Diez años después de alinearse implícitamente con los israelíes en el Líbano, es un secreto a voces que los saudíes permitirán a los aviones de combate israelíes sobrevolar su espacio aéreo si Jerusalén decide eliminar las instalaciones nucleares iraníes. Los saudíes lo niegan oficialmente, pero muchos funcionarios anónimos han dicho que es cierto que los desmentidos de Riad para guardar las apariencias ya no engañan a nadie.
Los saudíes sólo están haciendo lo que es lógico. Israel y los Estados árabes suníes tienen los mismos enemigos: el régimen iraní, el régimen de Asad en Siria, Hamás y Hezbolá; y, como dicen los árabes desde tiempos remotos, “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”.
Puede que los israelíes y los árabes nunca se tengan simpatía, pero tampoco es necesario. Miren a los griegos y los turcos. Se han odiado visceralmente durante cientos de años, se dieron a la limpieza étnica en 1923, y de nuevo en la isla de Chipre en la década de 1970, pero la Unión Soviética era un pararrayos durante la Guerra Fría y dejaron a un lado su larga hostilidad y accedieron a cooperar entre sí en el marco de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
De igual modo, durante mediados y finales del siglo XX, Israel fue una especie de pararrayos en Oriente Medio que unió a los árabes. Hoy, el pararrayos es Irán. La auténtica amenaza iraní está uniendo a la mayoría de los Estados árabes y provocando importantes reflexiones sobre la no-amenaza que representa el Estado judío.
Este discreto realineamiento regional es el mayor fracaso diplomático y propagandístico de Teherán. Cuando el régimen revolucionario derrocó al sah en 1979, Jomeini intentó ganarse el apoyo del mundo árabe señalando a la denominada Entidad Sionista como una amenaza para todos los musulmanes. Tenía mucho trabajo por delante. El odio a los judíos nunca fue una fuerza tan potente en la cultura persa como lo había sido históricamente en la árabe. Para los persas, los árabes –y no los judíos– eran y son el ancestral enemigo implacable.
Los nuevos gobernantes de Irán aspiraban a la hegemonía regional, pero jamás lo lograrían si la región no se movilizaba en torno a ellos. Su mejor opción, tal vez la única, era unir a todos los musulmanes –suníes, chiíes, árabes y persas– contra los judíos. Así que Jomeini abandonó la alianza de Irán con Israel y dio su apoyo a milicias terroristas como Hamás y Hezbolá.
En The Persian Night, el periodista iraní Amir Taheri resume así el discurso jomeinista a los árabes:
Olvidaos de que Irán es chií y recordad que hoy es la única potencia capaz de cumplir vuestro mayor anhelo: la destrucción de Israel. Los Hermanos Musulmanes, suníes, os prometieron que echarían a los judíos al mar en 1948, pero fracasaron. Los nacionalistas panárabes, liderados por Naser, os llevaron a una de vuestras mayores derrotas de la Historia, con lo que facilitaron que Israel capturara Jerusalén. Los baazistas de Sadam Husein prometieron “incendiar Israel”, pero acabaron llevando a los infieles americanos a Bagdad. Yaser Arafat y los ‘patriotas’ palestinos prometieron aplastar al Estado judío, pero se convirtieron en colaboracionistas en nómina. A Osama ben Laden y Al Qaeda jamás les importó un comino Palestina, se centraron en operaciones espectaculares en Occidente para publicitarse. El jeque Ahmed Yasín y Hamás hicieron todo lo que pudieron para destruir a Israel, pero no tenían la fuerza necesaria; eran moscas atacando a un elefante. La única fuerza que tiene la voluntad y la capacidad de cumplir vuestro sueño de un Israel abrasado y de ahogar a los judíos es la República Islámica creada por Jomeini.
Era un plan astuto. Israel podría haber sido el pararrayos que aunara a árabes y persas, a suníes y chiíes. En cambio, lo que está sucediendo es que las tribus semitas se están aproximando lentamente.
El pasado verano, el general saudí Anwar Mayed Eshki y el diplomático israelí Dore Gold celebraron un encuentro público en el Council on Foreign Relations. Empezaron estrechándose la mano ante las cámaras, algo que habría resultado inconcebible hace sólo un par de años. Eshki expuso la agenda de Arabia Saudí para Oriente Medio, que incluía un cambio de régimen en Irán, la unidad árabe, un Ejército regional árabe y un Kurdistán libre. Sin embargo, la prioridad número uno de Arabia Saudí era, por encima de todo, la paz entre israelíes y árabes.
No es sólo Riad el que está realizando aproximaciones. Los propios ciudadanos saudíes también ven la región de manera diferente a como solían. Una encuesta realizada recientemente por el IDC Institute for Policy and Strategy reveló que sólo el 18% de los saudíes consideran a Israel su principal enemigo; el 22% dijo que ese distintivo le corresponde al ISIS, mientras que un enorme 53% señaló a Irán.
Las relaciones entre ambos países avanzaron un centímetro más en abril, cuando El Cairo transfirió el control de las islas de Tirán y Sanafir a Riad. Esas islas han sido muy importantes en el conflicto árabe-israelí en varias ocasiones, pero es probable que no lo vuelvan a ser. No tienen valor por sí mismas –no tienen recursos, ni población, ni nada–, pero un rápido vistazo al mapa demuestra su importancia geopolítica. Y es que suponen un cuello de botella en los Estrechos de Tirán, entre el Mar Rojo y el Golfo de Aqaba. Cualquier barco que quiera llegar a Israel o Jordania desde el sur tiene que atravesar esa zona, y la travesía hasta allí es de tan sólo unas pocas millas. Una persona en buena forma podría cruzarla a nado sin demasiados problemas.
En 1950, en los albores del conflicto árabe-israelí, los saudíes pidieron a los egipcios, más poderosos, que tomaran el control de las islas porque temían que los israelíes pudieran hacerse con ellas. Tal como temían los saudíes, seis años después los israelíes se apoderaron de la Isla de Tirán durante la Crisis de Suez, en 1956, y de nuevo en 1967, cuando el presidente Gamal Abdel Naser bloqueó los Estrechos y precipitó la Guerra de los Seis Días. Los saudíes no habían sido capaces de contener a los israelíes, pero resultó que tampoco pudieron los egipcios.
Las cosas se han calmado en este tiempo. Tanto los egipcios como los saudíes entienden perfectamente que cualquier amenaza militar contra sus regímenes procede ahora mismo de los iraníes y no de los israelíes, así que Egipto devolvió el control de las islas de Tirán y Sanafir a Arabia Saudí.
El dictador de Egipto, general Abdel Fatah al Sisi, ha resultado ser un ferviente defensor del tratado de paz egipcio-israelí, no por afecto a los israelíes –sin duda no lo siente–, sino porque, como todos los oficiales del Ejército egipcio, es dolorosamente consciente de que otra guerra con Israel sería tan destructiva como todas las anteriores. Y es lo suficientemente realista para saber que los israelíes no se levantarán una buena mañana y decidirán bombardear El Cairo porque sí.
La devolución de las islas a los saudíes “nos concierne y no nos molesta”, dijo el diputado israelí Tzaji Hanegbi. “Los saudíes, comprometidos con la libertad de navegación sometida a las leyes internacionales, no contravendrán lo esencial del acuerdo entre Egipto y nosotros en este punto, y la libertad de navegación en Aqaba y Eilat seguirá siendo la misma”.
“Hay un acuerdo y varios compromisos aceptados por Egipto en relación con estas islas, y el reino se atendrá a ellos”, dijo el ministro de Exteriores saudí, Adel al Yubeir, refiriéndose al tratado de paz egipcio-israelí que garantiza el tránsito de barcos israelíes a través de los Estrechos de Tirán.
Al acceder públicamente a respetar el derecho de Israel a esta vía marítima en concreto, los saudíes están accediendo implícitamente a, como mínimo, una parte del tratado de paz egipcio-israelí, a pesar de que no exista aún ningún tratado de paz oficial entre Jerusalén y Riad.
Qué lejos han llegado esas dos pequeñas islas. Empezaron siendo piezas en el tablero del conflicto regional árabe-israelí y ahora simbolizan el deshielo que tanto se hizo esperar.
Sólo un mes después, en mayo, el príncipe saudí Turi al Faisal se reunió con el general israelí retirado Yakov Amidror en el Washington Institute for Near East Policy. Después de darse un apretón de manos, el director de dicha institución, Robert Satloff, moderó un diálogo harto llamativo entre ambos.
Faisal asombró al público. “Con la cooperación entre los países árabes e Israel, seremos mucho más fuertes”, dijo a la hora de analizar potenciales amenazas, procedentes de Irán o de cualquier otro sitio. “Y no veo ninguna dificultad en particular para acometerla”.
El conflicto israelo-palestino es el único escollo que queda. “No hace falta una revelación divina o ser un genio como Einstein para saber qué es la paz”, dijo Faisal. Y añadió:
Consiste en dos Estados, con intercambio de territorios, y una declaración de paz por ambas partes que lleve a los países árabes a reconocer a Israel y establecer relaciones normales con él, a cambio de que Israel acepte un Estado palestino en la Margen Occidental y Gaza (…) Si podemos llegar ahí, pensemos en qué podemos lograr en ciencia, tecnología y cuestiones humanitarias, en todas las cosas que necesitan atención.
El conflicto israelo-palestino sigue siendo un enorme problema, pero evidentemente ya no es el cuello de botella que era antes.
Los saudíes no son los únicos cuyas posturas están evolucionando. La actitud de los israelíes también está cambiando. “Lo que pensamos aquí en Israel sobre los saudíes ya no es exactamente lo mismo que antes”, ha dicho Alex Mintz, del IDC. Lo mismo ocurre con la opinión saudí sobre los israelíes. Como le dijo el general retirado Simón Shapira a un periodista, “hemos descubierto que tenemos los mismos problemas y desafíos, y que algunas de las respuestas son las mismas”.
Gran parte de Oriente Medio sigue resistiéndose obcecadamente al cambio, pero la historia es un río, no una estatua, y al final las cosas acaban pasando.
© Versión original (en inglés): World Affairs Journal
© Versión en español: Revista El Medio
Parte 1
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