Columnistas conservadores como Charles Krauthammer y Bret Stephens, ambos firmeshalcones, argumentaron en sus devastadoras críticas de las negociaciones nucleares que la respuesta al presidente y al régimen clerical debía ser más sanciones, y que el presidente estaba planteando una falsa elección entre el acuerdo o la guerra.
Es posible. Por tendencioso que haya podido ser el presidente, la guerra siempre ha sido la amenaza que ha hecho creíbles las sanciones. Que los conservadores militaristas se alejaran de esa verdad –que los ataques preventivos podrían ser perfectamente necesarios para abordar el desafío nuclear de los mulás– demuestra que probablemente la mayoría de los congresistas republicanos estaba de acuerdo con Obama: la guerra no era una opción.
No importa ahora si los defensores de las sanciones tenían razón o no sobre si Jamenei, los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria y Ruhaní habrían renunciado al programa de armas nucleares a causa de los apuros económicos. Lo que debería ser cristalino es que el nivel de dificultades económicas alcanzado en 2012 –cuando Irán se enfrentó a una grave crisis de liquidez, los europeos impusieron un embargo sobre el petróleo iraní y Obama empezó las reuniones secretas entre Estados Unidos e Irán en Omán– no se alcanzará de nuevo, salvo que un presidente americano pueda de algún modo persuadir a los europeos de que lo acepten. La avaricia europea, negada una vez mediante la iniciativa del embargo –una acción diplomática asombrosa y contra natura desde el punto de vista histórico–, encabezada por los franceses y los británicos, es una fuerza poderosa. Es improbable que vuelva aquello a lo que renunció Obama.
Es aquí donde se vuelve difícil pensar en una alternativa a Hillary Clinton. Es probable que Trump aceptara el acuerdo y dejara que siguiera su curso, fuese durante un año, cuatro, o una década, para después pasar página. Se ha mostrado sumamente indiferente respecto a la proliferación nuclear, entre otras muchas cosas; pero ha defendido con fervor y constancia que no se libraran guerras en territorios musulmanes. Se siente profundamente incómodo con los musulmanes, en casa y en el extranjero. Ha sido reacio a ampliar las misiones militares y, hasta hace poco, ha defendido los recortes de Obama en defensa, ya que es propenso a ver el gasto en defensa como un elemento muy costoso que dispara el déficit (su discurso de victoria en Indiana daba a entender que el gasto en defensa y la ayuda exterior, y no los derechos sociales, son los principales factores del aumento de la deuda nacional). En relación con Siria, Trump se ha aliado con el eje Asad-Irán-Rusia. Se ha opuesto terminantemente a cualquier intervención militar, a los puertos seguros protegidos por EEUU o a la ayuda militar a los sirios suníes. La debilidad de Trump por el aliado de Irán y Putin en Siria –se opone al derrocamiento de Asad– se podría desarrollar regionalmente con facilidad si Estados Unidos se alineara con los chiíes contra los suníes. Es cierto que tratar de unir los puntos con Trump de manera lógica es una tarea casi imposible, dadas las contradicciones que escupe. Pero resulta inimaginable creer que en Oriente Medio podría adoptar una política exterior más contundente frente a Irán, el Estado Islámico, Al Qaeda, los talibanes, etc., que la del presidente Obama. Trump es, probablemente, el candidato a la presidencia más antiintervencionista desde Eugene V. Debs, el infatigable socialista, en 1912.
Hillary contra Jamenei
Por ilógico que les pueda parecer a algunos en la derecha, la manera más efectiva ahora de hacer descarrilar el acuerdo nuclear es aceptarlo sin dejar de señalar sus defectos, y desviar la conversación sobre la República Islámica hacia su política exterior e interior, especialmente su implacable supresión de la democracia. Un presidente que empiece a exigir más del acuerdo que Obama –por ejemplo, restricciones al desarrollo de misiles balísticos y el uso de las prácticas de verificación estándares del Organismo Internacional de Energía Atómica– mejoraría mucho la situación. Un presidente que esté dispuesto a contrarrestar a Irán en Irak y Siria, que pueda recurrir a los europeos, que sea un atlantista declarado y defienda el acuerdo nuclear, y sostenga que hay que hacer algo más para vigilar el imperialismo de los mulás, podría revocar la actual trayectoria estadounidense en Oriente Medio.
Clinton se ha comprometido a “hacer cumplir con vigor, y reforzar si es necesario, las sanciones estadounidenses sobre Irán (…) por su patrocinio del terrorismo, su programa de misiles balísticos y otras actividades desestabilizadoras”. Desde luego, podemos dudar de que sus actos acompañen a sus palabras. Sus ayudantes tuvieron un papel instrumental en la diplomacia atómica de Obama. Su principal asesor de política exterior, Jake Sullivan, comenzó las conversaciones nucleares secretas en Omán; incluso después de su salida del Gobierno, fue testigo de las negociaciones hasta que concluyeron desde su puesto de profesor en la Universidad de Yale. Y Clinton, hasta donde sabemos, no ha estado en gran desacuerdo con la decisión del presidente de ir a la izquierda de los europeos en 2012, menoscabando así a los franceses, que adoptaron la línea más dura contra Teherán, y las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU, que eran mucho más exigentes que el Plan de Acción Integral Conjunto.
Y no hay motivos para creer que Clinton discrepara de las principales cesiones de Estados Unidos en el acuerdo: el reconocimiento del “derecho” de Irán al uranio enriquecido y a continuar con la investigación con centrifugadoras avanzadas; la exclusión del acuerdo del desarrollo de misiles balísticos; el aceptar (y acceder a disimular al respecto) la prohibición iraní de que los inspectores nucleares internacionales hagan visitas de inspección a las bases de los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria y del Ejército; y por último, pero no menos importante, la cláusula de caducidad del acuerdo, que permite a Irán, transcurrida una década, un programa nuclear industrial mediante el cual podría desarrollar armas nucleares de forma rápida e indetectable.
Sin embargo, Clinton es una insider con dudas. Su retórica sobre Irán se ha distinguido de la de Obama. No parece creer en la promesa transformacional de un mayor comercio con el régimen clerical. Aunque ya había salido del cargo cuando las negociaciones nucleares empezaron a cobrar velocidad, no mostró el atolondramiento de muchos en la Administración –el presidente; su alter ego en asuntos de comunicación, Ben Rhodes; la negociadora nuclear, Wendy Sherman, y, especialmente, el secretario de Estado, John Kerry–. Por suerte para Clinton, nunca trató con el ministro de Exteriores del régimen clerical, Mohamed Javad Zarif, fácilmente el diplomático iraní más habilidoso desde la revolución. No sabemos cómo habría reaccionado Clinton a su especialidad en distorsionar la realidad, por la cual muchos estadounidenses se creen que no están tratando con un leal islamista mendaz. Es difícil imaginar, no obstante, que se hubiera comportado con tanta exuberancia diplomática como Sherman, Kerry y Obama.
Quizá Clinton recuerde las grandes esperanzas que puso la Administración de su marido en una evolución de las relaciones entre EEUU e Irán cuando Mohamed Jatamí, un clérigo reformista, ganó inesperada y arrolladoramente las elecciones presidenciales de 1997. La Casa Blanca optó por soslayar, tras la elección de Jatamí, la sustanciosa información de inteligencia que conectaba al régimen iraní con el letal atentado contra soldados estadounidenses en las Torres Jobar de Arabia Saudí, en 1996. Sin duda, Clinton recuerda la decepción en Washington cuando los reformistas de Jatamí fueron reducidos por el líder supremo y los llamados pragmáticos que revoloteaban alrededor del expresidente Alí Akbar Hashemi Rafsanyani y su a menudo despiadado edecán, Ruhaní. Quizá Clinton recuerde lo justificativo que se volvió su marido en un intento de persuadir a Jatamí y a Jamenei para mejorar sus relaciones. Y cómo esas justificaciones fracasaron.
Clinton era una senadora bastante prosaica que trabajaba en las cuestiones prácticas de los problemas nacionales e internacionales. Votó por la guerra en Irak, como hizo cualquier miembro del Partido Demócrata con aspiraciones presidenciales. También vio cómo su marido intentaba negociar con Sadam Husein tras la Guerra del Golfo. Cualquiera que presenciara su giro en la batalla de las primarias del Partido Demócrata de 2008 sabe que no le agradaba convertirse en una crítica de la guerra para ir a la par con Obama y el fervor antibélico de la izquierda estadounidense. Como señaló recientemente Mark Landler, de The New York Times, Hillary confesó en 2008 al general Jack Keane, arquitecto de la escalada en Irak, su equivocación al oponerse a la misma. Según Landler, el general Keane es “la persona que más ha influido en el modo de pensar de Hillary Clinton sobre los asuntos militares”. Si eso es cierto, entoncesClinton es capaz de enviar a más soldados sobre el terreno al Gran Oriente Medio.
Si resulta elegida, Clinton tratará seguramente de triangular, manteniendo el acuerdo nuclear mientras explora las opciones para contrarrestar las ambiciones regionales del régimen clerical. Esta exploración llevará de nuevo al callejón sin salida: cualquier oposición seria a Irán incluirá inevitablemente sanciones que pondrán en peligro el acuerdo. No es improbable que Clinton y Sullivan no pensaran a fondo sobre los resultados tácticos y estratégicos de limitar el acuerdo, en parte porque quizá compartan el deseo general de Obama de reducir la presencia militar de EEUU en el mundo musulmán.
A Clinton la prueba le llegará seguramente en Siria e Irak, donde de nuevo hay destinados unos 5.000 soldados estadounidenses. La arrogancia iraní siempre florece allí donde otros son débiles. Sin duda, Clinton se ha dado cuenta de que el acuerdo nuclear no ha ayudado a estabilizar Oriente Medio. Asumiendo que el presidente Obama encuentre una manera legal de permitir a la República Islámica utilizar indirectamente instituciones estadounidenses para hacer transacciones de mayor envergadura en dólares, Clinton tendrá la ocasión de ver cómo crece rápidamente la arrogancia de los mulás. Cuanto más dinero tenga el régimen, más problemas causará.
Hay una carrera en marcha: ¿se evaporará la voluntad que le quede a Estados Unidos de intervenir contra un régimen clerical que renace, que incluso está luchando abiertamente por desarrollar sus aspiraciones nucleares, antes de que los mulás vayan demasiado lejos, sea sobre el terreno en Siria o Irak o en su desprecio por la vigilancia occidental de su programa nuclear y de misiles balísticos? Washington atraviesa ahora un periodo enconado de “aislacionismo bipartidista”, por utilizar la expresión de Ray Takeyh, del Council on Foreign Relations. La etiqueta de aislacionista irrita tanto a demócratas como a republicanos; pero lo son, casi con el mismo vigor, al huir de Oriente Medio y ser ambivalentes con otros compromisos.
Hillary Clinton no es una neoconservadora, pero no se siente incómoda con el poder estadounidense. A diferencia de Obama, no es del género arrepentido. Fueran las que fuesen sus opiniones en la época de Vietnam, ahora no ve la Guerra Fría con ambivalencia. Está segura de que optó por el lado correcto en esa lucha, incluso en el Tercer Mundo, donde Obama y muchos en la izquierda tienen serias dudas. Pese a cualquier devaneo que haya tenido con Irán, es muy probable que siga el camino de los franceses.
En 1993, Francia empezó a implicarse con la República Islámica esperando moderar la conducta del régimen y obtener beneficios de él. Pese a los atentados y asesinatos del Ministerio de Inteligencia iraní en suelo francés, los franceses pusieron la otra mejilla, esperando algo distinto del presidente Rafsanyani. Estuvieron allí cuando la presidencia de Jatamí se desmoronó en 1999, y tomaron la iniciativa en 2002 para entablar nuevas relaciones con Teherán cuando un grupo de la oposición iraní reveló lo que el servicio de inteligencia francés sabía desde hacía tiempo: los mulás tenían un programa secreto de armas nucleares. Los franceses, los alemanes y los británicos pusieron en marcha la diplomacia del UE3 porque temían la belicosidad de George W. Bush tanto como la ambición atómica del régimen clerical. Cuando se intensificó esa diplomacia, sin embargo, los franceses asumieron una postura más dura respecto a Teherán. Como dijo Thérèse Delpech, alta funcionaria francesa que ha escrito profusamente sobre la no proliferación e Irán, París simplemente se cansó de que los iraníes “estuvieran siempre mintiendo”. Aunque tal vez el presidente francés François Hollande no se declarara públicamente a favor de ataques preventivos militares de los estadounidenses contra las instalaciones nucleares de los mulás, estaba dispuesto a apoyar a Estados Unidos exigiendoposturas más firmes que las de Obama en el Plan de Acción Integral Conjunto.
Una segunda Administración Clinton se frustrará ante la mendacidad, el antiamericanismo y lasambiciones imperialistas del régimen clerical. Los avances de Irán en su programa de misiles balísticos, que recuerdan a los de Corea del Norte, con la que Teherán ha mantenido una estrecha cooperación técnica, causarán cada vez mayor preocupación. El tiempo pasará de pronto muy deprisa; ver a los mulás con un programa de enriquecimiento de uranio a nivel industrial resultará más amenazador. La presidencia de Ruhaní, asumiendo que sea reelegido, no será más moderada que la de Rafsanyani en la década de 1990. Ruhaní, padre fundador del Ministerio de Inteligencia de la República Islámica, es una criatura de la seguridad nacional delEstado profundo. El típico izquierdista suele repetir que el Irán que está luchando la “guerra buena” contra el Estado Islámico y Al Qaeda no se complementará bien con Clinton, que quería utilizar potencia aérea estadounidense contra Asad. El presidente Obama se contenta con permitir que la historia juzgue su apuesta iraní, admitiendo que si dentro de veinte años Irán procede con su fabricación nuclear, se demostraría que su apuesta fue un error colosal. Clinton parece menos propensa al juego. Sin embargo, se enfrentará a la misma pregunta que Obama: si no estás preparado para amenazar con la guerra, ¿hasta qué punto puedes doblegar a los iraníes con sanciones? Si no está dispuesta a luchar, ¿está dispuesta a marcarse un farol?
Dadas las insaciables demandas del Estado de Bienestar, el declive del Ejército de Estados Unidos –y con él de la fuerza de voluntad, el optimismo y la imaginación estratégica del país– podría ser irreversible. Dado el historial de las relaciones entre Irán y Estados Unidos, y que Washington ha solido hacer la vista gorda a las provocaciones violentas de los mulás, la probabilidad de que el régimen clerical gane su pulso nuclear con Estados Unidos siempre ha sido alta. Pero Hillary Clinton tiene los componentes para liberarse del legado de Obama, siempre y cuando los acontecimientos en Oriente Medio sean lo suficientemente perturbadores. Ella parece lo bastante dura para enfrentarse a los iraníes y a la creciente pasividad y pacifismo de su propio partido. Podría abogar con nuestros aliados por volver a aislar a los mulás. Si se ha de restablecer la preeminencia de Estados Unidos, y frenar a los militantes islámicos que pretenden dañarnos, será una progresista internacionalista, una de las pocas que quedan, la que tendrá que hacerlo.
© Versión original (inglés): The Weekly Standard
© Versión en español: Revista El Medio
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