Por Israel


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| martes noviembre 26, 2024

Negacionismo capital


Dicen que el negacionismo es la distorsión ilegítima del registro
histórico, de tal manera que ciertos eventos aparezcan de forma más
favorable o desfavorable. Para nosotros los judíos, esta definición tiene siempre la forma de la segunda opción, cultivada por nostálgicos de un pasado
totalitario que intentan descargarse de las culpas del holocausto. Pero en
los tiempos que corren asistimos a una nueva forma de negacionismo (mejor,
“nega-sionismo”) que parece una de las etapas del duelo descritas por la psiquiatría, sólo que, en este caso, aplicada no a individuos sino a grandes naciones, poniendo al descubierto las reticencias de muchas de ellas para admitir la realidad.

Nadie cuestiona la capitalidad de los estados excepto en el caso de Israel, siendo Jerusalén no sólo la sede de su gobierno, sino habiendo sido durante milenios la médula del pueblo judío disperso por el mundo, que dirige aún hoy sus plegarias en aquella dirección, que la menciona cientos de veces en sus textos sagrados y de cuya geografía deriva el nombre del anhelo y el movimiento político de retorno, el sionismo. Antes, incluso fue la capital del reino de Judea, sucesor del de Israel. Nunca tuvimos otra capital, ni nunca ningún otro pueblo la tuvo como tal, ni siquiera de provincia.

Negar la realidad es estúpido, pero cuando lo hacen las naciones resulta malicioso y discriminatorio. La estulticia diplomática llega al extremo de rechazar una historia que es la propia, como las decisiones tomadas recientemente en la UNESCO que desvinculan a la ciudad de cualquier pasado judío y votadas (a favor o por abstención) por la mayoría de los países de raíz cristiana. Si Jerusalén no es judía, todo el sustento del relato de Jesús se desmorona: ¿no es ésta una forma de auto-deicidio?

Algunos dicen basar su no reconocimiento de la capitalidad israelí (atribuyendo falsamente para ello esta categoría a Tel-Aviv, que nunca la proclamó así) en la Resolución 181 de Naciones Unidas de 1947 que establecía para Jerusalén un “corpus separatum” (un régimen internacional). En otras palabras: si los palestinos pretenden la retirada de Israel a las fronteras anteriores a 1967 (determinadas por un simple armisticio o cese de fuego y no fruto de un acuerdo), los que no aceptan la capitalidad de Jerusalén quieren retrotraernos a la época anterior a la propia creación del estado de Israel, cuando se votó una Partición del Mandato Británico en la zona, que una de las partes rechazó de forma tajante y violenta amparándose en la invasión de siete ejércitos foráneos.

La obsesión por desfigurar el paso del tiempo me recuerda al local de un nazi refugiado en España que conocí y que ostentaba significativamente un reloj que avanzaba en sentido contrario al habitual. El negarse a reconocer las evidencias amparándose en cómo nos gustaría que fuese el universo es un síntoma de inmadurez que las sociedades actuales no pueden permitirse si no quieren acabar esclavizadas por la mentira.

 
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