Foto AFP
La corrección política ha pasado, de ser una pedagogía de la tolerancia, a ser una losa que cae encima de la libertad de pensamiento y de opinión. Es una lacra que distorsiona la lente con la que miramos la realidad, y también distorsiona la información. Se miden las palabras, los conceptos, se suavizan los datos, todo parece útil con tal de no vulnerar los cánones que la censura de lo políticamente correcto ha impuesto. Me lo decía José Luís Martín, en la presentación, en el ‘Pentàgon’ de 8tv, del libro ‘Desmemorias de una revista satírica’, sobre ‘El Jueves’: “Hoy puedes hacer una portada burlándote del rey, pero no puedes mofarte de un homosexual”. Y añadía que se abusa tanto de la corrección política, que está destruyendo la irreverencia del humor y su libertad creativa. De hecho, esto explicaría el nuevo fenómeno del éxito del humor francés vinculado a la extremaderecha: al no tener ningún límite en la corrección política se convierte en el humor más corrosivo de todos.
Y si este fenómeno comienza a pasar en el humor, es evidente que pasa desde hace mucho tiempo en el debate público. Mientras toda la opinión democrática aplica hasta el paroxismo la corrección política, la extrema derecha se tira de cabeza para reventarla, y por el camino conecta con mucha población que se queda sin referentes para entender la realidad que vive. Este es el núcleo del problema: entre la permanente censura de la corrección política y la negación completa de toda ella no hay un espacio intermedio en el que poder plantear una mirada alternativa. Y aquellos que se atreven a plantearla, son inmediatamente castigados por la santa inquisición del progresismo, guardián permanente del santo grial de la corrección política. Se habla de la inmigración como un problema complejo, y zas, se lo tilda de xenófobo; habla del problema del integrismo islámico, o de la misoginia que sacude las comunidades musulmanas, y le cae la acusación de islamófobo; y si plantea las dos cuestiones de manera problemática, se le tilda de fascista. Término, por cierto, que la progresía blanquea brutalmente, de tanto que abusa. El listado es largo: los que critican la subida de impuestos son capitalistas descarnados; los que hablan bien del cristianismo son un séquito de reaccionarios, herederos directos de las cruzadas medievales; si no compran al completo al ley Trans, son unos transfóbicos, etc.
Esta censura permanente del pensamiento afecta seriamente la información periodística, muy sensible a no desviarse del camino políticamente correcto. Pongo el ejemplo de la cuestión islámica, el debate sobre la cual está dominado por los gurús de la progresía que imponen la concepción multicultural como un dogma de fe que entierra cualquier crítica. El otro día dio un buen ejemplo el diputado Wagensberg en el Parlament al banalizar el problema del salafismo islámico en Catalunya de una manera tan frívola e ilusa, que se entiende perfectamente por qué Silvia Orriols conecta mejor que él con las preocupaciones de la gente. Al margen de no saber de qué hablaba, redujo a la nada un fenómeno ideológico que mueve millones de financiación, que impregna la mayoría de mezquitas europeas y que se está convirtiendo en el principal problema democrático de toda Europa. El salafismo es una ideología misógina, antidemocrática, racista y homófoba, tiene recursos económicos ilimitados y combate las leyes democráticas con sutil inteligencia, allá donde hay democracias. Que en Catalunya, por ejemplo, se permita el toples y a la vez se considerae normal usar la terrorífica pieza del burkini, una auténtica prisión textil para las mujeres, es el ejemplo surrealista del cacao mental de todos estos. Pero lejos de abrir en canal el debate, se esconde bajo escombros del buenismo ingenuo. El ejemplo es Francia: porque, al hablar de las revueltas, no se dice nada de la cuestión islámica, que está en el centro del fenómeno. Los gritos de «Allahu Akbar», los gritos en contra de Francia, los gritos contra la democracia… no son lemas de juventud, sino un esquema mental minuciosamente trabajado durante décadas.
Pasa en Francia y pasará aquí porque la corrección política hace dos cosas que son letales: una, minimiza la ideología islamista, de corte totalitario; y dos, abandona las comunidades a los líderes salafistas, bajo el amparo de la multiculturalidad. Error sobre error, y van para bingo
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