El hecho de que en la palabra hebrea para juego, misjak, encontremos a jeshek, el deseo, dice más sobre este último que sobre el primero. Sencillamente porque el juego, un juego como el ajedrez por ejemplo, puede ser serio, reconcentrado, silencioso y casi estático, en tanto que el deseo es siempre dinámico, turbulento, balbuceante y desgarrado. Entonces, ¿a qué misterioso nexo entre uno y otro, deseo y juego, debemos el parentesco lingüístico? El Zohar sostiene que las palabras no caen el vacío. En su fonética profundidad son osmóticas y se comunican unas a otras, de modo que todas acaban, tarde o temprano, por encontrarse y significar, ya que sus raíces son materia del mismo árbol simbólico. Desde el punto de vista de su génesis, entonces, viene primero el deseo y luego el juego. Eso lo vemos en los rituales orníticos y en el desarrollo del amor cortés: el juego desemboca en la efusión afectiva, pero tanto el pájaro como el homo ludens antes de jugar han deseado a su dama, bien porque la vislumbran en sueños, bien por han rozado el aire encantado de su respiración. Mientras el trabajo se vive como opuesto al deseo, el juego lo complementa , extiende y perfecciona. El trabajo nos doblega y el deseo nos despliega.
El trabajo provee alimentos a nuestro apetito y paga por nuestro refugio, asegura la nutrición y adquiere o alquila el espacio de nuestro lecho. No siempre lo llevamos a cabo con gusto o por voluntad propia, suelen sofocarnos sus horarios y restricciones, sus deberes y obediencias ,en tanto que le deseo desata en su pasión el nudo de las horas y nos desnuda de aquello que las tareas cotidianas nos fuerzan a vestir. Por eso deseo y trabajo son antitéticos y quienes comercian con sus cuerpos y el deseo ajeno acaban por neutralizar el propio a la par que por anestesiar sus emociones. El deseo nunca se somete a otra ley que la de su oscura elección, de ahí las infinitas tragedias amorosas que se suceden aquí y allá tras haber saltado reglas y países. En cambio el trabajo y la ley van de la mano en la articulación social, incluso en aquellas sociedades primitivas en las que juego y tareas no están separados del todo. Desde el punto de vista numerológico hebreo, jesheq, el deseo, vale 408, lo mismo que sajak, reír. He aquí la relación de las fiestas con las gracias y los deseos para después del trabajo. El deseo se esmera en el tiempo libre, el trabajo lo tiene cautivo en su obligatoriedad. El primero busca nuestra continuidad biológica a todo costo, el segundo es dispendio, gasto, exceso.
Sin embargo, así como el juego tiene sus reglas y sus márgenes, que-más allá del tablero o la cancha- carecen de valor, el deseo tiene pocos pero inexorables límites y prospera, incluso, en lo marginal. Saber que juego y deseo tienen un mismo origen debería tranquilizar nuestro corazón y relativizar nuestros valores. Otra cosa, desde luego, es el amor, que siempre sobrevive a los desplantes del deseo y sí puede trabajarse, pulirse, mejorarse. Volviendo a nuestro Zohar o Libro del esplendor, su sabiduría acota que el Creador no está en ningún lugar en el que hombre y mujer no estén juntos, intimidad con intimidad compartidas. Tal vez sostenga eso porque la cifra del Tetragrama, 26, más el valor de la expresión be-leb saméaj, 382, cuyo significado es con alegría, da ni más ni menos que 408, o sea jeshek, deseo. Ante tales sincronías, frente a esas sutiles coincidencias, en medio de razones tan poéticas ¿quién se atrevería a decir que vivir no es un milagro?
Mario Satz
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