Ahora que se ha asentado el polvo de la gira del presidente Joe Biden por Oriente Medio, es hora de que tanto sus partidarios como sus críticos admitan que mucho de lo que han estado discutiendo no importa tanto como creen.
El debate en Israel sobre la visita pareció centrarse en si el simbolismo de la reafirmación pública de Biden de la alianza entre los dos países era más importante que el hecho de que sus políticas perjudiquen o no a Israel, y que sus esfuerzos por preservar una alianza anti Irán con las naciones árabes. En contra de los deseos de sus críticos de izquierda, Biden no está desmantelando sino preservando los pilares de la relación entre Estados Unidos e Israel. Lo cual fue suficiente para que el establishment político y mediático israelí le diera el tratamiento de héroe. Al mismo tiempo, su insistencia en resucitar el enfoque del presidente Barack Obama sobre Irán y los palestinos es profundamente preocupante. Lo mismo puede decirse de los ínfimos avances para ampliar los Acuerdos de Abraham registrados durante su mandato.
Pero aunque es necesario analizar el impacto de las deficiencias de las políticas de la Administración, el debate sobre la gira y sus consecuencias debe situarse en una perspectiva más amplia. El problema no es tanto la insensata posición de Biden sobre cómo detener la carrera nuclear iraní, o que sus gestos hacia la Autoridad Palestina socavan la paz en lugar de promoverla. El problema es que un presidente ampliamente percibido como débil e incapaz de idear o ejecutar una estrategia coherente de política exterior es un lastre para los aliados de Estados Unidos, independientemente de lo inteligentes o estúpidas que sean sus iniciativas concretas.
Los primeros 18 meses de Biden han sido duros. Tras llegar al cargo con altos índices de popularidad, sus cifras de aprobación se han desplomado en el último año, pues el desastre de Afganistán, la inflación récord (creada en parte por un gasto descontrolado), los problemas en la cadena de suministro como consecuencia de las secuelas de la pandemia del coronavirus en todo el mundo y el hundimiento de la economía han socavado la confianza en su liderazgo.
Aunque algunos le dan buena nota por su enérgica respuesta a la agresión rusa contra Ucrania, la estrategia de aislar a Rusia y tratar de destruir su economía ha resultado contraproducente. Puede que los rusos no hayan conseguido conquistar Ucrania, pero no están peor que antes de que su presidente, Vladímir Putin, diera la orden de intentar apoderarse de un país vecino. Por el contrario, Estados Unidos ha sufrido mucho con las políticas energéticas de Biden, tanto dentro de sus fronteras, debido a la fidelidad de la Administración a la doctrina ecologista, como en el extranjero, debido al enfrentamiento con Rusia. Parte de la culpa es de Putin, pero los errores de Biden son tanto o más responsables de la debacle económica generada.
Después de todo, fueron las consecuencias de la guerra de Ucrania -y no el deseo de lograr un avance histórico entre Israel y Arabia Saudí- lo que motivó su reciente viaje. A pesar de la obsesiva atención que recibieron sus actividades en Israel, el acontecimiento principal fue su posterior visita a Riad. Después de comprometerse a tratar a Arabia Saudí -y a su dirigente de facto, el príncipe heredero Mohamed ben Salmán (MbS)- como un paria internacional, Biden se vio obligado a ir al reino del desierto con la gorra en la mano para pedirle que hiciera algo para aminorar las consecuencias que sus decisiones han tenido en la economía estadounidense. Eso significó tragarse sus palabras y reunirse con MbS.
Sin embargo, esa humillación (y el estúpido choque de puños que intentó con el príncipe, en vez del usual apretón de manos) no habría sido nada si hubiera logrado algo que contribuyera a resolver el dilema estratégico que tiene planteado Estados Unidos. Pero no lo logró. La Administración puede exhibir algunos gestos en lo relacionado con el aumento de la producción de petróleo, pero en lo fundamental no consiguió nada de MbS que no estuviera en marcha antes de la visita de Biden. Para colmo, los saudíes contradijeron su versión sobre su encuentro con MbS, según la cual puso sobre el tapete los derechos humanos y la supuesta responsabilidad del príncipe en el asesinato de Yamal Jashogui, columnista ocasional del Washington Post y probable agente de influencia de Qatar y sus aliados iraníes.
Hay que plantear serios interrogantes sobre una política estadounidense que parece considerar la defensa de la integridad territorial de Ucrania como su máxima prioridad, mientras al mismo tiempo persigue el apaciguamiento de Irán y no consigue elaborar una estrategia consistente o coherente para contrarrestar la influencia de China.
Pero el viaje a Arabia Saudí, junto con las habituales y crecientes meteduras de pata de Biden, que alimentan la preocupación por su edad y su salud, puso de relieve un problema más importante. Después de tratar con una Administración alternativamente hostil y amigable a regañadientes desde enero de 2021, los saudíes parecen haber llegado a la misma conclusión sobre Biden que sus enemigos iraníes. Lo consideran un líder débil y poco fiable y lo tratan en consecuencia, algo alucinante dado el enorme desequilibrio de poder entre los dos países.
Pese a que están mucho mejor cuando son ignorados por Washington y la prensa internacional, los israelíes disfrutaron de la atención que les prestó Biden. El primer ministro, Yair Lapid, y su aliado, el presidente Isaac Herzog, aprovecharon la ocasión al máximo, colmando de honores al líder estadounidense, en la esperanza de que ayude a alejar la posibilidad de que el ex primer ministro Benjamín Netanyahu vuelva al poder en las elecciones de otoño. Esto implicó disimular las diferencias en cuestiones importantes y tratar los pequeños triunfos -por ejemplo, el vuelo directo entre Israel y Arabia Saudí- como si fueran importantes, a pesar de que Jerusalén y Washington no lograron que Riad hiciera más para formalizar su alianza con el Estado judío.
Pero los saudíes no ocultaron su desprecio por Biden, dándole una bienvenida mucho menos fastuosa que la que recibió Trump cuando los visitó en 2017. Más que buscar complacerlo, fueron claros sobre su desconfianza. Eso encaja con la evaluación que los iraníes hacen de Biden: parecen disfrutar del juego de llevarle a negociaciones en las que las concesiones estadounidenses nunca son suficientes para convencerle de que firme un acuerdo nuclear aún más frágil que el que Obama negoció en 2015.
La percepción de la incompetencia de Biden es algo que puede ser considerada injusta por su menguado grupo de partidarios. Pero va más allá de los malos números de las encuestas y de la incapacidad de la Casa Blanca para controlar el ciclo de noticias en prácticamente cualquier circunstancia. También desempeña un papel muy importante a la hora de determinar la capacidad de Estados Unidos de alcanzar sus objetivos en política exterior, independientemente de si las ideas que los sustentan son sólidas o no. Sea cual sea la causa, las apariciones de Biden en la escena internacional hacen más mal que bien.
Todo lo que Biden logró en la gira por Oriente Medio fue poner de manifiesto lo que ha socavado su Administración y provocado el desplome de su valoración popular. Más allá de los errores que Washington haya cometido en la región (y que parece estar dispuesto a seguir cometiendo), las cosas pintan mal para la alianza entre Estados Unidos e Israel y la lucha contra Irán.
© Versión original (en inglés): JNS
© Versión en español: Revista El Medio
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