Primero nos expulsó del Edén. Después inundó la Tierra y sólo dejó con vida a una familia. Luego incendió las ciudades del pecado. Mientras el pueblo con el que había pactado una Alianza adoraba a un becerro dorado, dictó a Moisés la Ley en forma de 10 Mandamientos escritos y toda una Torá oral. Como entonces, en días como estos – embargados por el dolor de las muertes sin sentido, el regocijo de algunos por el sufrimiento causado y la mirada empañada de prejuicios de otros –, nos encontramos nosotros también como los esclavos liberados de Egipto hace sólo siete semanas: huérfanos de respuestas, sedientos de algo concreto a lo que aferrarnos, una figura en quien volcar nuestro desánimo y que podamos ver al frente de nuestros pasos atravesando el desierto.
¡Cuántas veces nos vemos tentados de hacer añicos las verdades que tanto pesan y obligan, de arrojar al abismo la letra de la canción que queremos ser! Nos indigna saber que tras la pared donde unos lloran a las víctimas, otros como nosotros se afanan en salvar la vida del verdugo y calmar su padecer. Nos subleva reconocer el peaje de la moral que es la causa última de nuestra desgracia y que nos empuja incluso a desmarcarnos del resto de un mundo al que muchas veces envidiamos – confesémoslo – su falta de compromiso. Y tenemos el coraje de celebrar el regalo de esas normas, de congratularnos y peregrinar a elevar los primeros frutos de nuestro esfuerzo por conocer los límites de nuestra acción. Veneramos la jaula no por miedo a la libertad, sino a volar sin rumbo. Porque sabemos que no somos herederos del mundo, sino sólo de una porción. Que no tenemos potestad sobre la naturaleza entera, ni siquiera sobre la humanidad: sólo un mensaje de compasión y la obligación de mejorarlo. Mientras, cada día es una prueba ante quienes su única misión es frenarnos, desalentarnos, desesperarnos, dolernos.
Y es que, desde aquel acto primigenio de saltarse las reglas, estamos obligados a sudar la nariz (sic) y a que nuestros logros se cuenten como callos en nuestras manos y almas. Y ya no habrá camino que conduzca al auténtico destino que se abra a nuestros pies, exento de panes sin miga y una larga travesía, que no nos tiente a creer que hay atajos mucho más cortos por los que una figura de oro podría guiarnos: el ídolo de la venganza. Aquel que nos invite a romper lo que hemos sido durante las últimas cien generaciones y a asimilarnos a la bajeza imperante. Como uno más. Como uno cualquiera.
Director de Radio Sefarad
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