Si los animales y las plantas, la atmósfera y la naturaleza toda tuvieran una conciencia, una historia y una cultura, esta pandemia que azota al género humano sería recordada y venerada por generaciones. Puede hasta que incorporaran como bandera la imagen del virus que parece un modelo a escala microscópica del propio mundo que habitamos: una esfera erizada de seres vivos de diferentes tipos. Como toda victoria, su efecto será temporal y no tardará mucho el homo sapiens en recuperar sus dominios: devolviendo a los animales que hoy curiosean las ciudades a su confinamiento en bosques menguantes; arrancando las hierbas que brotaron libremente entre las grietas; retomando el ritmo creciente de contaminación de tierra, mar y aire; sepultando venenos y desechos; sintiéndose amo y señor del planeta.
Es asombrosa la capacidad y velocidad con que el mundo está curando las heridas que le hemos infligido durante generaciones: han bastado unas pocas semanas de limitar nuestro derroche para que el clima recupere una parte trascendental de sus características. Ningún escritor de ciencia ficción imaginó una máquina del tiempo tal, que ya nos está transportando a la primavera y otoño que recordábamos de hace mucho, a ciudades en las que -de vez en cuando- podías encontrarte con salvajes intrusos, especies endémicas resistiendo el embate de trasplantes foráneos, y un cielo surcado exclusivamente por seres vivos alados.
Esta crisis no es, en esencia, muy distinta de la que sucedió a la erección de la bíblica Torre de Babel, producto del insaciable ánimo de dominar la dimensión planetaria hacia las alturas. Entonces la consecuencia fue el caos comunicativo: cada cual salió hablando su propia lengua, narrando la misma realidad con palabras incomprensibles para los demás. El desplome social que seguirá al actual confinamiento no nos preparará mejor para el futuro, como algunos predican, del mismo modo que, aunque esta plaga no tiene nada de sobrenatural ni misteriosa, ninguna sociedad supo prever una contingencia tal. Sólo aprendemos después de tropezar con la piedra, tras el fracaso de las visiones que nos muestran los atajos y caminos directos. La realidad no nos enseña nada: está en nosotros convertir la experiencia en aprendizaje.
En estos días recordamos el drama del Holocausto y pronto celebraremos el nacimiento de un estado judío, cientos de años después de ser sometido, quemado y dispersado. Nos llevó siglos superar la “crisis” del Templo único y central destruido, pero encontramos la manera de recuperarnos, retornando justamente a allí donde tuvo lugar el trauma. También como humanos debacles como los que estamos viviendo deberían dejar una huella indeleble que nos recuerde quiénes somos y nuestros límites.
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