Así como un terremoto aterra más de lo que amenaza, precisamente por venir de abajo, de un sitio que nuestros pies sujetan o, al menos, fijan momentáneamente, de igual manera el coronavirus, microscópico y erizado de peligros, asusta más de lo que provoca. De ahí que el rumor de pánico que recorre el mundo sea más tremendo de lo que podíamos imaginarnos y qué miles de mascarillas blancas nos sorprendan cada día en los bares, paseos, metros y hasta en las plazas públicas. Todo el mundo quiere tener su mascarilla, protección a todas luces insuficiente que revela la poca importancia personal que el mismo virus concede a sus víctimas. Actúa por olas intermitentes y apela al contagio para aumentar su poder. Aunque aún es pronto para enclaustrarse en sótanos y cuartos a prueba de infecciones, la llegada de este mal-del que aún no se sabe si ha venido para quedarse para siempre o es estacional como la gripe- anuncia que la explosión demográfica quiere autorregularse. Tal vez ya somos demasiados y nuestro nivel de depredación ambiente empobrece las mismísimas defensas de la tierra; o quizás nuestra irresponsabilidad para con la naturaleza nos cobre peaje, quiere sacrificarnos de algún modo. Reducir nuestro número.
En Irán, un país en el que las máscaras son negras y básicamente para las mujeres, un político de alto nivel se ha mostrado con todos los síntomas del coronavirus para hacerse el que no le teme o simplemente porque es tanto lo que el régimen de los ayatolás oculta, que mostrar algo tremendo a todo el mundo se viva como un respiro, un alivio a la represión. En Europa aún no hemos visto nada así. Lo que parece claro es que la globalización también acarrea problemas de salud como el que estamos viviendo. No obstante la temible y amenazadora enfermedad, nunca los médicos y los investigadores de todo el planeta estuvieron tan conectados entre ni tampoco trabajaron con tantas prisas para hallar una vacuna. Sin duda la OMS acrecentará su presupuesto y pasará de ser una organización de eficacia relativa a devenir un gran banco de pruebas que desde ahora mismo tendrá la mirada lúcida noche y día, estación tras estación. En el estadio actual los rumores y las cuarentenas son peores que las fiebres mortales; en algunos lugares se ha salido a la caza del chino como antes a la del judío ( y no hace tanto tiempo) el negro o el musulmán. Nuestra especie es impía, su parcela de maldad se renueva con facilidad y sus acusadores dedos señalan a todo el mundo más de lo que asumen la parte de responsabilidad que les toca. La historia de siempre: el culpable es el otro.
Pero en el punto histórico en el que estamos el otro es el mismo. De manera que nos compete a todos, a cada uno cuidar la vida y cuidarnos unos a otros amén de contribuir a mejorar de todas las maneras posibles nuestra relación con la naturaleza. Sobre todo es necesario bajar, reducir el nivel de alarmismo y como dijo el embajador chino en España, recordar que el enemigo no es el chino sino el virus. Dado que todos somos víctimas potenciales, un problema global requiere una solución global. Este nuevo mal no sabe de razas y culturas. Este nuevo mal será vencido por nuestro espíritu de cooperación y no por los que se enriquecen acaparando mascarillas blancas. Los laboratorios deben pensar antes en el bien común que en sus propias ganancias.
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