Es una lección que los israelíes tendrían que haber aprendido hace ya mucho. Aun así, la experiencia de los últimos 12 meses debería habérsela recordado de nuevo. Quienes fustigan a Israel como un Estado opresor o comparten la patraña de que practica el apartheid no están interesados en lo que Israel hace; lo odian por lo que es: un Estado judío.
Esto es de nuevo relevante con el fin de un experimento que debería haber demostrado de forma concluyente que las calumnias a cuenta del apartheid y la opresión israelíes son absurdas. La presencia en el Gobierno israelí del partido Raam de Mansur Abás –una formación árabe que, en principio, se opone a la existencia de Israel y aboga por reemplazarlo por un régimen islamista– debería haber puesto fin a las discusiones al respecto. Fue una prueba definitiva (aunque desde luego no la única) de que el Estado judío es una democracia vibrante basada en la igualdad ante la ley de todos sus ciudadanos, sean o no judíos.
Pero en este último año los dicterios contra Israel no han remitido, de hecho han aumentado; así, el movimiento BDS sigue promoviendo el odio en EEUU al tiempo que conserva el apoyo de líderes influyentes del interseccionalismo dominante en el ala izquierda del Partido Demócrata.
Tampoco han bajado los brazos los israelófobos y antisemitas del Consejo de Derechos Humanos de la ONU en su fijación con el Estado judío. Su Comisión de Investigación sin límite de tiempo sigue difundiendo la mentira del apartheid como parte de una campaña para deslegitimar a Israel y convertirlo en un Estado paria.
Es más, la caída del Gobierno del que han tomado parte Abás y el Raam ha servido como factor de desestabilización que suministrará carnaza a esa crítica contra Israel que no es más que antisionismo y antisemitismo apenas velados.
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La ruptura de la coalición [gubernamental] será lamentada por numerosos comentaristas progresistas que confiaban en que la salida de Netanyahu del poder fuera permanente. Clamarán contra la conformación de un nuevo Gobierno derechista-religioso como el que dirigió el país hasta junio del año pasado y lo considerarán una derrota de la “democracia”, aunque la vasta mayoría de los israelíes voten repetidamente por partidos cuyos puntos de vista coinciden con los de Netanyahu.
La coalición aún gobernante ofreció a los israelíes un respiro del ciclo electoral que los martirizó entre 2019 y 2021. Pero el suyo ha sido un Gobierno dividido en los asuntos domésticos e internacionales que no ha brindado soluciones a los problemas del país.
Aun así, se ha ganado un lugar en los libros de Historia, no tanto por haber puesto fin al récord de Netanyahu de permanencia consecutiva en el poder (12 años) como por albergar al antecitado partido Raam. Con independencia de lo que se opine al respecto –y las críticas de Netanyahu suenan hueras porque sus propias negociaciones con el partido islamista contribuyeron a la legitimación de su inclusión en el Gobierno–, fue un hito que debió poner punto final a la discusión sobre si los árabes son ciudadanos israelíes de pleno derecho.
Pero que no haya sido así no debería sorprender. Los hechos nunca han sido una réplica eficaz ante quienes abominan del Estado judío.
Después de todo, Israel es una democracia desde el primer día de su existencia. Los árabes han servido no sólo en la Knéset (Parlamento) sino como alcaldes, diplomáticos y aun como jueces, incluso en la Corte Suprema. Pero para quienes piensan que no tiene derecho a existir un Estado con mayoría judía dedicado a preservar y proteger tanto a su pueblo como el derecho de éste a vivir, construir y ejercer la autodefensa en su hogar ancestral, todo eso son meros detalles inconvenientes que han de ignorarse.
Lo mismo cabe decir sobre los continuos consejos americanos acerca de que Israel necesita asumir riesgos y sobre la extendida creencia de que canjear tierras por la esperanza de la paz pondría fin al conflicto con los palestinos.
Esos críticos ignoran que los Acuerdos de Oslo, en los que Israel permitió al terrorista Yaser Arafat que gobernara de forma autónoma la Margen Occidental y la Franja de Gaza, sólo llevaron a un incremento de la violencia contra Israel en vez de a una paz duradera, como tanta gente anhelaba. En 2000, 2001 y 2008, los palestinos (primero con Arafat y luego con Mahmud Abás) rechazaron sucesivas ofertas para la creación de un Estado en Gaza, parte de Jerusalén y casi toda la Margen Occidental, a cambio de su reconocimiento de la legitimidad de un Estado judío. En 2005, el entonces primer ministro israelí Ariel Sharón retiró a todos y cada uno de los soldados, colonos y asentamientos israelíes de Gaza, en la pueril idea de que eso llevaría a la paz. Sin embargo, Gaza se convirtió en un Estado palestino independiente en todo salvo en el nombre gobernado por terroristas de Hamás.
Si todo eso no despertó a los israelíes y sus amigos a la realidad de que ningún gesto, retirada territorial u oferta de paz influirá en quienes secundan la campaña para la destrucción de Israel, nada lo hará.
En los meses que siguieron a la debacle de la cumbre de Camp David de 2000, en la que el primer ministro israelí Ehud Barak y el presidente norteamericano Bill Clinton ofrecieron la paz a Arafat, entrevisté al ministro de Exteriores israelí, Shlomo ben Ami, que me reconoció que el esfuerzo por la paz de su Gobierno no sólo había fracasado, sino que Arafat lanzó una guerra terrorista de desgaste conocida como Segunda Intifada. Pues bien, Ben Ami pensaba que aún podría salir algo bueno de ello. “Ya nunca más será acusado Israel de ser un obstáculo para la paz”, predijo. “De ahora en adelante, todo el mundo sabrá quién quiere la paz y quién ha optado por la guerra”, añadió, en alusión a las decisiones de Arafat.
Ya han pasado más de 21 años, y aún no sé si reír o llorar al evocar su ingenuidad.
En un mundo donde el antisemitismo no fuera la fuerza motora de la centenaria guerra contra el sionismo, los 12 meses de presencia de un partido árabe en el Gobierno israelí habrían sido un momento decisivo en la discusión. En cambio, han demostrado ser tan ineficaces en la defensa de la causa israelí ante el mundo como todos los esfuerzos por la paz y la coexistencia que ha hecho Israel a lo largo de su historia.
La lección que cabe extraer no necesariamente tiene que ser la de reflexionar si hay que repetir el experimento Raam. Lo que toca asumir es que Israel no debería adoptar jamás una posición –con independencia de lo riesgosa o generosa que sea– en la creencia de que así mejorará su imagen entre sus detractores. Israel debería hacer siempre lo que sea mejor para su seguridad y el bienestar de su pueblo. Tanto el Estado judío como sus amigos deben olvidarse de una vez del espejismo de que los críticos y enemigos de Israel deploran su desempeño, porque lo que verdaderamente les motiva es su destrucción.
© Versión original (en inglés): JNS
© Versión en español: Revista El Medio
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