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| sábado diciembre 21, 2024

Diez años de la muerte de Gadafi


La rebelión libia se gestó la tarde del 15 de febrero de 2011, cuando siete automóviles del servicio secreto se desplazaron a Bengasi para arrestar al joven y respetado abogado Fathi Terbil. Una muchedumbre salió a reclamar por su liberación y logró su objetivo; sólo para advertir que Terbil fue luego rearrestado. Se convocó un día de furia, hubo concentraciones frente a la Corte de Justicia de la ciudad y ante el Centro para el Estudio del Libro Verde. Se metió fuego a cuarteles de la policía. La gente estaba enojada y pedía por la caída del Gobierno, no sólo por reformas. De repente flamearon banderas de la Libia pregadafista. En las paredes de Trípoli aparecieron grafitis que pintaban al caudillo travestido, o dibujado como rata, perro o agente de Norteamérica e Israel, y como espantapájaros en cubos de basura. En Bengasi un dibujo lo mostraba con una estrella de David. Cuando el periodista Jon Lee Anderson preguntó a unos jóvenes por el sentido de esa caricatura, le explicaron que “todo el mundo creía que Gadafi era judío”. Ahmed Lebderi emuló al tunecino Buazizi y se prendió fuego. La atmósfera estaba a punto de estallar. Y estalló: en Sirte, Bengasi, Misrata, Derna, Adyabia, Al Baida, Al Zawiya, Ras Lanuf, Brega, Zawara, Tubruk y –para espanto de Gadafi– en la propia Trípoli.

Miles de libios fueron asesinados en pocas semanas. Fuerzas del régimen dispararon incluso contra una procesión de más de cuatrocientas personas que se dirigía a un funeral. “La gente que no me ama no merece vivir”, sentenció el coronel. Bloqueó sitios de internet de noticias, así como videos de YouTube que daban cuenta de las protestas. Arrestó a blogueros y colaboradores de cadenas extranjeras como Al Yazira y BBC en árabe. Según testimonios locales, alrededor de quinientos opositores fueron detenidos, torturados y, la mayoría, ejecutados. Muchos fueron atrapados en la calle, otros en sus casas, y hasta se les sacó de hospitales. Los francotiradores disparaban contra quienes se acercaban a los cuerpos de los caídos en las calles. En al menos una ocasión, fuerzas leales al Gobierno arrojaron gases lacrimógenos y dispararon contra una mezquita. El fiscal de la Corte Penal Internacional, el argentino Luis Moreno Ocampo, denunció que el Gobierno había distribuido viagra entre sus tropas como parte de una campaña de violaciones masivas. Helicópteros del régimen que lucían el símbolo de la Cruz Roja dispararon contra convoyes humanitarios. No parecía haber límite a las atrocidades que Gadafi estaba dispuesto a cometer para salvar el pellejo. “Los títeres”, aseveró confiado, “están cayendo como hojas de otoño”. Pero se equivocaba. Tal como observó Andrei Netto en Derribando a Gadafi: sobre el terreno con los rebeldes libios, no era otoño sino primavera. La Primavera Árabe.

Tras un bombardeo de la OTAN, los sublevados irrumpieron en el palacio de Bab al Aziziya. Vieron una gran piscina, una peluquería, un gimnasio, un búnker y una red de túneles a prueba de bombas. Demolieron el emblemático monumento del puño dorado que atrapa un avión norteamericano, quemaron la famosa carpa beduina del Hermano Líder, decapitaron una estatua de oro del propio Gadafi, tomaron el carrito de golf y lo manejaron por las calles de Trípoli tocando la bocina. Un periodista relató haber visto a un soldado rebelde portando un fusil Kalashnikov bañado en oro, y a otro con una piel de leopardo forrada en satén verde sacada del ropero de Gadafi. Para octubre, el país estaba en manos de los rebeldes.

Gadafi se escondió en su Sirte natal, junto a un gran séquito de leales, entre los que se contaba su hijo Moatasim. Cuando el convoy de cuarenta automóviles partió hacia una aldea desértica, fue detectado por un dron controlado desde Las Vegas y atacado desde el aire por un Mirage francés. Hubo 95 muertos y 21 vehículos quedaron reducidos a cenizas. Gadafi resultó herido, pero logró esconderse en una cloaca próxima a la ruta. Localizado por un grupo rebelde, el Hermano Líder atinó a decir “ustedes son mis hijos” y “muestren piedad”, pero al ver que sus palabras no eran escuchadas espetó: “¡Que la vergüenza caiga sobre ustedes!”. Fue arrojado al capó de una camioneta, golpeado, empalado con una bayoneta y –al grito de “¡Alá es grande!”– ejecutado a tiros. Quince minutos habían transcurrido desde que fuera sacado de su escondite. Un miliciano filmó la escena con su celular, y a las pocas horas el mundo entero pudo ver los dramáticos instantes finales de Gadafi. Un joven ingeniero del grupo rebelde llamado Umrán ben Shabán alcanzó fama nacional tras sacarse fotos con una pistola dorada del Hermano Líder. (Esa misma exposición pública lo convirtió en objetivo de tribus enemigas: menos de un año después moría en un hospital parisino, tras haber padecido un secuestro cruento). Otro miliciano tomó el teléfono satelital de Gadafi, que al momento de su captura estaba hablando con su hija Aysha, y anunció: Abu Shafshufa [‘el del cabello revuelto’, apodo popular de Gadafi] está muerto”.

Su cuerpo fue arrastrado por las calles de Sirte y posteriormente cargado en una ambulancia que puso rumbo a Misrata. Tras una colisión, el cadáver fue traspasado a otra ambulancia, que sufrió un pinchazo. Entonces, lo que quedaba de Gadafi fue introducido en una camioneta Land Cruiser. Una vez en Misrata, el cuerpo fue cubierto con una sábana y colgado a modo de trofeo en el congelador de una carnicería, junto al de Moatasim. Tras la sórdida exhibición, fue enterrado en una tumba sin nombre en el desierto.

Tres días después, el servicio africano de la BBC publicó el testamento del caudillo asesinado:

Si me matasen, quisiera ser enterrado conforme a los rituales musulmanes, con las ropas que lleve puestas al momento de mi muerte y sin que se lave mi cuerpo, en el cementerio de Sirte.


Julián Schvindlerman, autor de Escape hacia la utopía: el Libro Rojo de Mao y el Libro Verde de Gadafi (Biblos)

 
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