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La victoria de Morsi en Egipto: implicancias recientes para América y Medio Oriente


Robert Satloff

25 de junio, 2012

Mientras que la autoridad del nuevo presidente de Egipto está circunscripta, es un error subestimar su capacidad de influenciar en el cambio político interno y externo. Antes de un mayor abrazo al líder de la Hermandad Musulmana, la Administración Obama necesita claridad sobre cómo las políticas de Morsi afecten, tal vez, los intereses críticos de EEUU.

Para tanto residentes de Medio Oriente como para los americanos, la victoria de Muhammad Morsi en la elección presidencial de Egipto es un momento que marca un hito. 84 años después que un perdido profesor de escuela fundara la Hermandad Musulmana, y casi 60 años desde el derrocamiento del rey (por parte del Ejército egipcio, y se estableciera una república), el éxito de Morsi hace surgir la perspectiva de un gobierno islamista en el Estado árabe más poderoso y poblado. Para EEUU, la elección de Morsi, asociada con el asesinato de Osama bin Laden un año atrás, resalta un cambio, de la amenaza de un violento extremismo islámico hacia un nuevo desafío, más complejo, planteado por el otorgamiento de poder a una actual no violenta pero no menos ambiciosa forma de radicalismo islamista.

De manera extraña, eso no es cómo la “sabiduría convencional” ve a la victoria de Morsi. El New York Times, por ejemplo, describe su elección  solo como un “triunfo simbólico”. Eso es así debido a que, los militares, aferrados  al poder en Egipto- el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (SCAF) – despojaron la presidencia de una considerable autoridad ejecutiva cuando, la semana pasada,  implementaron una “declaración constitucional”  que dispuso, unos días antes, la disolución del parlamento (controlado por islamistas)  por parte de autoridades judiciales, creando  una situación en la que retienen el control  tanto  sobre el proceso de escritura de una nueva Constitución y el timing y reglas para las nuevas elecciones parlamentarias.

Sería un grave error  fijarse en los obstáculos que el Ejército colocó en el camino de los islamistas, sin apreciar la destacada habilidad de esos  últimos para cubrir cualquier vacío político que les permita, primero,  pisar la Plaza Tahrir para heredar una revolución colmada de seculares; segundo, derrotando, de manera aplastante, a todos los que quisieran participar en el tres cuarto ganador de las bancas en las elecciones parlamentarias y, tercero, asumiendo la presidencia.

En cada punto de los pasados diecisiete meses, cuando los islamistas de Egipto enfrentaron un desafío político, triunfaron. Ahora, apostar contra ellos, solo  porque SCAF ejecutó, con cuidado, la acción de participación en la retaguardia, es poco inteligente. Y dependiendo de cómo juega SCAF las cartas izquierdistas en sus manos, los obstáculos que arrojó en el camino de la monopolización islamista de poder no serían herramientas para desbaratar las ambiciones de la Hermandad, pero – en su lugar –  implementa tácticas para negociar el mejor acuerdo posible y retener las prerrogativas militares en un Estado controlado por islamistas.

En el Escenario Regional

Es difícil exagerar las implicancias regionales de la victoria de Morsi.  Egipto no comenzará a flexionar sus músculos en la política de Medio Oriente  sino lo contrario. Con la política interna segura de ser enturbiada, al menos,  por  el balance  2012, Cairo continuará no teniendo ningún rol sobre árabes, africanos, mediterráneos y sobre los escenarios del proceso de paz que en los que, por algún tiempo, los tuvo. Pero, es probable que,  la potente imaginación de la victoria de la Hermandad trascienda esta descarnada realidad. Incluso con los poderes de Morsi vaciados por orden militar, e incluso con el drama de su victoria disminuyendo por la casi  semana de espera para su confirmación, por ejemplo el éxito político de Ikhwan será un poderoso intoxicante para algunos y un veneno para otros.

Mientras la confirmación de la victoria de Morsi puede disparar una potencialmente violenta confrontación (entre islamistas y militares), las ondas expansivas serán sentidas en todo Medio Oriente. Esto va desde el desértico Sinaí, donde islamistas más violentos empujarán al líder Ikhwani hacia la confrontación con Israel; hasta los suburbios de Alepo y Damasco, donde el ejemplo de Morsi será un estímulo para los islamistas combatiendo al gobierno alawita; hasta las capitales de numerosos Estados árabes, en especial las monarquías, donde líderes obsesionados con la supervivencia, mortificados por la perspectiva que las revoluciones islamistas puedan hacer valer sus reclamos de legitimidad religiosa,  darán vuelta sus estrategias de guante de terciopelo/ a mano de hierro para eludir el fervor para el cambio.

Las reacciones serán, según el país, diferentes.  Los acaudalados Estados del Golfo, más temerosos del mensaje populista de la Hermandad que recibiendo bien su contenido islámico, ofrecerán ayuda a Egipto, pero solo lo suficiente como para mantener al país hambriento sin pasar hambre.

Jordania, capturado entre el sostén islamista egipcio y un duro jihadismo sirio, se acercará más a Washington e Israel.

Por su parte, Israel se aferrará a SCAF, con quien tiene contacto más íntimo y mejores relaciones hoy que en cualquier otro tiempo.

En otras palabras, todos harán tiempo.

Implicancias para Washington

La Administración Obama no está  consternada por la idea de una presidencia de Morsi. Temerosa de la  violencia masiva que pudiera haberse disparado en el anuncio de una victoria de Ahmed Shafiq, la Casa Blanca suspiró aliviada cuando se declaró el ganador. Incluso cuando tuvo la oportunidad- antes de la segunda ronda de voto presidencial- de señalar su preocupación que, una victoria de Morsi,  pudiera impactar  negativamente en los intereses de EEUU (en términos de seguridad regional o libertades civiles), la Administración eligió no hacerlo. En su lugar  se limitó a declaraciones anodinas sobre  “construir una democracia que refleje los valores y tradiciones (de Egipto)” – lo que sea significa, dada la historia de 5000 años de gobierno autocrático y faraónico del país.

En verdad, solo cuando ya no importaba – luego del anuncio de Morsi- la Casa Blanca implementó una declaración oficial subrayando la importancia de “respetar los derechos de todos los ciudadanos egipcios ( incluyendo a mujeres y minorías religiosas) como los cristianos coptos” y destacando que es “esencial”,  para Egipto,  mantener su rol como “pilar de paz,  seguridad y estabilidad regional”. Esas eran poderosas palabras que podrían resonar  en distritos electorales claves si se hubiesen implementado con  anterioridad. Suponiendo que la elección fue razonablemente limpia, ese mismo mensaje- transmitido pública y personalmente por el vicepresidente o el Secretario de Estado antes de la elección- podría haber afectado el resultado.

La victoria de Morsi puede impedir, a corto plazo,  una crisis interna egipcia,  facilitando la carga de la Administración estadounidense que ya enfrenta,  al menos,  otras dos urgentes crisis en Medio Oriente (las colapsadas negociaciones con Irán y los brotes sirio-turcos que pudieran arrastrar a Washington a una guerra anti-Assad,  que está evitando a toda costa), pero sus implicancias, a largo plazo, son – en potencia-  graves. Incluso con sus poderes circunscriptos, Morsi tendrá una considerable influencia sobre tres decisiones nacionales claves: primero, si el nuevo gobierno de Egipto trata sus urgentes problemas económicos accediendo a las demandas populistas de “justicia social” u  orientadas a lo internacional y a negocios de inversión focalizado en reformas de mercado; segundo, si prioriza la islamización del espacio público (como modo de premiar a los partidarios)  y contrarrestar la amarga píldora de austeridad económica; y tercero, si una envalentonada Hermandad exportará su éxito político a la Margen Occidental, Jordania, Siria u otras partes, como parte de un esfuerzo por vigorizar el rol regional latente de Egipto.  Es difícil imaginar a Egipto,  liderado por Morsi,  adoptando políticas que se alineen con intereses estadounidenses en estas tres cuestiones; en verdad, bien podría perseguir políticas problemáticas en cada una de éstas.

Comprender la dirección de Morsi en estas cuestiones- y calculando su reacción a los costos que Washington debería considerar imponiendo, en caso que  elija un curso de confrontación,  es una alta prioridad de EEUU. A pesar de las primeras palabras de calma de Morsi, el presidente Obama debería abstenerse de dar mayor aprobación hasta que el líder ingresante y el gobierno conduzcan a clarificar su enfoque en esas cuestiones centrales. Solo en términos de política tiene poco sentido adoptar a Morsi.

Antes, sin importar el inconveniente de programar una pronta visita de Washington a un líder doctrinario que ensalce a Hamas, promete “revisar” el tratado de paz entre Egipto e Israel. Fundó – hace cinco años-  el Comité de Combate al Proyecto Sionista en Sharqiyah, y redactó  la plataforma electoral anti- mujer, anti copta, de la Hermandad.

Tal claridad ofrecerá una pista a una cuestión incluso más fundamental. Una década atrás, bin Laden ofreció un modelo de gobernabilidad islamista- austero, maniqueo y sediento de sangre- que las masas musulmanas rechazaron no por su objetivo ideológico (crear un Estado islámico)  sino por sus tácticas sádicas e inhumadas, en especial  respecto a musulmanes inocentes que eran tanto objetivos como víctimas incidentales de la carnicería de bin Laden.

El modelo de gobierno islamista de la Hermandad es, sin duda,  diferente del de bin Laden, pero ¿es una diferencia en los medios, los fines o ambos?  Antes que ese modelo transite, como virus,  a lo largo de Medio Oriente- con lo que muchos residentes de Medio Oriente consideran, no menos, que  una bendición de Washington- la Administración Obama debería crear una serie de dilemas políticos para el nuevo presidente de Egipto y sus colegas, a fin de aclarar respuestas a esas cuestiones claves.

Dada la sangre y el tesoro dedicados a evitar la diseminación del mensaje de al-Qaeda, el fracaso en asegurar la claridad en esta cuestión crítica puede significar un desastre para los restantes socios de América en Medio Oriente.

Robert Satloff es Director Ejecutivo del The Washington Institute.

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