Quizá fuera sólo un gesto más para ayudar al primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, a ganar la reelección. Pero, fuera cual fuere su motivación, el tuit del presidente Trump en el que revelaba que había hablado con Netanyahu de la posibilidad de suscribir un tratado de defensa mutua entre EEUU e Israel ha dado vida a una cuestión que ha sido durante mucho tiempo motivo de desencuentro en el mundo de los think tanks.
A simple vista, parece un gran negocio para Israel. ¿Por qué no iba a querer una nación pequeña, que sigue acosada por implacables enemigos en sus meras fronteras después de 71 años de independencia, que la única superpotencia con que cuenta como aliada transforme un compromiso informal con su seguridad en uno solemne y vinculante legalmente? En teoría, ese pacto fortalecería la seguridad de Israel, pues sus adversarios sabrían que, en caso de conflicto, se las tendrían que ver también con el inmenso poder de la nación más poderosa del planeta. Sin embargo, muchos de los que se preocupan por la seguridad de Israel creen que, a pesar de las buenas intenciones de Trump, el coste de cualquier acuerdo formal podría ser superior a los beneficios que reportara.
La idea tiene su raíz en la anómala manera en que Israel recibe la asistencia militar norteamericana. La alianza israelo-americana siempre ha sido de doble dirección, por lo que Israel también ha dado mucho a los estadounidenses, en forma de información y asistencia estratégica. Esto ha dado a EEUU un aliado estable y democrático con el que siempre puede contar en caso de conflicto, en vivo contraste con la incertidumbre que preside sus relaciones con sus aliados árabes. Por otro lado, y a diferencia de lo que ocurre con tantos países europeos, que reciben tanta o más asistencia militar a través de los compromisos de EEUU con la OTAN, Israel recibe la suya no a través del Departamento de Defensa sino del presupuesto que EEUU dedica a la ayuda internacional, lo que hace que parezca un mendigo recibiendo limosna en vez de un valioso aliado. Un pacto de defensa mutua ayudaría a corregir este error de concepto.
El Jewish Institute for National Security of America lleva años abogando por ello. El Jinsa, que ha hecho una gran labor en la promoción de las buenas relaciones entre los líderes militares de Israel y Estados Unidos, y en defensa de la seguridad israelí, de hecho trabaja en un borrador de acuerdo.
El Jinsa reconoce que formalizar las ya estrechas relaciones entre los dos países podría generar complicaciones. Aun así, cree que un acuerdo escrito de tal forma que limitara el compromiso mutuo a las amenazas existenciales, dejando al margen los desafíos cotidianos de seguridad relacionados con el terrorismo, evitaría muchos problemas. En ese caso, Israel podría responder –como siempre ha hecho– a las amenazas terroristas sin tener que consultar primero a su aliado estadounidense, exponiéndose a un posible veto a acciones que considere vitales para su seguridad.
Sobre todo, un acuerdo de defensa mutua sería una constante advertencia a países como Irán, que amenazan la existencia de Israel, de que las consecuencias de iniciar una guerra para liquidar al Estado judío serían incalculables.
Pero los inconvenientes son tan patentes como sus ventajas.
Como Trump es tan favorable a Israel, y se podría dar por sentado que daría luz verde a lo que Jerusalén considerara mejor para contrarrestar las amenazas a su seguridad, las futuras Administraciones norteamericanas podrían no adoptar la misma actitud. En la guerra de Gaza de 2014, los israelíes vieron que Estados Unidos tenía otros intereses que, de hecho, antepuso a la seguridad de su país. La Administración Obama ejerció una inmensa presión para detener las operaciones israelíes, cuyo fin era poner fin a l fuego de misiles de Hamás desde Gaza y eliminar los túneles excavados en la frontera por la organización terrorista. En aquel entonces, la presión de Estados Unidos sobre Israel se manifestó sobre todo en su capacidad para retener envíos vitales de munición. Si Obama hubiese podido ampararse en un acuerdo, el problema habría sido aún peor.
Y, como Israel aprendió en las semanas anteriores a la Guerra de los Seis Días de 1967 y durante la Guerra de Yom Kipur (1973), ni siquiera Administraciones estadounidenses favorables a Israel dudan en aprovechar su influencia para promover sus propios intereses, aunque eso signifique poner al Estado judío en una situación más peligrosa. Recuérdese también la petición no demasiado sutil del presidente George H. W. Bush de que Israel no tomara represalias contra Sadam por atacar su territorio con misiles Scud durante la primera guerra del Golfo.
Por otro lado, puede aducirse que un tratado entre ambos países podría haber impedido a Menahem Beguin ordenar el ataque aéreo contra el reactor nuclear que el dictador Sadam Husein tenía en Osirak (1981), o a Ehud Olmert eliminar el programa nuclear sirio (2007).
Y también es cierto que, aunque el compromiso de Obama de prestar asistencia militar a Israel durante diez años parecía un regalo, su propósito era además maniatar la libertad de acción de Jerusalén con respecto a Gaza o a Irán.
Lo que estos ejemplos nos recuerdan es que, a pesar de que a Israel y Estados Unidos les unen valores e intereses comunes, como democracias semejantes que son, los intereses en materia de seguridad de dos países jamás son los mismos. Incluso con el más proisraelí de los presidentes, EEUU considerará que sus intereses en Oriente Medio abarcan cuestiones que trascienden lo que es bueno para Israel. Y a pesar de que Israel comprende que debe mostrar una gran deferencia hacia EEUU, no puede ignorar su imperativo de proteger a sus ciudadanos de enemigos letales sólo por complacer a Washington.
Así las cosas, tal vez a Israel le convenga más conservar su libertad de acción que comprometer su seguridad ante los estadounidenses. De hecho, un pacto de esas características sólo podría resultar valioso en guerras donde la ayuda estadounidense podría llegar demasiado tarde para ser de alguna utilidad.
Por todo ello, y aunque Trump merece crédito por pensar en Israel más como un aliado que como una carga –a diferencia de Obama–, quizá fuera mejor para los dos países dejar a un lado el debate sobre un pacto de defensa mutua harto problemático.
© Versión original (en inglés): JNS
© Versión en español: Revista El Medio
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