Buscando los restos de la Transilvania judía, que antaño fue una suerte de pequeña Israel en el corazón de Europa, entre los Balcanes y Europa Central, hoy solo quedan ruinas, viejas sinagogas abandonadas para siempre, muchos cementerios perdidos y sin flores y algunos destellos, ya casi borrados por el tiempo, de una época que se intuye fue dorada, quizá en un tiempo breve pero incandescente en su esplendor. Suficiente para dejar un brillo perdurable, como una leve patina que se va oxidando con el paso del tiempo y que algún día será imperceptible, un simple rastro destinado a las crónicas históricas y a las enciclopedias en papel que ya casi nadie lee. Un memorial polvoriento, amarillento y tedioso nos hablará de aquellos hechos, de aquella vida perdida ya para siempre, pero luego del resto, de la existencia cotidiana que discurría por esos carriles, apenas quedará nada y la realidad desnuda denunciará el crimen. Nadie hablará tampoco, porque ya no les interesará a las futuras generaciones ni siquiera conocer su historia, de la perfidia que habitó antaño y que regó de sangre y dolor aquellas calles de Transilvania.
Recorriendo el gran cementerio judío de Cluj Napoca, dividido en varios recintos separados por nuevas construcciones y edificios monstruosos como para interrumpir de alguna forma el sueño eterno de los muertos, encontramos un espectáculo realmente deprimente. Parece que se trata de reducir al anonimato a los fallecidos, de hacerlos invisibles, como si no hubieran existido nunca, y, desgraciadamente, el mundo les creerá porque aquello de lo que no se conserva siquiera un fósil, es que realmente no ha existido.
Entre esas filas de tumbas, entre esas hileras ordenadas en otros tiempos, discurrieron miles de años, muchas vidas anónimas ahora pero con nombres y apellidos, con sentimientos, sufrimientos y también placeres, pero siempre como la parte de una vida que se esfumó a través de las chimeneas de los campos de la muerte. O hacinados en los guetos, esperando un final seguro, una bala homicida o la trepidante violencia del capricho de los genocidas. Guetos judíos de Oradea y Cluj Napoca, donde habitó el horror y luego el olvido, ciudades muertas de las sinagogas destruidas y los niños moribundos en las calles, de las ratas de alcantarilla y el hambre presentida en cada esquina. Ni siquiera había cementerios, se improvisaban en los ríos, las cunetas y los bosques.
Observo ahora meticulosamente, décadas después de todo lo que relato, el recinto sagrado. Paseo entre las tumbas de los húngaros y los rumanos, repletas de velas y flores, incluso restos de comida y bebida siguiendo la tradición eslava muy enraizada en Rumania de honrar a los muertos, y luego veo, abandonadas, dejadas al paso del infinito, destartaladas, descuidadas, sucias, degradadas e incluso rodeadas por la maleza, las tumbas de los judíos que no tienen a nadie que les recuerde. Sus rótulos en hebreo son el único testimonio de su paso por la vida, pero incluso estos mensajes, ininteligibles para la mayor parte de los visitantes que pasan por aquí, tampoco nos dicen mucho y parecen las últimas señales, los aullidos de dolor de los que se fueron de un mundo que nunca volverá y que se van hacia otro del que tampoco volverán. Estas lápidas, ahí dejadas, son los únicos eslabones que unen al presente con el pasado del que hablan las negras historias.
CONDENADOS AL ANONIMATO
Pregunto a un sepulturero por las “tumbas judías”, va vestido todo de negro con una ropa raída y sucia, embutida su cabeza en un gorro típicamente transilvano de piel y con un gesto como ausente, como si trabajara en este recinto sagrado pero podría estar haciéndolo en una carpintería. El misterioso enterrador no sabe si está caminando sobre un pedazo de la historia que, seguramente, desaparecerá para siempre o pisoteando un pedazo de tierra inerte carente de símbolos, restos y ruinas del pasado. No sabe nada de esos “judíos”, o finge desconocerlo. No le interesa, el pasado ya no es una parte de su patrimonio, de su herencia cultural, sino solo un montón de lápidas desaliñadas y descuidadas en una recinto que, por muy sagrado que sea, presenta un aspecto abandonado y despoblado, ajeno a la vida y a la muerte. Merodean algunos perros vagabundos, para darle un aire más desolador al camposanto, y recrear una escena ya de por sí siniestra.
El empleado del cementerio no teme a nuestro anonimato, a esa reducción de nuestra existencia a una mera sucesión de hechos presentes sin ninguna conexión con el pasado, sin ningún nexo con nuestras raíces destruidas quizá ya inevitablemente para la perpetuidad, sino que vive en una suerte de realismo mágico en que el presente es la proyección de lo que será el futuro, meros eslabones perdidos en un mar de olvido y extravío, leños que navegan sobre el mar sin destino ni dirección.
La destrucción de esta herencia, desde sus raíces y cimientos, forma parte de un exterminio sistemático que se inició hace años y que día a día se va perpetuando en esta forma de borrar la historia colectiva, que es parte, como europeos que somos, de nuestra historia individual. Se derrumban estas lapidas, incluso se apilan, como si fueran cromos sin ordenar y sin ninguna relación entre sí. Ya no son de este mundo porque la mayoría son irrecuperables, sino que pertenecen a una indiferencia anterior. Quizá mejor suerte tuvieron las lapidas del cementerio judío de Salónica que fueron colocadas por los nazis para pavimentar caminos e incluso construir una piscina.
Todas estas ideas, así desordenadas y apenas hiladas por ese hilo conductor que es la muerte, deberían hacernos reflexionar sobre muchas cosas, tal como antes lo habían hecho otros que se encontraron con la brutal dimensión del Holocausto y su significado tras haber sobrevivido milagrosamente a la tragedia, entre los que se encuentran Primo Levi, Paul Celan y Robert Flinker. Todos judíos, todos muertos, todos suicidas, qué trilogía tan misteriosa y singular allá donde las allá. Qué tiempos tan terribles les tocó vivir. Quizá a todos sin ni siquiera intuirlo. Quién sabe porque prefirieron morir de una vez a vivir en la ignominia de un mundo sin memoria.
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