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| sábado noviembre 23, 2024

Qué hacer con la libertad


En estos días cerramos un nuevo ciclo de conmemoración de Pésaj, recordando la salida de los israelitas de la esclavitud en Egipto. Uno de los interrogantes que plantea este relato es por qué Moisés prolongó durante nada menos que 40 años la llegada a la Tierra de Promisión. La explicación más frecuente es que había que “cambiar el chip” mental de un grupo de esclavos para configurar un pueblo libre, lo que requiere no sólo compartir unos orígenes (étnicos y sociales), sino crear un relato histórico común (conocido como Biblia oral), unos valores compartidos (los Mandamientos) y forjar con ellos un destino colectivo. La creación de una identidad, entonces, se nos presenta como un requisito esencial para llegar a la libertad.

En estos días, España (desde donde escribo) decide su futuro político en las urnas, como recientemente lo hizo Israel. Paradójicamente, la tecnología sociológica muestra cada vez una menor capacidad de previsión de los resultados. Quizás el fallo metodológico resida en considerar a los estados democráticos actuales como identidades consolidadas. Seguramente ello fuera así en la era nacionalista en que fueron creados (bien por independencia, como Israel; bien como cambio de régimen, como en España). Pero la realidad dinámica y globalizante impone nuevos enfoques sobre los relatos de identidad, potenciando nuevos sub-relatos alternativos (por ejemplo, los del secesionismo en España) o ideológicos (la desconfianza inherente a la visión de Jabotinsky respecto a la coexistencia pacífica con los árabes en el caso israelí). La identidad nacional ya no es sólida (aunque sí susceptible de fragmentarse en nuevos perfiles) sino que se ha licuado y evaporado, cuando no directamente sublimado. La inteligencia artificial de los bots que recopilan información de nuestras acciones y pensamientos en las redes sociales resulta más fiable, y por ello es la herramienta para diseñar mensajes electorales personalizados.

Formamos parte de sociedades que están más en trance de cruzar nuevos desiertos, que saliendo de Egipto o llegando al Eretz Israel mítico. Como entonces, dudamos de los líderes a los que nos hemos encomendado, aprovechamos las ausencias (incluso las más justificadas, como la de Moisés subiendo a la montaña a por más instrucciones) para volver a adorar con nostalgia a nuestros Becerros de Oro, y tentamos al propio fundamento de lo que nos une con fuegos impropios. Gozamos de la libertad de no ser esclavos, pero aún no de la de ser libres. No sería la primera vez que este largo camino acabe en un precipicio, como el de todos los imperios que han sido, aquí en España y, en Israel, ni te cuento. O quizás, eso de la libertad y el libre albedrío no sea más que otro placebo que nos hemos inventado para soportar nuestras ataduras a los hilos del azar y las fuerzas de la naturaleza, que nada tienen que ver con ejercer nuestra voluntad

 
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