“Los judíos del III Reich se acostumbraron a los campos de concentración, los disidentes soviéticos al gulag siberiano, los ciudadanos madrileños al PP, y así todo”.
Esto fue publicado en el diario español Público.
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El articulista que llevó al papel ese trozo conspicuo de cieno pidió, luego de una lluvia de críticas, unas disculpas un tanto… aguachentas. Es decir, que no se discernía la contrición de una suerte de autobombo.
Porque qué clase de disculpa es la que comienza con una suerte de “pero”, de excusa, de atenuante: “Cuando escribía el artículo publicado el pasado lunes, en ningún momento se me pasó por la cabeza que pudiera estar ofendiendo la memoria de las víctimas del Holocausto”, arrancaba el autor; que más adelante calificaba de “resbalón verbal de los que uno no se da cuenta” la ruin comparación del sufrimiento de los judíos durante el Holocausto con el pretendido padecimiento de los ciudadanos de Madrid durante el mandato de un Gobierno democrático, elegido de manera igualmente democrática –y que llama a idénticas democráticas elecciones.
El autor venía a decir algo así como: “En ese momento había cancelado las capacidades racionales y la lengua (o los dedos en el teclado) se me resbaló”. Un momento que, a diferencia del instante verbal en un bar con amigos, era en realidad un texto –que, es dable imaginar, fue leído al menos una vez antes de ser enviado para publicación (¿y una vez más por el medio antes de publicarlo?).
Cómo puede un articulista de opinión ser incapaz de, por un lado, no manejar niveles (¿éticos?) de analogía (es decir, de estimar comparables la supuesta percepción de una parte del electorado sobre un mandato democrático con el genocidio industrializado de los judíos europeos) y, por otro, no saber que tal comparación no acrecienta la atribuida desdicha acostumbrada de los madrileños de cara al lector, sino que banaliza, ridiculiza, que, en definitiva, pone en duda la Shoá (al menos su magnitud, su brutal e inequívoca singularidad), el exterminio sistemático de judíos por parte del régimen nazi (con el auxilio de sus muchos cómplices y colaboradores) –un régimen que había puesto el raciocinio al servicio de esa infame tarea.
Decía el autor en su escrito de disculpa que conoce el tema del Holocausto; ha leído y escrito al respecto, ha visitado campos de extermino, y el horror que aún persiste como la radiación duradera, perseverante. Es decir, que cancelaba la posibilidad de que se tratara de un “resbalón”, de un lapsus, de que no se le “pasara por la cabeza”. ¿O es posible escribir desconectándose de un conocimiento que, según afirmaba, no es ni mucho menos tangencial (“he leído una abundante bibliografía sobre el Holocausto”)?
No.
En consecuencia, da la impresión de que se trata de otra cuestión, demasiado vista para no pensar siquiera en ella:
– Se escribe (la más que evidente barbaridad –no es un blog personal, se trata de un medio de comunicación, y se trata de alguien que dice conocer sobradamente el tema–), y si pasa –tautología mediante–, pasa; y
– si no, se realiza un mea culpa que deja bien parados (ante los propios, ante algún desprevenido) al autor y al medio.
– Mientras tanto, la obscenidad ya ha llegado al público propio y a algún otro (vía el altavoz, el magnificador de las redes sociales).
“No, no hay nada con lo que comparar Auschwitz, porque Auschwitz es el mal absoluto”, escribía en su disculpa el autor. “No hay con lo que comparar Auschwitz”, hasta que la ideología, la pereza y la mezquindad intelectual y política, o lo que sea, suspenden temporalmente dicha imposibilidad. Entonces no sólo se puede comparar, sino que se puede utilizar –degradar, vaciar– como un burdo artilugio para hacer política, o propaganda, más bien.
Marcelo Wio, director asociado de ReVista de Medio Oriente.
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