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| jueves noviembre 21, 2024

Aquelarre en La Habana


La reunión de los países del ALBA en La Habana no ha tenido desperdicio. Liderados por un Hugo Chávez pletórico y radiante, que casi llega al levitamiento tras pasar por el delirio, los representantes de los países de esta suerte de segundo Pacto de Varsovia latinoamericano con pretensiones hegemónicas para todo el continente han vuelto a los viejos, manoseados y manidos discursos que algunos creían que no se iban a volver a desempolvar tras el final de la guerra fría.

Pero no ha sido así y, como si en una máquina del tiempo nos encontrásemos, los países del Alba, entre los que destacan Bolivia, Cuba, Ecuador y Venezuela, junto a otros de menor peso, han condenado al imperialismo norteamericano y se han solidarizado con el depuesto presidente de Honduras, ese gran histrión de la telenovela y el sainete que es Mel Zelaya, nuestro cowboy en Tegucigalpa y el hombre que no se sabe entero el Padre Nuestro.

Incluso algunas, llevadas por el dulce encanto de la traición a su país, como la canciller del inquilino de la embajada de Brasil, Patricia Rodas, han apoyado estas medidas y se han sumado a las sanciones contra los cada día más abatidos hondureños. Ya hace unas semanas sorprendió al planeta entero el ministro de turismo del infortunado Zelaya solicitando al mundo que no se viajase a Honduras, que es algo así como si el ministro de finanzas pidiese a los inversores extranjeros que no inviertan en su país…La vileza y el oportunismo político de la vieja guardia pretoriana de Zelaya no tiene parangón. Pura canalla política vendida al mejor postor por unas monedas. El poder por el poder.

Luego estaba allí, en La Habana, Daniel Ortega, desposeído de su uniforme color verde oliva y de su viejo encanto revolucionario de los ochenta, cuando entró en Managua para hacer la revolución romántica que acabó en fiasco y guerra, no sin antes haber contribuido de una forma altruista y desinteresada al reparto de los bienes de los antiguos somocistas entre sus colegas sandinistas, entre los que destacaba ese gran granuja que es su hermano, el ex comandante Humberto Ortega. Fue lo que se llamó la Piñata Sandinista y que los nicaragüenses de bien conocen muy bien. Qué puñado de granujas. Hoy, el pobre Daniel Ortega no es más que un carcamal enmohecido por el paso del tiempo, carente de un discurso coherente, ceñido a un viejo retórica revolucionaria que no se cree ni el mismo y manejado vilmente, como todo el mundo sabe en Managua, por la «bruja del régimen», su adorada y vilipendiada esposa Rosa Murillo, sin cuyo permiso no se mueve ni siquiera una hoja en la triste roja Nicaragua.

No podían faltar a la cita los inseparables Evo Morales, por Bolivia, y Rafael Correa, por Ecuador, que son algo así como los Hernández y Fernández del ALBA, siempre dispuestos a reírle las gracias al bocazas de Caracas y rindiéndole pleitesía de una forma miserable, sin atisbo crítico claro, con tal de que sus arcas rebosen de los petrodólares que el pueblo venezolano tan generosamente como secretamente les entrega a este par de sinvergüenzas. Ambos, cuyo clientelismo financian a merced del dinero de Chávez, repiten como loros las consignas que sus jefes de La Habana y Caracas les dictan, formando así parte del obediente corifeo del ALBA, que cada día que pasa se parece más a un congreso del difunto PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética) que a un encuentro que mereciera tal nombre.

Finalmente, y como no podía ser menos, los últimos dos dinosaurios de la isla caribeña, los hermanos Castro, también se hicieron presentes en el acto. Uno de ellos utilizó el género epistolar, vía para Chávez, para apelar a los asistentes a que continúen en la lucha y no baje la guardia ante el imperio «bajo la sonrisa amable y el rostro afroamericano de Barack Obama». No podía ser menos que Fidel, quien lleva más de medio siglo atormentándonos son sus insufribles y somníferas soflamas aunque a él, personalmente, la historia le absolverá para siempre, según dice en un opúsculo que comenzó como testamento para la posteridad y terminó en tormento para Cuba. Y luego el otro, Raúl, erre que erre, siguiendo la estela del máximo líder, que es su hermanito, y repitiendo, con ese gesto ya cansado y hastiado de que la larga historia que comenzó en 1959 también le absuelva, los viejos dogmas del pasado y los lemas ya caducos, repetidos hasta la saciedad para una sociedad ya cansada de esperar en la cola de un porvenir que nunca llega. Ni siquiera en las canciones de los soporíferos Pablo y Silvio.

Así las cosas, y ante semejante auditorio, el maestro de ceremonias, Chávez, cerró el ritual, invocó a los espíritus, maldijo a diestro y siniestro, repartió sus consabidos odios y celebró tanta obediencia y complacencia como su desaforado ego se lo permitía. No se sabe si en este aquelarre los presentes sacrificaron un macho cabrío, como manda el ritual, y si Satán mismo se les apareció, de lo que cabe ninguna duda es que nunca en la historia de los aquelarres, que es tan larga casi como la vida misma, semejante galería de personajes se habían dado cita en un mismo sitio. El aquelarre de La Habana, retransmitido con todo lujo de detalles por todos los canales de televisión, incluida la «imperialista» y «sionista» CNN, no ha tenido desperdicio y ha sido todo un espectáculo de política-ficción casi único e irrepetible. Lástima que Zelaya, tan cansado, aburrido y aturdido en la embajada de Brasil en Tegucigalpa, se lo haya perdido. Es lo único que realmente sentimos, esperemos que se repita.

Ricardo Angoso

rangoso@lecturasparaeldebate.com

 
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