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| domingo diciembre 22, 2024

Israelíes: Una carta a mi mismo


Antonio Muñoz  Molina

6 de febrero del 2013

israel23

Dar explicaciones en una ocasión como ésta puede que sea superfluo. En primer lugar, porque de entrada es raro que uno escritor tenga que explicar el hecho de que ha aceptado y va a viajar a recibir un premio otorgado por una feria internacional del libro: premio que además han recibido antes que él algunos de los escritores que más admiración y respeto le inspiran, y de los que en bastantes casos ha aprendido lecciones no sólo de maestría literaria y rigor intelectual sino también de decencia civil. En segundo lugar, puede que sea vano dar explicaciones cuando está bastante claro que muchas personas favorables a uno no las necesitan, y otras, hostiles, no van a considerarlas.

Aun así, me apetece puntualizar algunas cosas en este cuaderno, para que quede constancia de mis palabras literales, aparte de las que en estos días haya podido decir a los periodistas que me han preguntado; y también para corresponder al afecto y al interés continuo de los amigos que leen el blog y participan en él.

Explicar por qué acepto un premio me parece una descortesía hacia quienes han tenido la generosidad de concedérmelo. Lo que me importa explicar aquí es por qué no acepto ni he aceptado nunca las simplificaciones y los estereotipos sobre Israel que se difunden con tanto éxito en Europa, y particularmente en España, donde tan amigos somos de las diatribas binarias: blanco o negro, bueno y mano, derecha e izquierda, etc. La ecuación es sencilla, y por lo tanto halagadora. O se es pro israelí o se es propalestino; israelí=malo; palestino=bueno; proisraelí= de derechas; propalestino=izquierda. Incluso a veces no viene mal, aparte de convertir a los israelíes en un bloque compacto y malvado, confundir israelí y judío. Al fin y al cabo estamos en un país donde hay pocos judíos y donde los pocos que hay procuran no hacerse muy visibles, y donde la ignorancia, aun la que carece de mala intención, puede ser alarmante. Más de una vez, en Nueva York, un visitante de España me ha preguntado cómo se va a “la calle de los judíos”. Se refieren a ese tramo de la calle 47 en la que están los comercios de diamantes. Mi mujer o yo les explicamos que casi todas las calles, más o menos, son calles de los judíos, porque Nueva York está llena de ellos, pero que a la mayor parte no se les nota, igual que a los españoles no suele notarsénos ni en la cara ni en el vestuario que nos bautizaron como católicos. Pero para mucha gente en España un judío es un ultraortodoxo con levita y sombrero negro, barba y tirabuzones.

Añadirle a la caricatura un fusil automático para convertirlo en un colono armado en los asentamientos de Cisjordania cuesta sólo un paso más. Pero la realidad es mucho más compleja: tanto que por poco que uno se asome a ella resulta ultrajante la reducción de todo un país a unos cuantos lugares comunes, a los términos excluyentes de lo uno o lo otro. Yo no creo que haya que elegir entre estar con los israelíes o estar con los palestinos. Estar a favor de los unos implica necesariamente defender a los otros, porque sólo un acuerdo justo y practicable puede garantizar el porvenir de Israel y el de Palestina. Los palestinos tienen derecho a un país exactamente igual que los israelíes. Y como los dos no tienen más remedio que estar juntos no les queda más remedio que entenderse, antes o después. Israel tiene la misma obligación que cualquier otro país a someterse a las leyes internacionales: pero también habrá que reconocer que tiene el mismo derecho a existir que cualquier otro país.

Es legítimo defender desde Europa los derechos de los palestinos, pero no se trata de un mérito que nos ponga moralmente y políticamente por encima de los ciudadanos de Israel. Mucha gente, en ese país, milita en defensa de esos mismos derechos, y critica con rigor y coraje los abusos que se cometen en los territorios ocupados, y participan activamente en organizaciones solidarias y de defensa de los derechos humanos, en proyectos de convivencia entre judíos y árabes, en escuelas bilíngües donde niños del uno y del otro lado, para aprender a convivir, empiezan por aprender la lengua de los otros.

Yo no me considero por encima de esas personas. No creo que cualquiera de nosotros, en la seguridad de Europa, tenga que darles ninguna lección. Nosotros no tenemos cerca de nuestro país a regímenes dictatoriales o teocráticos cuyos dirigentes proclamen expresamente su voluntad de borrarnos del mapa. No hay abuso del pasado que justifique ningún abuso del presente, pero cuando en Europa se juzga con tanta superioridad moral a Israel quizás convenga recordar el hecho de que ese país existe, sobre todo, porque hubo una época no lejana en la que ser judío en esa misma Europa era estar condenado al exterminio, y en la que los que conseguían huir no encontraban simpatía en ninguna parte, sino expulsiones y fronteras cerradas.

Yo no tengo que ir a Israel armado de suficiencia o de arrogancia a decirles a los ciudadanos cosas que muchos de ellos saben, denuncian y debaten, en una sociedad abierta en la que la libertad de expresión se practica con una viveza, un apasionamiento y una seriedad ejemplares. Si acaso, me conviene escuchar y aprender de muchas personas, escritores o no, que siento que se parecen a mí, en sus aficiones, en sus intereses, en sus convicciones democráticas y laicas, en su defensa de las igualdad entre las personas y la justicia social.

Iré a dar las gracias a quienes me han premiado y a quienes me leen. Y, como en cualquier otro sitio, reivindicaré  lo que más me importa de la literatura, que es la expresión soberana de la libertad de imaginación y de conciencia, de la igualdad básica entre las personas y la singularidad absoluta de cada una de ellas. Y tendré la alegría de encontrar a algunos amigos y a algunos escritores a los que quiero y admiro, y espero que también se me presente la oportunidad de hacer alguna contribución mínima y tangible al esfuerzo de quienes practican el activismo de la concordia.

 
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