Hace poco más de un mes, El País de Madrid publicó unas declaraciones de resonante contenido polémico que Daniel Barenboim le hizo a Pablo Rodríguez, corresponsal de ese diario en Berlín.
Afirma en ellas que «la Argentina es (todo) lo que me queda del pasado». Israel, que lo acogió en su infancia y le otorgó su nacionalidad, ya no forma parte, según él, de ese pasado grato y menos aún de su presente: «Lo que ha ocurrido con el gobierno israelí en los últimos veinte años es catastrófico. Y critico a toda la población, pues el 70% está de acuerdo (con él) y se está volviendo racista. El año que viene se cumplirán 50 años de la ocupación de los territorios palestinos, cinco décadas en las que el pueblo judío ha pasado de oprimido a opresor. Ya no me siento cómodo en Israel. No me interesan ni su admiración ni sus aplausos.»
Daniel Barenboim volverá este año a presentarse en Buenos Aires. Lo hará con su amiga de la infancia, la admirable Marta Argerich y al frente de la West-Eastern Divan. Asimismo, Barenboim aseguró al cronista español que pronto ofrecerá un concierto en Irán, donde ha sido invitado.
La West-Eastern Divan es una orquesta juvenil, como se sabe, que ya hemos tenido ocasión de disfrutar en la Argentina. Creada por Daniel Barenboim y el fallecido escritor palestino Edward Said, agrupa a ejecutantes sirios, libaneses, jordanos e israelíes.
«La música por sí sola -estima Barenboim- no puede hacer mucho en la resolución del conflicto (árabe-israelí), pero puede dar ejemplo de que el entendimiento sí es posible.»
¿Lo es? ¿Sigue el gran intérprete creyéndolo así? Sus recientes declaraciones sobre Israel parecieran evidenciar lo contrario. Más dicen ellas del quebranto de esa esperanza que de su fortaleza actual. Si la mayoría del pueblo de Israel «se está convirtiendo en racista», ¿dónde cabe inscribir a los jóvenes de ese país que integran su orquesta y merecen su confianza como expresión de aptitud para el diálogo y la convivencia con el mundo árabe? ¿Son algo más, esos jóvenes, que el residuo musical de una expectativa frustrada? ¿Y qué decir, entonces, de los chicos y chicas libaneses, sirios y jordanos? ¿Acaso ponen de manifiesto una disposición preponderante de buena voluntad hacia Israel por parte del mundo árabe? Lamentablemente, no es así. Pero ¿acaso ese hecho penoso induce a Daniel Barenboim a caratular como antisemitas, es decir racistas, a esas mayorías árabes?
Los integrantes de la West-Eastern Divan señalan con su comportamiento en una dirección hacia la que todavía no se encaminan ni los gobiernos ni los pueblos que hoy viven enfrentados. Ese mismo espíritu conciliador que caracteriza a la orquesta es el que también se encuentra en otras figuras fundamentales de la cultura israelí y en todos aquellos que las tienen como sus referentes. Aleph Bet Yoshúa, Amos Oz y David Grossman sólo son algunas de ellas. ¿Y entonces qué diremos? ¿Que de nada sirven su perseverancia ni su influencia para cambiar el rumbo de las cosas? ¿Con qué vara temporal cabe medir la fecundidad de esa iniciativa? ¿Una década, dos, cinco? Quien dice judaísmo dice persistencia, dice fe y tenacidad. Capacidad de espera en la acción. Paciente y emprendedora lucidez. La misma que tuvieron Edward Said y tantos de los suyos al proponerse buscar la paz con Israel.
No, la mayoría del pueblo israelí no es racista ni colonialista, sino consciente del riesgo que corre cercada y hostigada por vecinos que se niegan a reconocer la legitimidad del Estado judío, así como por una voluntad política y militar decidida a barrer a Israel del mapa. ¿Por qué esa conciencia y la conducta que ella inspira tienen que ser sinónimos ineludibles de integrismo religioso o de fanatismo nacionalista? Por supuesto: Israel es una democracia cargada de contradicciones. Pero también, y ante todo, reveladora de un formidable espíritu autocrítico con el que da prueba de su fortaleza y de su dignidad. Y ese espíritu autocrítico lo ejerce mientras lucha por su derecho a la existencia en un escenario que se resiste a admitir su presencia en la región.
Daniel Barenboim no confunde jamás al pueblo palestino con los violentos que, arrogándose esa identidad, insisten en liquidar a Israel. Y hace muy bien. Pero ese mismo discernimiento no parece primar en él cuando se trata del pueblo israelí. Del lado judío, sentencia, la barbarie ha podido más que la civilización. Y así, fatalmente, el conflicto pasa a ser entre réprobos y elegidos.
De modo que si es posible creer que la democracia israelí es una democracia amenazada desde adentro (¿cuál no lo es hoy?), poco y nada se hace por ella sumando fuerzas a quienes, diciéndose israelíes, aspiran a destruirla o la dan por desaparecida. Por lo demás, procediendo de ese modo no es menos insignificante, por no decir nulo, lo que se hace en favor de esos jóvenes músicos que ven desmentida su fe por quien los alentó a desarrollarla y a sostenerla contra toda adversidad.
¿Disolverá Daniel Barenboim la West-Eastern Divan en consonancia con su convicción de que la mayoría de los israelíes ya no merece de su parte ninguna consideración? ¿Preservarla para qué si la suerte está echada? ¿O en este caso la noción de minoría le basta para perseverar en su propósito?
¡Notable intransigencia en un artista tan propenso a los matices interpretativos! ¡Sorprendente inflexibilidad ante Israel en quien puede aceptar con interés la invitación que le ha hecho la República de Irán, sin confundir a su pueblo con las dirigencias de ese país capaces de proclamar que la Shoá es un invento de los judíos; que cuenta entre sus funcionarios y protegidos a delincuentes y criminales que provocaron la masacre que en la Argentina destruyó la sede de la AMIA en 1994 y la embajada de Israel en 1992, para no hablar de la más que fundada sospecha de intervención que han tenido en el asesinato del fiscal Alberto Nisman, en el año 2015!
Tan evidente como que Daniel Barenboim es un artista de genio resulta el hecho de que no siempre se perfila como un razonador político convincente. Su admirable consistencia como ejecutante y director no aflora con igual poder persuasivo cuando se pronuncia analíticamente sobre el conflicto árabe-israelí. Sus generalizaciones son peligrosas. El desprecio ontológico que recae sin pausa sobre Israel no puede subestimarse a la hora de plantear las responsabilidades de quienes protagonizan esta vieja y terrible confrontación. Ciertamente, está lejos todavía su solución pacífica. Pero más lejos se situará si quienes tienen autoridad para hacer oír la voz del encuentro indispensable optan, lo repito, por el sombrío mensaje que homologa LA NACION judía a un Estado racista y les dan argumentos a quienes recomiendan su aniquilación.
Pese a todo, y mientras tanto, fijemos nuestra mirada en la West-Eastern Divan. Su perdurabilidad en el tiempo nos dirá lo esencial sobre las convicciones más profundas de Daniel Barenboim. Para alentar esa mirada recordemos que, este mes, tendremos en Buenos Aires a esa orquesta conmovedora. Escuchémosla. Vayamos a aplaudirla. A celebrarla. Por el talento y la grandeza moral de quienes la integran y en reconocimiento a quienes supieron darle vida.
Me gustaría que Barenboim explique cómo haría él para defender Israel de todos los conflictos que enfrentó y enfrenta desde su misma re fundación.
Seguramente tiene ideas de cómo hacer para gobernar Israel sin que los árabes cumplan su promesa de hacer desaparecer del mapa al país judío.