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| lunes diciembre 23, 2024

Los frutos indehiscentes


 

Se llama fruto indehiscente al que, como la nuez o la avellana, no se abre por sí mismo. Exigen, esos frutos, la rotura de sus duras cortezas, cortezas que en lenguaje kabalístico llevan el curioso nombre de klipots. En hebreo klipá no es únicamente una cáscara, también y en sentido figurado alude a un mal espíritu, a un impedimento, a un aislamiento que debe quebrarse si uno quiere comunicarse consigo mismo y con los demás. El hecho de que algunos maestros como Gikatilla hablen del ´´huerto del nogal´´ y aludan a la nuez como un modelo de la cabeza humana con su cráneo y su cerebro, y algún otro evoque la almendra y su relación con lo sagrado por el nexo entre shaked y kadosh , nos sitúa ante los frutos indehiscentes como ante unos mínimos y frutales cofres de secretos, la rotura de cuyas secas  y duras superficies permitiría el acceso a un interior dulce, sabroso y alimenticio.

Desde el punto de vista botánico tales durezas son corazas, protecciones para que los pájaros no acaben con la continuidad de las especies que  producen los mencionados frutos, pero cuando consideramos el aspecto espiritual del asunto surge una tarea no siempre fácil de llevar a cabo: es preciso romper, quebrar ciertos hábitos y prejuicios si queremos nutrirnos del interior seminal de las cosas. La costumbre, la inercia, la observación obsesiva de las reglas, un exceso de conservacionismo y otro poco de pereza hacen que la vida cotidiana se fosilice en sus repeticiones tornándonos insensibles para lo fluido y vívido . Aplicando lo precedente a los textos bíblicos, se comprende que los estudiantes, los kabalistas, rompan a veces las palabras con el fin de llegar a su raíz y poder aprovechar así mejor sus virtudes. Por otra parte, y dado que en el verbo romper, lishbor, encontramos a basar, la carne, la carne humana, y puesto que somos definidos por la Biblia como basar ve-dam, carne y sangre, parece inevitable que pasemos de una piel a otra a través de sucesivas heridas y cortes. El único psicólogo contemporáneo que se acercó al tema fue el peculiar Wilhem Reich, quien en su teoría de la coraza que nos endurece la zona  del hipocondrio cifraba la paralización de las emociones y su eventual degeneración en enfermedad.

Para él el quid de la cuestión era la represión, el ocultamiento, la censura, sobre todo en el plano de lo físico. En tanto que para los kabalistas esas durezas eran, y son,  sobre todo psíquicas y su cura, aunque nos parezca mentira, es filológica. Por más que su corteza sea dura las avellanas, las almendras y las nueces no dejan de ser alimenticias, y en grado extremo debido a sus óleos esenciales y aminoácidos. De manera que podemos pensar otro tanto de las palabras de la Tradición: si no alcanzamos su fondo conceptual, su meollo, su código secreto, en lugar de constituir una red que nos permita pescar los textos se convierten en una red que nos atrapa, sujeta y entorpece la acción reflexiva. Por más que el uso haga de las palabras monedas gastadas, todavía es posible comprar felicidad con ellas. Tanto en el Séfer ha-bahir  como en el Zohar,  escritos primordiales de la Kábala, vemos ejemplos sobre cómo se rompen las palabras en sucesivos midrashim o análisis y luego se vuelven a soldar, adquiriendo, en la operación, un incremento de luz comprensiva.

Puesto que la palabra hebrea para cicatriz, tzaleket, tiene el mismo valor numérico que la tríada del Arbol de la Vida, jokmáh, bináh ve-daat ,sabiduría, entendimiento y ciencia  respectivamente, parece más que obvio que, como dice el poeta, no debemos temer a ninguna cicatriz. Aclaran el lugar de la herida.

 
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