Erdogan, Foto: Reuters
«Las democracias tienen el derecho y la obligación de defenderse de todo aquello que intente socavarla», declaró el presidente turco Recep Tayyip Erdogan. Y es cierto, lleva razón Erdogan.
Del mismo modo, es cierto que los gobiernos democráticos pueden y deben hacer frente a sus enemigos internos y externos, más cuando estos se valen de instrumentos como las Fuerzas Armadas en quien los ciudadanos confían para defender la integridad y la soberanía del país, no como herramienta cuyo fin sea derrocar a representantes electos democráticamente para suspender los derechos y las libertades fundamentales, aunque un gobierno se haya valido de la propia democracia para arribar al poder por medio del voto popular y luego se comporte alejado de las reglas democráticas.
Si en verdad y como acaba de proclamar el presidente Erdogan en una carta enviada a los niveles más altos de la OTAN, «la democracia turca se enfrenta a una oscura conspiración con ramificaciones internacionales liderada por el líder religioso Fetullah Gülen y apoyada por Occidente» y, según señala Erdogan, «el golpe tuvo actores turcos, pero el guion fue escrito en el exterior», es ante los tribunales nacionales e internacionales donde el presidente turco debe hace valer su caso para lograr las condenas y extradiciones necesarias, sin engañar a su pueblo con discurso grandilocuentes y victimizantes, al tiempo que pideimplementar la pena de muerte como acción regresiva y brutal desprecio por la vida humana.
Al mismo tiempo, la sociedad civil turca en ningún caso debe aceptar la destitución arbitraria de funcionarios públicos y el cierre sin más de medios de prensa y comunicación como ha hecho desde el primer momento el presidente Erdogan. Mucho menos, aceptar la implementación de la pena capital. Al permitir eso, la sociedad turca manifiesta pereza, holgazanería e inclinación a rendirse sin esforzarse, sin efectuarse preguntas, para entregarse a alguien que le ofrece su ración de valores morales y éticos en biberón, igual como se alimenta a un bebé.
Erdogan y el ruso Vladimir Putin, en su encuentro de esta semana (AFP)
Nunca en la historia de países libres ha sido ni será una buena idea dejar que la ignorancia y la negación sea la principal virtud, aferrándose a un dogma. No resistirse, efectuándose preguntas, no es lo más virtuoso que una sociedad pueda exhibir. No preguntarse y buscar las respuestas sobre por qué se acompaña tal o cual ideología no es tranquilizador. Sostener una ideología como dogma pétreo es pura y dura tozudez, y al final del día se paga alto precio por ello.
Cuando una ideología totalitaria y cercana al islamismo se adopta, aceptarla se convierte en el equivalente a complicidad o a someterse a una operación para disminuir el propio coeficiente intelectual, y muestra que algo no está funcionando bien en la sociedad civil.
Da la sensación de que no pocos ciudadanos turcos han renunciado al estatus de tales para convertirse en habitantes de un territorio poblado en el que el avance del islamismo se torna sumamente peligroso.
Una sociedad estable es aquella que lucha constantemente por alcanzar un equilibrio. Si se rompe ese equilibrio, no puede restaurarse con facilidad. El equilibrio es fundamental. Aun en una era racionalista como la actual, que arroja dudas sobre todas las tradiciones, valores morales y convenciones sociales del pasado. Aun en una época en que la sociedad no se ve tal como la vio Burke, «como una continuidad entre los muertos, los vivos y los que están por nacer». Cuando el equilibrio peligra, debe ser preservado tanto por la clase política como por los ciudadanos. Lamentablemente, ello no se distingue hoy en Turquía, ni por el accionar del Gobierno ni de parte de la sociedad civil.
La pérdida de reverencia por el pasado es algo específicamente moderno, tal como lo es la idea de que la humanidad está embarcada en una marcha a través de la historia hacia cierto paraíso secular en el cual el león habrá de convivir con el cordero. La falta de raigambre histórica y cierto desprecio respecto de límites para la acción política o personal está siendo significativamente distintiva en el gobierno de Erdogan, quien se mueve como en la tragedia del «hombre fáustico» pensando que puede trascender todas las leyes violando todos los límites.
Las manipulaciones llevadas al paroxismo en los discursos políticos del presidente turco, se articulan en expresiones que se oyen asiduamente de parte de su Gobierno, que niega el daño que ha ocasionado a su país con explicaciones que bien pueden aplicarse en la erosión freudiana de la restricción sexual o con el ataque keynesiano a la idea de la disciplina de la moneda.
La conducta de Erdogan no es extraña ni ajena a modelos populistas cercenadores de la libertad. Hectáreas de estiércol ideológico han sido excavadas desde 1945 hasta hoy por dirigentes como él. Ellas han dado la simple y expresiva definición de lo que es la ideología. Pero cuando se remueve el relato ideológico y discursivo, todo lo que queda es lodo, estiércol y relato. Nada más, solo eso.
En el caso particular de Turquía, la trama de complicidades necesarias para organizar y lanzar el golpe de Estado del pasado 15 de julio, junto con la violencia con la que se condujeron los golpistas en su asalto al poder -que diera lugar en la pérdida de cientos de vidas- justifican una investigación a fondo de la trama golpista y una depuración completa de las eventuales responsabilidades derivadas de cuantos, por acción u omisión, colaboraron con el golpe. Todos esos pasos, incluida la declaración del estado de emergencia, son legales y sujetos a la propia Constitución, incluso como ocurre en el contexto europeo y sujetos a mecanismos de notificación ante instituciones como el Consejo de Europa, del que Turquía es miembro y cuya misión es velar por los derechos fundamentales. No se hace necesaria la confrontación, el cierre de medios de prensa ni la pena de muerte.
Sin embargo, poco de lo que llevamos visto en Turquía en las semanas transcurridas desde el golpe se ajusta a lo esperable por parte de una democracia avanzada o en vías de aproximación a las principales organizaciones, desde la OTAN y pasando por el Consejo de Europa y la OSCE, que certifican la calidad de dichas democracias.
Al contrario, las cifras de detenidos, pero sobre todo la destitución de jueces, académicos, profesores y el cierre de más de 120 medios de comunicación dejan en evidencia que Erdogan, como él mismo ha reconocido, está utilizando el golpe de Estado para limpiar la administración turca y los medios de comunicación del país a los que hacía tiempo tenía caratulados y fichados como rivales políticos.
La Rochefoucauld dijo de la corte de Luis XVI en vísperas de la Revolución Francesa: «La toma de decisiones políticas se había degradado al punto de que las promesas se hicieron en la extensión en que los hombres esperaban, y que se mantuvieron en la extensión en que ellos temían». Con ello explicaba que las conductas democráticas de aquel momento no eran ni democráticas ni modernas. El presidente Erdogan, aunque no parezca, se muestra como uno de los más fieles exponentes contemporáneos de esa línea de pensamiento.
Que Turquía, un aliado esencial de la OTAN, se deslice por una pendiente autoritaria debe ser motivo de extrema preocupación. Tanto Washington como Moscú y las capitales europeas deben recordarle a Erdogan qué tentaciones debe abandonar y de qué lado debe situarse con toda claridad si no desea que Turquía quede fuera de la Comunidad Internacional.
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