Marta González Isidoro
Infomedio
Febrero de 2012
Era evidente que el cambio político en el Mediterráneo árabe occidental y en Oriente Medio tenía que producirse de un momento a otro. Venía siendo evidente, predecible y deseable desde que el llamado Nuevo Orden Internacional sustituyera al viejo sistema bipolar tras la Guerra del Golfo, en 1991. Ya entonces se puso de relieve la similitud de problemas y desequilibrios que afectaban a todo el conjunto de países que configuran el llamado Mundo Árabe. El hasta entonces tranquilo escenario estratégico Este-Oeste se revolucionaba y forzaba la aplicación de un nuevo enfoque Norte-Sur. Las relaciones euro-árabes se resentían y la evolución interna de las sociedades magrebíes hacia el fundamentalismo islámico era sólo cuestión de tiempo. Argelia fue el primer ejemplo – y la primera alarma – de lo que significaba avalar el proceso democrático en un entorno cultural y social ajeno a esta práctica.
Pero Europa ha seguido estando miope a la evolución y deriva de los regímenes allende del Mediterráneo. Y el miedo al fundamentalismo islámico, unido a la comodidad de echar balones fuera y esconder la cabeza como el avestruz, ha permitido el mantenimiento en el poder durante décadas de sátrapas que, además de perpetuarse como momias encadenadas a los privilegios derivados del uso y abuso de la fuerza legal, han desvalijado los recursos y riquezas de unas tierras fundamentalmente esenciales para el sostenimiento de la seguridad energética de Europa.
El futuro del Mediterráneo y de toda la región depende esta vez de cómo la Comunidad Internacional, especialmente la Unión Europea, sea capaz de gestionar la crisis desatada hace ya un año en Túnez, Egipto, Marruecos, Libia, Siria y Yemen, y extendida, por un efecto dominó, por todo el crisol árabe-musulmán: Bahrein, Kuwait, Jordania, Irán e incluso las tranquilas monarquías del Golfo. A Argelia, por el momento en stand-by, le llegará también su eco. Es sólo cuestión de tiempo. Europa aun no habla con una sola voz, y cuando lo hace, se limita a dar lecciones de grandeza moral. Como si la repetición de eslóganes – “sé bueno”, “no reprimas a tu pueblo”, “pórtate bien y controla tus fronteras”, “escucha a tu gente”… – fuera suficiente.
La llamada “primavera árabe” está dando paso a un proceso de transición lento y muy difícil. Un “otoño árabe” que terminará en “invierno” gélido si de la incertidumbre tras el triunfo de los islamistas mal llamados moderados pasamos al miedo porque los partidos más oscurantistas terminen cooptando el poder y cerrando, de nuevo, la puerta a la modernidad. Un proceso que, en cualquier caso, se vislumbra ya irreversible.
Pero esta rebeldía tiene también matices. No se trata de un clamor por la libertad y la democracia. No, al menos, como lo entendemos en Occidente, aunque el uso de las nuevas tecnologías y las redes sociales nos estén dando esa impresión. No nos confundamos. Tampoco seamos ingenuos. Dignidad y Justicia, en el ámbito islámico, por muy laicos que nos parezcan, no significan lo mismo que Libertad y Democracia. Los ciudadanos, que es verdad que han perdido el miedo a salir a la calle – a pesar de la feroz represión -, aun no han tomado las riendas de su vida y su dignidad aun después de haber elegido con mayor margen de libertad a los sustitutos de sus sátrapas. Más de un iluso analista creyó hace algo más de una década ver correr sangre nueva y renovada en los teledirigidos cachorros mediáticos del rey Hussein de Jordania, Mohamed V de Marruecos o Hafez el-Asad de Siria cuando éstos abandonaron el mundo a finales de los ´90. Vestidos a lo occidental y deslumbrados por el lujo y el glamour propios de las revistas del corazón, parecía que pilotaban, por fin, el cambio hacia la democracia, la libertad y la justicia social de un mundo tradicionalmente anclado en el despotismo y la corrupción. Pero una cosa es cómo les gusta a ellos vivir, y muy distinta cómo viven sus gobernados.
Pocos acontecimientos desde la Guerra del Golfo han tenido – y tendrán – tanta repercusión en la región del Magreb y en todo Oriente Medio como las revueltas que hace ahora un año acabaron con los regímenes de Ben Alí, Mubarak, Gadafi o Alí Abdula Saleh y que mantienen la incógnita del futuro de Siria o Irán. Ambos países son esenciales para el mantenimiento del equilibrio y la estabilidad regional. Hasta ahora, la política de tensión controlada ha sido suficiente para impedir la explosión de un enfrentamiento generalizado. Ya no. Del modo en que Bashar el-Asad abandone el poder y se resuelva la crisis con Irán dependerá, no sólo la contención o extensión del conflicto al Líbano y a otros países de la región, sino también el afecto o desafecto de los movimientos más aperturistas hacia Occidente. Si se sienten, de nuevo, traicionados por la Comunidad Internacional, esta revolución que provocó hace un año la destrucción del sistema dictatorial de una parte sustancial del Mundo Árabe, puede derivar en la implementación de regímenes desestabilizadores y claramente hostiles a los valores que representa Occidente.
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