La necesidad de trabajar por la seguridad y estabilidad regional es una de las tantas premisas para continuar promoviendo la normalización entre los estados árabes e Israel, algo que se encuentra latente en el Golfo desde la firma de los Acuerdos de Abraham entre Israel, Bahréin y Emiratos Árabes Unidos.
A falta de la firma de Arabia Saudita para acompañar la normalización, los estados del Golfo y África del norte han adoptado la intención de sentirse más seguros a partir de la constitución de la Cumbre de Negev que inició los periódicos foros de consultas desde marzo de 2022. Sobre esto último debemos hablar también del Reino de Marruecos y Sudán, buscando el primero el acompañamiento en su disputa territorial por el Sáhara Occidental y el segundo desprenderse de la carga histórica de haber sido fuente del terrorismo transnacional.
Los procesos de normalización buscan el establecimiento de relaciones que permitan considerable cantidad de beneficios complementarios como el comercial, diplomático y el turístico, pero lo esencial es garantizar escenarios de seguridad y mayor control en zonas que son sensibles para la economía global. Si consultáramos un mapa de Oriente Medio y Oriente Próximo, particularmente en el Golfo, veríamos que hay dos zonas verdaderamente sensibles a los conflictos armados y que su inestabilidad podría impactar de lleno en las finanzas globales: el estrecho de Ormuz y el estrecho de Bab El Mandeb, cercano a Yibuti y Yemen, una de las amenazas más grandes que se ciernen sobre la puerta sur de Arabia Saudí.
Yemen es un escenario multifacético en el que ocurren en simultáneo distintas acciones: es un estado que no ha podido absorber las demandas políticas y sociales emanadas de las revueltas de 2011; es un escenario proxy entre Arabia Saudita e Irán; es una de las nuevas cunas del fundamentalismo islámico; es el escenario de una cruenta guerra civil y crisis humanitaria. Yemen es todo eso al mismo tiempo.
Desde el 2015 se enfrentan dos bandos muy bien definidos: los hutíes, liderados por Abdalmalik y fuertemente influenciados por Irán y Hezbollah, y la coalición de los países árabes liderada por Arabia Saudita y escudada por Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Kuwait, Qatar, Marruecos, Sudán, Senegal y con el apoyo también de Egipto y Jordania. Esta distribución permite inferir un rasgo estructural de la guerra: es otra disputa entre el chiismo y el sunismo por el control del mundo islámico que a su vez está representada por la puja entre Arabia Saudita, protector de los Santos Lugares según el título que el rey posee y la República Islámica de Irán, una potencia regional con intenciones de alcanzar el tutelaje de todos los grupos chiitas diseminados por Oriente Medio y conquistar la hegemonía regional, pero también hacia adentro del islam.
La disputa entre Irán y Arabia Saudita es, por sobre todas las cosas, de carácter geoestratégico: ambos disputan también el dominio de los pasos del comercio, gas y petróleo que fueron mencionados más arriba. Solamente considerando el estrecho de Ormuz, vemos que por allí pasan casi 20 millones de barriles de petróleo por día. Es una zona tan importante como sensible y el control de su statu quo es crucial para los intereses de muchos países alrededor del mundo.
Los hutíes de Yemen, además, están ubicados en la parte sur del Reino Saudita y sus misiles, provistos por el financiamiento iraní y la logística de Hezbollah, apuntan ni más ni menos que al corazón de la economía saudí que es el petróleo. El régimen teocrático de Irán ha encontrado en los hutíes la forma de amenazar a los sauditas y golpearles en donde más les duele que es el centro económico ligado a Aramco, la compañía de petróleo nacional.
Hay un dato más que evidencia la peligrosidad del brazo armado iraní en Yemen: a sabiendas que Irán busca el dominio del chiismo y, por lo tanto, ganar preponderancia dentro del islam, el gobierno de Teherán persigue siempre un levantamiento de las minorías chiitas que habitan en países gobernados por sunitas: dos casos emblemáticos son el propio Arabia Saudita y Bahréin. Por lo tanto, a efectos de su seguridad, Arabia Saudita debería calibrar su normalización con Israel bajo los parámetros estratégicos y políticos, pero no bajo los fundamentalistas y dogmáticos como la causa palestina.
Arabia Saudita, quien se comporta como el hermano mayor del Consejo de Cooperación del Golfo, tiene dentro de su parte oriental, donde también se ubican los pozos petroleros, una minoría chiita cercana desde lo político y lo espiritual al movimiento de masas del islamismo chiita que emana desde Teherán. Dicho más simple: al igual que en Bahréin, puede Irán promover un levantamiento de la población que profesa el chiismo y que a su vez son zaidíes e ismailíes habitando Najarn, Qatif y Al-Ahsa lo que los llevaría a ocupar cerca de un 15% de la población total.
Acorde al ritmo de la política en el Golfo, la garantía de seguridad es una condición ineludible para alcanzar mayores márgenes de maniobra en la búsqueda de poderío regional. Cuando retumben los misiles de los hutíes cerca de Riad y los tambores del himno de guerra iraní resuenen más cerca, entonces la Casa Saudí habrá comprendido el alto costo de una guerra solo perpetuada por el dogmatismo incendiario. Amenaza real y oportunidad para la historia del reino saudí.
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