El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, y el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu. AFP
Es el día de la toma de posesión de Bolsonaro en Brasilia, mucha gente en las calles. Allí en un grupo se ven a algunos judíos ortodoxos exhibiendo alguna que otra heterodoxia. De hecho, uno de ellos vestía la «canarinha» debajo del atuendo negro de rigor, la camiseta de la selección brasileña con el número 18, la lista de Bolsonaro.
En la Plaza de los Tres Poderes, justo frente al Palacio de Planalto, se congregan los simpatizantes del presidente recién asumido. Agitaban muchas banderas brasileñas, desde luego, y algunas banderas de Israel. Son fotos que describen una nueva configuración de poder que va tomando forma dentro del sistema internacional.
«Valoremos a la familia, respetemos las religiones y nuestra tradición judeocristiana», dijo Bolsonaro en su discurso inaugural en el Congreso. Netanyahu miraba con satisfacción. Hacia ya cinco días que estaba en Brasil, visitando el Cristo Redentor, para no ser menos, y jugando al fútbol en Copacabana. Bibi fue el coprotagonista perfecto.
El concepto de «tradición judeocristiana» es central en las comunidades evangélicas. De allí se deriva el firme apoyo a Israel. En todo el mundo, las iglesias Pentecostales reconocen a Jerusalén como única e indivisible capital. Bolsonaro ganó la elección con ese vital apoyo y con los grupos católicos conservadores.
La campaña electoral, a su vez, tuvo los ingredientes necesarios para reafirmar dichas convicciones religiosas. Jair —Mesías es su segundo nombre— Bolsonaro como el elegido para reconstruir una nación, y quien en el camino sufrió un ataque que puso en riesgo su vida. Su convalecencia fue leída por la grey cristiana como su propia vía crucis, un signo inequívoco de ser el elegido.
«No tenemos mejores amigos en el mundo que la comunidad evangélica, y la comunidad evangélica no tiene un mejor amigo en el mundo que Israel», les confirmó Netanyahu, quien también tiene elecciones en marzo próximo. Tal vez necesite el apoyo de Bolsonaro, los grupos judíos ortodoxos son claves en su base electoral. Se informa que el presidente de Brasil aceptó la invitación a visitar Israel pocas semanas antes de dicha elección.
Tal vez nunca antes el paradigma constructivista para el estudio de las relaciones internacionales haya tenido mayor poder explicativo. El mismo postula que las alianzas no son el resultado de la racionalidad de un Estado maximizador de poder o de los incentivos de la cooperación internacional, sino que son producto de la subjetividad: ideologías, normas y valores. La política exterior como construcción social, esto es.
Es que se trata de una época conservadora y fuertemente religiosa, identidades que permean entre quienes definen dichas estrategias diplomáticas. Un nuevo sistema de alianzas va perfilándose en América y más allá, ello quedó claro este comienzo de año. A Washington, Bogotá y Brasilia, ahora se le agrega Jerusalén. Ello marca un cierto final, o al menos un impasse, de la secularización. En esta visión, Occidente como un todo está definido explícitamente como civilización judeocristiana.
Israel ya había producido una apertura hacia la región. Netanyahu viajó a Argentina, Colombia y México en septiembre, siendo el primer jefe de gobierno israelí en visitar América Latina. Por la naturaleza de la visita y la coyuntura en la que ocurre, ahora este Brasil de Bolsonaro es la joya de la corona, el premio mayor que no necesariamente esperaba.
Con economías complementarias, las oportunidades ya fueron resaltadas por ambos gobiernos. Irrigación, startups y tecnología de avanzada por el lado israelí; alimentos, acero y un mercado de 200 millones de personas por el brasileño, la octava economía mundial.
Todo ello es una señal que indica la preferencia del equipo económico de Bolsonaro por una apertura multilateral, tal vez allí haya un mensaje para Mercosur. No sería una total herejía, la literatura clásica sobre comercio ve los acuerdos regionales como bloques proteccionistas.
Pero también se incluye poder duro: inteligencia israelí contra el crimen y el terrorismo, en Brasil y en toda la región. Ocurre que Venezuela ha internacionalizado su crisis, la presencia de Cuba, Rusia e Irán—que Maduro no oculta—lo evidencia. Es lógico entonces que también se internacionalice la respuesta. Si Tareck El Aissami vende pasaportes venezolanos a Hezbollah, tiene sentido que se involucre quien conoce cómo funciona dicha organización. Ello es crucial para quienes la crisis de Venezuela representa una amenaza existencial, a un mínimo Brasil y Colombia que son limítrofes.
Los jerarcas chavistas saturan con su discurso sobre la no-intervención y la soberanía. Y, sin embargo, nadie ha destruido la capacidad y soberanía del Estado como ellos. La paradoja es que la región nunca ha estado más globalizada que ahora. Los Estados nunca han sido más permeables, solo que por ilícitos: crimen organizado, terrorismo y narcotráfico.
Ello explica esta nueva configuración de poder que se despliega en la región. América Latina está algo alejada de aquella “zona de paz” de la que hablaba la propaganda de la CELAC.
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