Escu de la bandera de Afganistan
No está claro qué ha ganado EEUU con la retirada del pequeño, asequible y efectivo contingente disuasorio que permanecía en Afganistán para apoyar a las fuerzas de seguridad locales. En cambio, lo que hemos perdido resulta perturbadoramente obvio: prestigio nacional, cantidades ingentes de capital político, crédito en la escena internacional y, lo más tangible, seguridad. El mundo es mucho más peligroso ahora que hace sólo cuatro días.
Hace apenas cinco días, el jueves 12, cuando el Gobierno electo de Afganistán aún controlaba la mayoría de las capitales de provincia y la implosión del país era aún evitable, oficiales norteamericanos de inteligencia advirtieron de que el abandono de ese aliado de Asia Central permitiría a Al Qaeda reconstituirse. El Talibán jamás renunció a la violencia ni a su vinculación con el grupo responsable de los ataques terroristas del 11 de Septiembre, pese a las repetidas propuestas estadounidenses para que así lo hiciera. Y aunque ese particular grupo terrorista islamista sigue teniendo una presencia reducida, si la presión se desvanece, “creo que se va a recomponer”, sostiene el jefe del Comando Central de EEUU, general Frank McKenzie.
Así las cosas, se ha informado de que el Departamento de Estado revisará unas valoraciones previas en las que estimó como relativamente baja la amenaza derivada de grupos capaces de exportar terrorismo desde Afganistán. Hoy, esa amenaza es desconocida, pero son pocos los que creen que el Talibán hará algo que no sea procurar socorro a unas sectas terroristas fundamentalistas con sed de venganza. “En términos de amenazas, el tiempo se ha acelerado”, le dijo a Axios una fuente gubernamental al tanto de las deliberaciones que se están llevando a cabo en el Pentágono.
Las amenazas a las vidas y los intereses norteamericanos derivadas de nuestra humillación en Afganistán no empiezan y terminan con actores no estatales. Las grandes potencias mundiales irredentistas están observando con atención, y sin duda nuestra estulticia les refuerza.
El Partido Comunista de China ya ha demostrado que, en su afán por imponer su soberanía sobre la gran esfera china, no le importa arrostrar la condena internacional. El aplastamiento de la democracia en Hong Hong, en clamorosa violación de lo acordado con Gran Bretaña con motivo de la entrega del territorio en 1997, debería bastar como evidencia. Pues bien, en los meses que siguieron a esa afrenta al poderío y el procedimentalismo occidentales, la República Popular está flirteando abiertamente con recuperar Taiwán por la fuerza. “Tenemos este problema mucho más cerca [en el tiempo] de lo que la mayoría piensa”, declaró en mayo ante un comité del Senado John Aquilino. Este almirante de la Armada especuló con que China podría desplegar una operación para alterar rápidamente los hechos sobre el terreno y forzar a EEUU a reconocerlos en este mismo decenio.
“No prometemos renunciar al uso de la fuerza, y nos reservamos la opción de adoptar todas las medidas necesarias”, advirtió el presidente chino, Xi Jinping, en 2019. La reserva de Pekín ante la posibilidad de recurrir a la fuerza para recuperar la República de China se explica no sólo por los activos norteamericanos en el Pacífico, sino por nuestra disposición a utilizarlos y por la asunción de que la opinión pública estadounidense apoyaría esa misión. Sin duda, tal disuasión ha sufrido un golpe devastador, y los propagandistas chinos no permitirán que lo olvidemos. “La gran estrategia de Washington parecía intachable e inspiradora… hasta que la derrota épica de EEUU en Afganistán, con su retirada caótica, reflejó su endeblez”, se dan golpes en el pecho los chinos de Global Times. “Si EEUU no puede siquiera asegurarse la victoria en un conflicto con países pequeños, ¿cómo podrá rendir mejor en un juego de poder de primer nivel con China?”.
También en Europa tiene EEUU mucho que perder. En 2008 Rusia invadió y de hecho se anexionó grandes extensiones de territorio georgiano. En 2014 Moscú invadió Ucrania y con todo descaro incorporó Crimea a la Federación Rusa. Pues bien, esto no ha acabado. Hace sólo unos meses, el presidente Putin amenazó al mundo occidental con un renovado asalto a Ucrania para arrebatarle más territorio en la costa del Mar Negro. Los medios que utiliza Moscú para asegurar la reconquista del espacio post-soviético son muy variados: emigración para transformar los equilibrios étnicos locales, entrega de pasaportes a no ciudadanos, propaganda, chantaje energético, guerra cibernética. El uso de la fuerza no está fuera de la mesa. Y las ambiciones territoriales rusas no se limitan a Ucrania.
La idea de que Rusia podría poner a prueba a la OTAN en un Estado báltico ha desvelado a los estrategas norteamericanos durante años. Hoy, un experimento así ha de resultar aún más tentador para el Kremlin. Estonia ya está siendo objeto de numerosas provocaciones, como un devastador ciberataque a sus infraestructuras (2007) y un sofisticado raid de las fuerzas rusas en la frontera común que se tradujo en el secuestro y enjuiciamiento de un oficial de policía (2014). Una provocación más abierta que desafiara el compromiso de la OTAN con las provisiones sobre asistencia mutua contenidas en su tratado es mucho más fácil de concebir hoy de lo que lo era el viernes por la noche.
Hace ochenta años, los apaciguadores occidentales clamaban al unísono: “¿Por qué morir por Danzig?”. Los pacificadores de hoy día, ¿por qué no iban a estar igualmente inclinados a preguntarse por el valor de una guerra general contra Rusia por Tallín? Al menos eso es lo que los más voraces revanchistas del Kremlin han de estar preguntándose.
Es una pregunta perfectamente lógica. Después de todo, incluso los socios de EEUU se han quedado estupefactos al ver a Washington sacrificar a un aliado de una manera tan insensible, sin una razón estratégica discernible y sin una presión perceptible por parte del electorado. Nuestro capricho ha socavado la confianza en que defenderemos los intereses de nuestros socios en todo el mundo: pero si no hemos sido capaces de soportar la modesta carga asociada a la preservación de los nuestros…
Como informó Liz Sly en el Washington Post el fin de semana, nuestros socios se han visto arrastrados a nuestra caótica gestión de la crisis afgana. “Los aliados de EEUU se quejan de que no fueron plenamente consultados sobre una decisión con el potencial de poner sus propios intereses de seguridad nacional en riesgo”. Una funcionaria alemán bramaba ante la altiva desatención de la seguridad europea por parte de la Administración Biden . “Estamos de vuelta a la relación trasatlántica de antaño, cuando los americanos dictaban todo”, rugió. Un diputado británico se preguntó en voz alta cómo podrían los EEUU de Biden sostenerse frente a sus competidores, “si son derrotados por una insurgencia armada con poco más que [granadas], minas y AK-47”. Y en Oriente Medio, que sigue amenazado por un Irán cada vez más extrovertido, algunos están concediendo ahora que la implicación norteamericana en la región genera más problemas que otra cosa.
Los partidarios del retraimiento exterior de EEUU se creen muy serios. No creen que EEUU deba guiarse sólo por criterios morales a la hora de comprometer sus recursos de defensa. Bien, si no se conmueven viendo a los afganos a los que hemos dejado tirados jugándose la vida para subirse a como dé lugar a nuestros aviones de transporte, puede que lo hagan por las graves implicaciones que todo esto tiene para los intereses norteamericanos y la seguridad global. Si no, podemos asumir que sus intereses no son tan prístinos como nos los presentan. Quizá bregar por lo que sea mejor para América dentro y fuera de nuestras fronteras no sea su único o más importante objetivo.
© Versión original (en inglés): Commentary
© Versión en español: Revista El Medio
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