Quien observase los desfiles militares de Hamás vería que en ellos los niños participan como pequeños soldados con falsos explosivos y ropa de fajina, una moda que al parecer ha cundido por estas tierras pues de igual modo, aunque sin uniforme, iban los terroristas de la célula de Ripoll, niños grandes de cerebro plano con aspecto deportivo, ni famélicos ni nerviosos. Una cámara de vigilancia registró sus ademanes y sonrisas horas antes del atropellamiento de Cambrils, su aspecto festivo y sereno. Comprando pan y tortilla para su última cena. Verlos en esa actitud es aún peor para las víctimas, ahora que sabemos que quemaron sus documentos horas antes y comenzaron a rodar hacia la fatalidad propia y ajena. La teoría de que esos cinturones o cartucheras se llevan para asustar a la policía y a sus acosadores en caso de necesidad es cierta a medias: también es verdad que para ellos el vudú, la magia simpática es superior a la realidad. En el mundo árabe se queman muñecos de presidentes y banderas, se imita, en tela y cartón, a los malos para darles una paliza. Oscuro juego de niños, actos de seres primitivos que aceptan las caricaturas cuando no son ellos los caricaturizados.
Dado que la policía halló, en la casa de Alcanar destruida por la explosión, un cinturón con explosivo real que, según parece, pensaba emplear el líder para inmolarse, se ve que sus discípulos lo imitaron sin que les alcanzase la pólvora para rellenar su impedimenta. Todo fue una mala, trágica, espantosa chapuza. Que el Estado Islámico los llame leones del Islam y emita un video en el que se condena a España por los crímenes de la Inquisición contra los musulmanes, a la par que se enaltece Al Andalus, revela hasta qué punto el negro romanticismo de esas gentes no soporta la felicidad o el bienestar de los demás y hace del fracaso un éxito, del presente un mero período para idealizar el pasado. El Islam en su conjunto añora sus días de gloria porque no soporta su mediocre actualidad, el anquilosamiento de sus instituciones y el continuo desangrarse de sus pueblos. Las estadísticas están allí para mostrarlo: los jóvenes árabes se van a estudiar lejos de sus países porque sus centros académicos hace tiempo que no tienen mucho que ofrecerles. Indudable, el nexo entre desarrollo y estudio no se da como corresponde en la mayoría de las naciones de la media luna. La pieza que falta para que ese nexo sea fluido se llama libertad, capacidad crítica de reconocer los propios errores e intentar una y otra vez superarlos.
He leído una carta de una de las asistentes sociales que los trató- a los terroristas-, y que hoy tiene el corazón roto por ellos y por sus víctimas. Se pregunta qué ha hecho, qué se ha hecho mal ignorando que ese mal no subyace en la educación y el trabajo occidentales que los asesinos experimentaron si no en sus propias fuentes, aletargadas pero no dormidas, marginadas unos años para retomarlas luego con una furia incontenible. Un ínfimo porcentaje de la comunidad china de España se entrega al hampa y la falsificación; algunos peruanos y colombianos a robar, los paquistaníes a vender flores y regentar pequeños supermercados, los bolivianos a la construcción y sus mujeres a las tareas del hogar. No alquilan furgonetas para matar infieles ni compran cuchillos para degollar transeúntes; ahorran con mucho sacrificio los euros que les permitan adquirir un trozo de tierra en sus países de origen, como probablemente hicieron los padres de los terroristas. En algún punto del sistema circulatorio islámico hay una grave infección y los hospitales en los que podrían curarla están siendo bombardeados o están en Israel. Afortunados aquellos que viven en el país que dicen odiar o, mejor, que no pueden amar. Porque ese es, en el fondo, el problema del Islam. La falta de amor.
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