Cuando recibí, hace años, la carta de Pinjas Sadé en la que me decía lo mucho que le gustaban los títulos de mis libros y poemas, comprendí que la afinidad entre su gusto y el mío en materia poética era real. Leí por vez primera La vida como parábola en versión inglesa y en París, en aquellos días de 1968 en que sobrevivir en la ciudad era tan difícil como exquisito. Para unos lo que sucedía en ese mes de mayo era como un eco de la Revolución Francesa, para otros-entre los que me cuento-, un mero caos juvenil, violencia, desorden y estupidez. Yo venía de los Estados Unidos, que vivía su revuelta floral, el mundo de los alucinógenos y sobre todo un profundo cambio de conciencia que por entonces no tenía ningún paralelo en Europa. Me parecían más importantes los yoguis, los místicos y los psicólogos que los sociólogos y los revolucionarios.
De modo que la alergia por lo social, de la que Sadé hace gala, su profundo individualismo en una sociedad como la israelí, que vive obsesionada por la defensa y el totum, humeando aún los siniestros hornos del Holocausto en el horizonte, no sólo me pareció original sino peligrosamente cristiana, introspectiva, y por supuesto la sentí hermana de la mía. De hecho, la principal diferencia entre los dos Testamentos, el viejo y el nuevo, radica a mi juicio en que el destino colectivo de Israel se singulariza en Jesús, De los diez hombres que son necesarios para cumplir el ritual del rezo se pasa a dos; lo objetivo se hace subjetivo; la sequedad desértica de Judea se ve complementada por los verdes, tiernos y húmedos paisajes galileos y la Ley clásica se ve convulsionada por un amor romántico mientras el arte de la parábola resplandece con una belleza extraordinaria. Sadé ama a su Jesús como a los demás profetas. Yo también.
Pero Sadé no deja de leer los Evangelios como un judío, ve entre sus líneas el espíritu del midrash y rescata de sus páginas sobre todo el conflicto individuo-comunidad, profeta-sociedad, tomándose a sí mismo, a veces hasta la fanfarronería, por un nuevo Jeremías o un Isaías. Digamos de entrada que eso no es lo más interesante de este libro, verdadera pieza autobiográfica de encendido lirismo y conmovedora piedad. Emocionan, y hasta las lágrimas, su candor y su entusiasmo, su melancolía y su agudeza caracterológica.
Por momentos nos parece oír a un San Francisco quejicas, enamorado de los cielos grises y la lluvia en un país excesivamente soleado; también sentimos a Blake, a Knut Hamsum, a los poetas chinos y los grandes románticos alemanes pulsando entre las líneas más aparentemente anodinas de Sadé. Y sin embargo no estamos ante una prosa artificiosa o, siquiera, literaria, pues el factor confesional y el ardor de sus enunciados rompe aquí y allá su equilibrio formal. La vida como parábola es una de esas obras que, como las confesiones de san Agustín y las de Rousseau, aúnan franqueza y egotismo, orgullo y humildad, veneración y desprecio a la vez. Una mezcla que a veces irrita al lector, que quisiera dejarse llevar por la historia sin la intromisión del alter ego del autor, quien de tanto en tanto interviene para ofrecernos una radiografía cruda de sus por qués y sus para qués.
Cuando fui capaz de leer en hebreo más o menos con fluidez volví- y en la misma Jerusalén que Sadé describe como un gran maestro impresionista-a La vida como parábola. Me sorprendieron su frescura y el reiterado giro bíblico, la combinación de prosa seca y hasta trivial con instantes de rara, me atrevería a decir maravillosa poesía amorosa. Los personajes femeninos de este libro se cuentan entre los más hermosos y tristes de la literatura hebrea moderna, tal vez porque a Sadé los hombres le interesan menos que las féminas o porque no admira a ninguno de sus contemporáneos. Tampoco le emocionan la guerra, la patria, el nacionalismo, el éxito o la ciencia. Su especialidad es sentir, recorrer el espectro de las emociones dejándose llevar por la extremada sensibilidad de su corazón y dejar caer gotas de sangre y verbos, como decía Nietzsche que debía hacerse. Sadé parece deber más al jasidismo y sus grandes maestros que a los poetas hebreos que le preceden en la recuperación y puesta a punto de una lengua que Ben Yehuda llevó del estado de musgo dormido al de lozano árbol viviente.
No obstante, el problema de las autobiografías, por interesantes que sean, es que una vez has escrito una- la de Sadé captura y refleja su vida hasta los veintiocho o treinta años-, insistir sobre lo mismo resulta tedioso y hasta desluce las primeras impresiones positivas que el lector pudo hacer recibido. Por fortuna, tras este opus magnum, Sadé no volvió a reincidir en un segundo o tercer volumen acerca de sus andanzas. Retornó a la poesía, en la que es verdaderamente grande y su vida cotidiana está siempre presente; recopiló historias clásicas y reunió mitos, enseñó, vagó, soñó en abundancia y finalmente murió joven, tal y como lo había predicho. No conozco autor contemporáneo a excepción del norteamericano Jack Kerouc, con quien el escritor israelí tiene algunos puntos en común, que haya prestando tan minuciosa atención a sus sueños como Sadé. En ello es fiel a Hölderlin, para quien ´´el hombre es un rey cuando sueña y un mendigo cuando piensa.´´ La vida como parábola está recamada de sueños, atravesada por visiones oníricas surrealistas y hasta kafkianas, y no se las siente de más sino que se las percibe como una especialidad de las tantas que el poeta parece tener entre manos. Porque-como buen israelí-, Sadé ha sido pastor, soldado, maestro, burócrata, vendedor de libros, instructor de jóvenes y vaya uno a saber cuántas cosas más.
Este hombre menudo, de genio vivo e irascible, este corazón lírico nos lleva en la nave de sus páginas a los álgidos y oscilantes extremos del placer y del dolor sin que pase nada capital. Dormimos con él en pensiones de mala muerte, recorremos puertos, leemos libros, vamos del norte de Israel al desierto maravillándonos de que su sufrimiento cante. Obsesionado por lo que denomina ´´redención´´, Sadé piensa que lo importante es que la vida nos deje en la mente parábolas, enseñanzas, aunque éstas sean amargas y hasta terribles. La palabra hebrea redención, gueláh , aparece con harta frecuencia en la Biblia. Mirada de cerca, analizados sus componentes, no por casualidad hallamos en ella a gal, la ola, y a El , Dios. Lo que Sadé nos cuenta de Jonás y la ballena bien podría aplicarse a él mismo: ningún profeta quiere serlo, ningún auténtico poeta vive su vida sin una mezcla de fatalidad y elección. Tampoco él, Sadé, querría arrojarse al bravo mar de la palabra, pero acabará haciéndolo para quitarle hierro a la desgracia. Una vez escuchado el llamado ¿por qué negarse a oír y comentar su zumbido de abeja y crepitar de fuego?
Las olas van y vienen, como el día y la noche cuyo movimiento alterno concede a Sadé frases tan hermosas como las del Eclesiastés. Tan pronto estamos sumergidos en la melancolía como en la cresta del entusiasmo. ´´La vida misma-nos dice el autor-es un exilio.´´ Nadie está donde desea estar, nos expulsan el amor y el deseo y nos abraza el dolor. La soledad es infinita, pero tiene el consuelo de imaginación para acotar sus bordes. La imaginación, que teje y pinta en imágenes una belleza de la que-si el mundo careciera de ella- se extinguiría de inmediato, es el campo propio del poeta, su verdadera morada. Decimos campo porque eso es lo que significa Sadé, pero también porque en el Zohar o Libro del esplendor, texto capital de la Kábala española del siglo XIII, se cuenta que los grandes secretos ´´son revelados a los que cultivan el campo´´. En este punto es imposible negar el valor místico que la agricultura tenía en los misterios eleusinos o en el culto osiríaco de los antiguos egipcios. Al -qemt, de donde procede la voz Alquimia, significaba en Egipto ´´tierra negra´´, la porosa tierra oscura empleada en las operaciones de metalurgia, fundido y colado de los objetos cotidianos. ¿No nos cuenta el mismo Sadé que su nombre Pinjas significa el negro? ¿Acaso se han descrito( es probable que sí), la vida de los insectos y de las flores, los árboles y las escasas nubes de Israel con la misma inocencia y amor por lo viviente que Sadé? Como su admirado Paracelso o Nicolás Flamel, Sadé busca transformar su plomo en oro.
La vida como parábola no es sólo uno de los libros más grandes y hondos de la renacida literatura hebrea, también es el retrato de un hombre tímido y sensible, llano e iracundo, cuyo destino-ahora que ya no está entre nosotros y podemos decirlo con rotundidad-ha sido el de hacer florecer su alma una y otra vez, en medio de las malas hierbas del tiempo que le tocó en suerte vivir y en una región del mundo desgarrada por conflictos raciales y religiosos. Paráj neshamató, floreció su alma, decimos en hebreo cuando el que muere nos revela los colores de su personalidad. Floreció su alma. Por eso somos capaces de ver los contornos de sus actos, el delicado matiz de sus palabras y pensamientos y el grado de perfección y nobleza alcanzados cuando los seres que hemos amado ya no están. La versión española que la profesora Varela ha tallado, pulido y mimado con auténtico celo, no es la de una simple traductora sino la de alguien para quien la vida también es una parábola llena de sentido, un cuento digno de ser contado.
También para ella, sospecho, cada uno de nosotros es un teatro completo de signos, prodigios y retazos de sueños. Si algo enseña el libro de Sadé es que todas las existencias, de las más grandes a las más nimias, son chispas que el Creador ha hecho brotar del crisol de los mundos para que aprendan a ser conscientes de la estela de su pasaje. Sadé, que se consideraba a sí mismo un hombre cualquiera, un pobre diablo incluso, alguien que a veces era asistido por el resplandor de la redención, ha obrado el milagro de hacer que sus lectores puedan imaginarse poco menos que ángeles, seres dignos de atención y respeto. En todo caso hermanos en la alegría, el dolor y la mera pasión de existir mientras oímos, como él, el vasto, pétreo y floral silencio de la tierra.
Mario Satz
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