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| domingo diciembre 22, 2024

El nuevo Israel


En un excelente ensayo sobre el “viejo Israel” publicado en el último número de Foreign Affairs,dedicado a Israel, el redactor jefe del progresista Haaretz recuerda que su propio periódico publicó una encuesta según la cual una alianza imaginaria de partidos, también progresistas, ganaría al Likud de Benjamín Netanyahu. Con tanto voluntarismo, Netanyahu podrá seguir pensando, al menos hasta las próximas elecciones de 2019, que la izquierda israelí ha decidido refugiarse en el mundo de la fantasía.

El gesto, efectivamente, confirma su éxito político. A pesar de la complejidad política de Israel, que obliga a un ejercicio complejo de negociaciones y coaliciones después de cada elección, el Likud es el único en condiciones de gobernar el país, y no parece dudoso que el propio Netanyahu va a seguir al frente del Gobierno durante mucho tiempo.

Entre las figuras más relevantes de la coalición que conforma el actual Gobierno de Netanyahu se encuentran Miri Reguev, ministra de Cultura (Likud); Naftalí Bennett, ministro de Educación, del partido Habayit Hayehudi (La Casa Judía), y Ayelet Shaked, también de La Casa Judía y ministra de Justicia. Cada uno de ellos rompe alguno (o varios) de los estereotipos que caracterizaban hasta hace poco tiempo la cultura política israelí.

Ayelet Shaked se dispone a apoyar una renovación conservadora del Tribunal Supremo israelí y ha propuesto intensificar el control de las organizaciones y los representantes políticos: si tiene éxito, habrá menos margen para el debate sobre la nación israelí, el racismo y el terrorismo. Naftali Bennett, empresario de éxito en nuevas tecnologías, es también un defensor firme de la política de asentamientos. Miri Reguev, la ministra de Cultura, antigua portavoz de las IDF, quiere reforzar el patriotismo desde su ministerio y, entre otras muchas declaraciones polémicas, dijo una vez que ni ha leído a Chéjov ni le gusta la música clásica.

Aunque ninguno de estos tres líderes pertenece al círculo más próximo a Netanyahu, los tres son herederos y continuadores de su gran estrategia para Israel, que va mucho más allá de la consolidación del gobierno del centro derecha. Desde el inicio de su carrera, Netanyahu ha querido cambiar el eje central del poder en Israel y –también– cambiar su país. El sueño del país socialista, con una evolución obligada (por ley de la Historia) hacia la secularización, con los centros intelectuales y los árbitros del gusto asentados en la élite asquenazí (en perjuicio de los sefarditas, mizrajíes en Israel), y un proyecto de convivencia de dos Estados, el uno árabe palestino y el otro israelí, se ha derrumbado.

Trazar las líneas del cambio sería escribir una historia del Israel moderno y empezar a entender la naturaleza del Israel que ha ido surgiendo, en buena parte bajo el liderazgo de Netanyahu. Así que, para simplificar, se podría resumir el nuevo rostro de la sociedad israelí en varios epígrafes.

Uno es la nueva economía: abandonada la utopía socialista hace ya mucho tiempo, Israel se ha reconvertido en una de las sociedades más avanzadas y creativas del mundo, apoyada en un tejido empresarial dinámico, en unas universidades y centros de investigación de vanguardia y unas Fuerzas Armadas que se enfrentan al desafío de la supervivencia del país. Bennett (y Nir Barkat, alcalde de Jerusalén) son buenos representantes de este cambio.

En cuanto a la seguridad interna, el motivo de los dos Estados está perdiendo credibilidad: después de Gaza (donde ocurrió lo que Netanyahu había previsto, y es que una banda terrorista se hizo con el control del territorio) y de la primavera árabe, con el caos y las matanzas generalizadas en todo Oriente Medio, no queda espacio para las ilusiones.

En política exterior, la Presidencia de Obama (con difíciles relaciones personales con Netanyahu), su retraimiento de Oriente Medio y el acuerdo nuclear con Irán han convencido a los israelíes de que tienen poco que esperar de las democracias liberales desarrolladas. Los israelíes apuestan más que nunca por la consolidación de la seguridad interna (con el papel central de las Fuerzas de Seguridad, también como base de la identidad nacional) y por las alianzas más o menos informales con Rusia, Jordania, los países árabes del Golfo y Turquía.

Y queda el tema fundamental de la identidad de Israel. Además del cambio cultural en favor de los sefarditas, gente poco refinada para los gustos de la minoría dirigente progresista, está la consolidación de Israel como Estado judío, con consecuencias tanto en la relación con los israelíes no judíos, y muy en particular con los árabes o palestinos, como en el papel que así se da a la religión. El surgimiento de una sociedad moderna basada en una clara identidad nacional reafirmada –por si fuera poco– en principios religiosos contribuye a explicar el desconcierto del progresismo israelí, antes tan seguro de su hegemonía, y por ahora incapaz de tejer coaliciones que no sean imaginarias. Se entiende el desánimo de la antigua elite israelí, y la desafección hacia Israel de las elites que, en el resto de las democracias desarrolladas, siguen monopolizando el gusto y el pensamiento correctos.

 
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