Tras un siglo de violencia contra los judíos en lo que entonces era la Palestina bajo Mandato Británico y desde hace 70 años el estado de Israel, muchos se preguntan si existe alguna salida, algún sendero hacia la paz que no se haya intentado y frustrado. El desconcierto es especialmente devastador cuando se aplican métodos de pensamiento occidentales y modernos a realidades ancladas en otros paradigmas. Uno de esos elementos modeladores es sin duda el propio lenguaje. En el ambiente semántico semita (de los idiomas árabe y hebreo) las palabras están vinculadas a textos con mayor carga simbólica que las propias banderas nacionales, y son capaces de estructurar las acciones.
El caso que nos ocupa, la paz, tiene en la lengua hebrea una raíz etimológica determinante. “Shalom” se basa en la sucesión de las letras shin, lamed y mem, con la que se construyen también palabras como pagar (leshalem), entero o completo (shalem) y su derivada aceptar (lehashlím), en el sentido de abrazar las consecuencias de la verdad y las evidencias. Es decir, en hebreo la paz del “shalom” no es simplemente un estado de no agresión bélica, sino del equilibrio que se deriva de no tener deudas o reservas (haber “pagado” las consecuencias), de sentirse “entero” con el otro (sin nada que reclamarle) y aceptando compartir el espacio y el tiempo. Según estos parámetros tan exigentes, la paz auténtica comienza por el reconocimiento del otro: no necesita ser nuestro hermano o amigo leal, pero sí estar dispuesto a aceptar la realidad de nuestra existencia.
Quizás ese sea el mayor de los problemas que arrastramos con el mundo árabe: ellos siguen negándose al hecho de que hemos llegado (para nosotros, vuelto) para quedarnos; y nosotros a reconocer que, aunque la historia del “otro” no se sustente en nuestros mismos parámetros, tienen el mismo derecho a reclamar una parte del terruño, no por cuándo llegaron, sino simplemente porque están. “Lehashlím ‘im ha’uvdá”: aceptar (pagar, completar, hacer las paces con) la evidencia. Y es evidente que ni unos ni otros piensan abandonar el lugar.
No son los únicos que tendrían que revisarse la vista y la memoria. Por ejemplo, los líderes polacos, que han aprobado una ley para castigar con la cárcel a quien pretenda hacer las paces (aceptar, pagar, completar) con las evidencias históricas. Y es que, dejando ahora las lenguas semíticas, lo contrario de la aceptación es la negación, esa actitud hacia un pasado aberrante que creíamos confinado a un círculo mínimo de nostálgicos del horror, pero que se ha convertido en “Trending Topic” de los escenarios más luctuosos y sus instituciones democráticamente elegidas: Ucrania, Lituania, Hungría y ahora también Polonia. Aceptémoslo.
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