No es la primera vez, ni será la última, que una instalación oficial se abre vacía o a medio terminar. Ha vuelto a ocurrir en la ciudad de Bir Zeit, muy cerca de Ramala, donde desde mediados de mayo se levanta el edificio de un nuevo museo, el Museo Palestino. Tampoco es el único museo de tema palestino en la zona. En Gaza hay dos, uno de ellos dedicado a laarqueología de un territorio conflictivo desde hace milenios. También existen otros en Cisjordania, como un memorial dedicado a la memoria de Yaser Arafat y otro al escritor Mahmud Darwish, poeta nacional palestino. El nuevo museo se distingue de estos por su ambición, por la voluntad de convertirse en un centro cultural de la memoria y la identidad palestinas y, como ya se ha dicho, por estar vacío.
Tampoco tiene director. Lo tuvo hasta diciembre de 2015, y se llamaba Jack Persekian, un especialista en arte contemporáneo que vive en Jerusalén. De las declaraciones de Omar al Qatán, responsable del proyecto desde el inicio, se deduce que la dimisión se debió sobre todo a la divergencia de propuestas, más artística y seguramente conceptual, o elitista, la de Persekian y más general e histórica la de los demás responsables.
Lo esencial, en cualquier caso, no es eso, sino lo que las salas vacías del museo revelan. El centro se inauguró a propósito el 15 de mayo, día en que se recuerda la Nakba, es decir, el desplazamiento forzado de miles de palestinos en 1948, el mismo año en que se declaró la independencia del Estado de Israel, justo el 14 de mayo. Esa fue la idea inicial, pero como recordaba demasiado el concepto del Yad Vashem, el proyecto se fue convirtiendo en algo distinto. Se trataba de celebrar y apuntalar la identidad y la nacionalidad palestinas con una selección de obras, recuerdos y documentos desde aproximadamente el siglo XVIII hasta la actualidad.
Un museo de esta índole siempre es problemático. Obliga a trazar un hilo narrativo en muchas ocasiones polémico y a seleccionar hechos y objetos sobre cuyo significado no todo el mundo estará de acuerdo. En este caso, la complejidad es casi infinita. A pesar de la buena voluntad de los donantes, que han dado buena parte de los 30 millones de dólares que se llevan gastados, y a pesar de las buenas intenciones de los promotores, que –según han declarado– se esforzaron desde el primer momento en diseñar un proyecto incluyente y abierto, también a la presencia judía, la identidad que se pretende celebrar no está clara. Y si no hay un consenso sólido acerca de lo que quiere decir ser palestino, ni tampoco acerca de cómo se traduce esa identidad en una realidad política compartida, por muy grande que sea la presión propagandística y el voluntarismo de muchos Estados y de las organizaciones internacionales, no habrá forma de establecer una filiación histórica clara. Construir un Enemigo, con mayúscula, no basta para crear una nación.
El resultado es que en el museo palestino no hay ni una sola obra. Existe, eso sí, un proyecto en marcha que arrancó como una invitación a donar a la institución fotos de familia para evitar su destrucción y se está convirtiendo en una plataforma on line para compartir toda clase de documentos. También se va a abrir una exposición sobre bordados… en Beirut. Por ahora, lo que hay es un edificio moderno y ecológico, adaptado al hermoso paisaje de la zona.
Resulta inevitable que el museo vacío se convierta en un monumento al fracaso del nacionalismo palestino y a la irrelevancia política de la Autoridad Nacional Palestina, que a pesar de todo el aparato retórico desplegado durante muchos años ha sido incapaz de tomar las medidas que habrían hecho posible la existencia de un Estado propio, capaz de convivir en paz y cooperación con el vecino Israel.
No puede ser un museo historico, porque no tiene historia.