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| sábado noviembre 23, 2024

Los múltiples mensajes claves del Presidente de Israel en Iom HaShoá

Fotos: Kobi Gideon, GPO


 

El presidente de Israel Itzjak Herzog pronunció este lunes en Yad Vashem un significativo discurso en la ceremonia oficial de apertura del Día de Conmemoración de los Mártires y Héroes del Holocausto, Iom HaShoá VehaGvurá. Fue una fuerte combinación de mensajes a los enemigos del pueblo judío, de homenaje a los héroes que combatieron a los nazis aunque sabían que no los derrotarían militarmente, de mensajes a la sociedad israelí que hoy discute enérgicamente sobre temas internos que la dividen.

Fue un discurso sobre el horror y la esperanza.

Recomendamos leerlo.

 

En este momento, un momento de misericordia y verdad, podemos verdaderamente escuchar los latidos del corazón de toda una nación, de pie ante sus “Días de Temor”: la semana que comienza esta noche y terminará al concluir el 75° Día de la Independencia de Israel.  Pero este año no es un año cualquiera. Y este día de conmemoración es como ningún otro. Este año, los sentimientos son duros y los hombros están encorvados, como señal del peso de la discordia que se cierne sobre nosotros. Me dirijo a ustedes, ciudadanos y ciudadanas de Israel,  con una simple plegaria: dejemos estos días sagrados, que comienzan esta noche y terminan el Día de la Independencia, por encima de toda disputa; unámonos como siempre, juntos en el dolor, en el recuerdo.

 

Quiero hablarles hoy aquí de sólo diez palabras: un museo de cráneos y esqueletos de una raza extinta. Del Pueblo Judío. Siegbert (Sigi) Rosenthal tenía exactamente cuarenta años cuando Dani, su hijo mayor, nació en el verano de 1939, en Berlín, en la Alemania nazi. Esta fotografía es una rara imagen de ellos juntos.

Un momento pequeño, puro y simple, antes de que su mundo fuera destruido. Un padre que lleva en sus brazos a su hijo, su único hijo, el hijo que amaba. Un momento antes de ser sacrificado por un soldado del diablo que agitaba su cuchillo para matar al niño.  Uno realmente puede ver, oír, sentir el rostro amable del padre. La risa del bebé. La fotografía sobrevivió. Sus héroes no. A mediados de marzo de 1943, la familia Rosenthal (el padre, la madre y un niño pequeño) fueron deportados a Auschwitz. Dani y  su madre, Erna, fueron enviados directamente a las cámaras de gas. Dani tenía sólo tenía tres años y ocho meses.

 

Muchas historias sobre el Holocausto terminan aquí. Este mal por sí solo es suficiente para aterrorizar a cualquiera “que tenga aliento en su nariz” (Isaías 3:22). Pero en el caso de Sigi Rosenthal, la maldad de los nazis no conoció límites. No era banal; era infinito. Sigi fue enviado a trabajos forzados. En su brazo izquierdo, los nazis tatuaron el número 107933.

 

Unos meses después, fue llevado para su exterminio al campo de Natzweiler-Struthof, en suelo francés. Eso Se convertiría en el capítulo inicial de una monstruosidad espeluznante: un museo de calaveras y esqueletos de una raza extinta.

 

Sigi Rosenthal, el padre del pequeño Dani, fue una de las 86 víctimas judías humanas cuyos órganos fueron utilizados para experimentos de antropólogos nazis; cuyos esqueletos, narices, orejas, estructuras craneales y rasgos faciales darían voz a la ideología racial nazi mejor que cualquier palabra. Sigi y sus compañeros judíos fueron llevados, torturados y asesinados en una cámara de gas pequeña y llena de gente, solo para que las partes de su cuerpo pudieran ser presentadas en un museo de cráneos y esqueletos de una “raza extinta”. El museo de los horrores que planeó la bestia nazi, en la Reichsuniversität Strasburg en Francia. Una colección de órganos de nuestros hermanos y hermanas, cuyos cuerpos fueron abiertos, descuartizados e introducidos en tubos de ensayo y botellas de vidrio para ser expuestos y catalogados de manera ordenada.

 

Una y otra vez, los cuerpos y la dignidad de las víctimas de este terrible y oscuro crimen fueron violados. En los campos, en las cámaras de gas; incluso en una facultad de medicina. “Su sangre se derramó como agua… sin que nadie los enterrara” (Salmos 79:3).

 

El museo de calaveras y esqueletos de una raza extinta reflejaba cómo, con una crueldad espeluznante, los nazis también pensaban en el día después. El día en que ningún judío vivo quedaría en ninguna parte de la tierra. ¿Cómo recordaría el mundo “ilustrado”, “limpio” de judíos, a esta extinta raza inferior? ¿Cómo sabrían los miembros de la raza superior que había sido correcto eliminar a estos infrahumanos de su mundo humano «puro»? Se suponía que este museo proporcionaría una respuesta a esta pregunta. Era el final de la Solución Final.

 

El proyecto tenía un comandante: el profesor August Hirt, un médico, un hombre que había prometido salvar vidas, quien, horriblemente, hizo de esta colección de órganos judíos la meta de su vida. Su gente realizó mediciones de cientos de reclusos en Auschwitz antes de decidir qué cuerpos abrir, cortar y poner en tubos de ensayo y botellas de vidrio, para una exhibición ordenada y catalogada en una colección, para futuros visitantes.

 

Ochenta y seis mundos, mundos de amor, alegría y sueños, reducidos a miembros desmembrados. “Y nadie sabe el lugar de su sepultura hasta el día de hoy” (Deuteronomio 34:6). Y no encontraron el descanso perfecto. Este horrible, depravado y enfermizo acto de asesinato con el propósito de exhibición pública ejemplifica la depravación, que “nunca ha sucedido ni visto tal cosa” (Jueces 20:30). Las profundidades del abismo más escalofriante de la historia humana. El mismo infierno.

 

Mis hermanas y hermanos, con heroísmo humano y asistencia divina, los Aliados se sobrepusieron al tirano. Con heroísmo humano y ayuda divina, triunfó el espíritu; el espíritu de nuestro pueblo, que se levantó con las alas llenas de cicatrices de las espantosas profundidades del Holocausto. Fue este espíritu el que triunfó.

 

El milagro de nuestro renacimiento hace setenta y cinco años fue la victoria de la luz sobre las tinieblas. Nos levantamos del polvo y las cenizas. La estrella  amarilla fue cambiada por la bandera de Israel. El fuego de los hornos fue sustituido por el fuego  de la creatividad y la construcción. Fundamos un estado ejemplar. Como está escrito: “Porque Jehová consolará a su pueblo, Redimirá a Jerusalén” (Isaías 52:9).

 

Sobrevivientes de la Shoá, héroes del renacimiento: con vuestra fortaleza, vuestra elección por la vida , son fuente de inspiración y esperanza. Todos los días, incluso ahora. Es a ustedes que se dirige nuestra mirada. A vuestro amor por el país y la tierra. A vuestro amor por tu pueblo. ¡A vuestro  amor por el hombre!

 

La antorcha conmemorativa, la llama eterna que arde aquí en Yad Vashem, en el monte del Recuerdo de nuestra nación, no está limitada ni por el tiempo ni por el espacio. Trae consigo la eternidad; transmite significado. Esta columna de fuego es la luz al final del túnel de los horrores del Holocausto; nos guía, nos sostiene y, no menos importante, nos asigna una responsabilidad: una responsabilidad trascendental. Sobre todo, nunca depender de la misericordia de los demás. Continuar manteniendo y construyendo nuestra nación y nuestro estado judío y democrático por nosotros mismos, para que podamos crecer y prosperar como  hogar nacional del pueblo judío, y como un hogar amado, humano, respetuoso, fuerte y estable para todos los ciudadanos de Israel.

Otra responsabilidad es la tarea de la memoria, y más importante: la tarea de aprender de la memoria. Recordaremos a aquellos que creyeron en el ser humano, en su alma y su espíritu, que arriesgaron sus vidas para salvar aunque sea una sola alma; recordaremos y aprenderemos de sus acciones. Recordaremos lo que nos hizo Amalek, lo que hicieron los villanos nazis y sus cómplices; recordaremos la horrorosa maldad humana; recordaremos y lucharemos contra el odio, el antisemitismo y el racismo en todas sus formas.

 

Ciudadanos de Israel, este año, más aún, deseo agregar algo importante aquí: la abominación nazi fue un mal sin precedentes, sin paralelo de ningún tipo. No fue mera malicia. Fue una infinidad de horror. Debemos recordar, repetir e internalizar, una y otra vez: ellos, y solo ellos, eran nazis. Eso, y solo eso, fue el Holocausto. Incluso en medio de fortísimas discrepancias sobre el destino, la fe, los valores, debemos tener cuidado y  evitar cualquier comparación, cualquier equivalencia, ni con el Holocausto ni con los nazis. En medio de este día sagrado, pareceería que hay que decir incluso lo obvio: para el monstruo nazi, las opiniones dentro de nuestro pueblo no hacían diferencia ninguna.  Ninguna de las formas de pensar, creencias o formas de vida, diferencias o  variedades dentro de nuestro pueblo, tenía significado alguno.

 

Para ellos, todos éramos un solo pueblo, “esparcidos y dispersos entre los otros pueblos” (Ester 3:8), cuyo destino era uno: la muerte y la extinción. Y nuestra victoria sobre ellos, una victoria que se desarrolla día a día, es la victoria de una sola nación.

Actualmente estamos celebrando 75 años del  renacimiento de Israel.  Setenta y cinco años de victoria, en los que el Estado judío y democrático de Israel, y la sociedad israelí, erguidos,  se levantan y declaran ante el monstruo nazi y quienes seguirían su camino, incluso en esta generación: no nos vencerán. No podrán con nosotros, porque somos hermanas y hermanos.  Sí, hermanos que saben discutir y disentir. Pero nunca odiar. Nunca enemigos. Somos un solo pueblo, y un solo pueblo seguiremos siendo, unidos no solo por una historia dolorosa, sino también por nuestro futuro y destino compartidos y llenos de esperanza.

 

Queridos sobrevivientes del Holocausto, damas y caballeros. Empecé mi discurso de esta noche con el museo de calaveras y esqueletos, y con esto quiero terminar, porque aquí también, ¡el pueblo eterno ha demostrado que nada puede extinguirlo! Solo décadas después del final de la guerra se devolvieron los nombres de las 86 víctimas. Luchadores por la memoria y la dignidad humana, justos absolutos, de Israel y de las naciones del mundo, trabajaron durante muchos años por este fin, y de alguna manera, a través de un esfuerzo puro y decidido, que tuvo repercusiones también en Francia y en toda Europa, lo lograron. Al principio, encontraron números. Luego, nombres. Luego, los nombres se convirtieron en personas. Con historias de vida. Con fotografías.

 

Así, con un retraso de sesenta años, Hadassah, la hija de Sarah Bomberg-Birenzweig, descubrió qué destino corrió su madre en el Holocausto. Su madre, Sarah, la había colocado en un orfanato en Bélgica antes de que la enviaran a Auschwitz. Cuando se separaron, ella le prometió que algún día se volverían a encontrar. Sarah no pudo cumplir su promesa. Fue asesinada, entre las víctimas del museo de calaveras y esqueletos de una raza extinta.

 

Su hija, Hadassah Bomberg, hizo aliá a Israel al final de la Segunda Guerra Mundial. Se casó y se instaló en el moshav  Nir Galim. A su hija mayor le puso el nombre de su madre, asesinada con las víctimas de ese espantoso museo: Sarah. Hablé esta semana con Sarah Pastel-Bell, la nieta de Sarah, quien está aquí esta noche con su familia.

 

¡Esta es la respuesta más terminante para todo aquel que nos llame una raza extinta!

Sarah y su familia son la encarnación de la victoria y la esperanza. La victoria de una nación que tuvo el privilegio de retornar a su tierra  luego de 2.000 años de exilio; una nación que se levantó de las profundidades más terribles del infierno, hacia el renacimiento como estado; una nación bendecida con enormes poderes de creatividad, trabajando en la búsqueda de tikun olam, sanando al mundo, como parte de la familia de naciones. Una nación que, mientras aún respire, seguirá marchando y proclamando: ¡Hineni! ¡Estamos aquí! ¡Aquí! Aún así, ¡vivimos! ¡Am Israel Jai-el Pueblo de Israel vive!

Que el recuerdo de nuestros hermanos y hermanas, víctimas del terrible Holocausto, sea preservado y se mantega por siempre en el corazón de nuestro pueblo,  de generación en generación, para siempre.

 
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