La semana pasada, el Mecanismo Conjunto de Investigación de Naciones Unidas se convirtió en el cuarto organismo exploratorio independiente en confirmar que el régimen sirio fue directamente responsable de un ataque con gas sarín contra civiles perpetrado el 4 de abril. Murieron más de ochenta personas, “la mayoría mujeres y niños”, según la ONU. Otras 500 resultaron gravemente heridas. El uso de armamento químico en los campos sirios de batalla se ha convertido en algo alarmantemente habitual por parte del régimen de Asad. “No nos sorprende”, declaró la portavoz del Departamento de Estado, Heather Nauert. “Buscaremos que se haga justicia con el pueblo sirio”.
El Departamento de Estado tiene una extraña forma de demostrarlo.
A la hora de determinar la legitimidad del presidente sirio, Bashar al Assad, y su papel en Damasco, el Departamento de Estado ha sido tan inequívoco como un dulce salado. Según el secretario de Estado, Rex Tillerson, “Estados Unidos quiere una Siria entera y unificada sin que Bashar Assad desempeñe papel alguno en su gobierno”. Al menos, eso fue lo que dijo la semana pasada.
Cuando fue nombrado jefe de la diplomacia estadounidense, Tillerson asumió dicha función en la Administración de un presidente que hizo campaña con la idea de que Bashar al Assad es un aliado natural de EEUU en la lucha contra el Estado Islámico en Siria (no lo es). Dada su evidente deferencia hacia el hombre fuerte de Moscú, era lógico que Trump considerara al vasallo de Vladímir Putin en Siria un amigo potencial. Tal vez Tillerson estaba intentando transmitir lo que había interpretado como ambivalencia hacia Assad por parte de Trump cuando dijo en marzo: “El pueblo sirio decidirá el estatus a largo plazo del presidente Asad”.
Puesto que “el pueblo sirio” ha pasado la mayor parte de los últimos siete años sumido en una guerra civil sin tregua por precisamente esa cuestión, eso se interpretó como un aval de facto a la legitimidad del régimen de Assad. Lo cual no sentó nada bien a los aliados suníes de Estados Unidos en la región, y Tillerson se vio enseguida obligado a remarcar que sólo estaba haciendo una valoración objetiva de la realidad sobre el terreno.
“El papel futuro de Assad es incierto”, declaró el secretario de Estado en abril. “Sin duda, y con los actos que ha cometido, no parece que vaya a tener ningún papel en el gobierno del pueblo sirio”. Como si hiciese falta tener más confirmaciones que los comentarios de Tillerson iban dirigidos a los Estados árabes suníes contrarios a Assad, que han corrido un alto riesgo apoyando operaciones encubiertas para debilitar su régimen a lo largo de los años, Tillerson insistió en que no había habido ningún cambio “en relación con nuestras actividades militares en Siria”.
Pero se avecinaba uno. En julio, Foreign Policy informó que Tillerson le había dicho al Secretario General de Naciones Unidas, Antonio Guterres, que el destino de Assad dependía de los rusos. Considerando que Rusia ha llevado a cabo una intervención militar sostenida con el objetivo principal de apuntalar la debilitada posición de Assad, era improbable que Moscú actuara contra su lacayo de Damasco. Pero resulta que la confesión de Tillerson no eran sólo palabras vacías. Esa misma semana se supo que Trump había ordenado a su asesor sobre seguridad nacional y al director de la CIA que descartaran un programa de la época de Obama que hacía llegar armas y ayuda a grupos rebeldes explícitamente anti-Assad.
La medida vino en un momento de crecientes y peligrosas confrontaciones entre las fuerzas estadounidenses y sus aliadas y las rusas, así que quizá Washington pensó que una concesión unilateral podría rebajar las tensiones. O tal vez la Administración Trump nunca creyó realmente que fuese tarea suya presionar a Asad para que renunciara. En cualquier caso, fue un regalo para Putin y Assad y para las diversas facciones islamistas en Siria, que seguramente han conseguido un nuevo flujo de reclutas al quedar un solo polo contra Assad.
Quizá el Departamento de Estado no valora su propia credibilidad, o quizá está recibiendo señales contradictorias de la Casa Blanca. Sea cual sea la razón, sus funcionarios no han dado a los que están en la región la menor razón para que les crean cuando dicen que Assad no tiene cabida en el futuro de Siria.
Los diplomáticos estadounidenses deberían administrar mejor su honestidad. Es todo lo que tienen.
© Versión original (en inglés): Commentary
© Versión en español: Revista El Medio
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