Nada más alejado de la realidad que esa visión de la diáspora como fenómeno global. Nunca, a lo largo de los últimos tres mil doscientos años, dejó de haber judíos en Judea y Samaria (hoy Cisjordania o Margen Occidental del Jordán). Estaban allí, por supuesto, en 1200 a.C., durante los periodos llamados de Josué y de los Jueces. La Torá —el Antiguo Testamento— puede ser más o menos imprecisa en términos cronológicos pero no altera el orden de los acontecimientos, de modo que, con la precisión de la que hoy son capaces arqueólogos e historiadores, permite seguir muy bien el proceso.
Probablemente el profesor Roy Chweidan exagere al afirmar en su buen resumen de esta parte de la historia que hacia el año 1000 había dos millones de judíos en Judea y Samaria, pero aunque fueran unos cuantos menos, lo cierto es que por entonces estableció el rey David el reino de Judea con capital en Jerusalem.
Casi medio siglo más tarde, el rey Salomón inició la construcción del Primer Templo en Jerusalem, en el hoy llamado Monte del Templo —y, por los musulmanes, Explanada de las Mezquitas—. El expansivo imperio babilonio llegó a controlar toda la región, incluido Egipto, que ya estaba enfrentado a los judíos, en el año 600 a.C. Los judíos se alzaron en armas en 598 y 587 a.C. El templo, y la ciudad entera de Jerusalem, fueron destruidos por los babilonios en 586 a.C., cuando los judíos llevaban en el lugar seis siglos por lo menos. Muchos fueron a parar a Babilonia, y no pudieron regresar hasta pasada media centuria, en 538 a.C., cuando los persas, con Ciro a la cabeza, derrotaron a los babilonios, y se permitió no sólo la vuelta a Jerusalem, sino también la construcción del Segundo Templo, iniciada sólo en 516 a.C.
Bajo control griego y romano, ya sin reino propio, los judíos permanecieron en Judea y Samaria, con un crecimiento demográfico importante, lo que no impidió conflictos internos: el más notable fue el que enfrentó militarmente a los judíos más ortodoxos, liderados por Judas Macabeo, con los helenizantes, bajo las órdenes de Antíoco IV, que pretendían dedicar el Templo a Zeus, en 166 a.C. Con el triunfo del Macabeo se crea el Estado independiente de Judea. Tras la profanación del Templo por los helenizantes, Judas se dedicó a su restauración y purificación. Preparada la iluminación del Templo con velas para un día, éstas ardieron durante ocho, suceso que sólo podía atribuirse a la intervención de Yahvé: ése es el origen de la fiesta de Januká o de la Luces.
En 150 a.C., Judea, hostilizada por los sirios, los vence y expulsa de su territorio. Pero aún está allí el imperio seléucida, herencia local de Alejandro Magno, que sólo dejará paso a una Judea totalmente independiente en 129 a.C.
En 110 a.C., Juan Hircano, rey y sacerdote de Judea, conquista Samaria, volviendo al antiguo territorio.
Pero Roma no se queda quieta. En el año 63 a.C., Cneo Pompeyo Magno conquista Siria y, con ella, asegura el dominio del Imperio en toda la región, que ellos ya llaman Palestina (Provincia Syria-Palæstina). A partir de entonces, Judea permanece bajo control romano hasta la aparición del Islam. Herodes el Grande fue nombrado primero procurador y luego rey de Judea (“rey aliado y amigo del pueblo romano”). Murió en el año 4 a.C. El debate sobre la fecha de nacimiento del Cristo histórico está entre los años 4 y 6 antes de la era común, así que es posible que Herodes haya ordenado la Matanza de los Inocentes. Poncio Pilato, por otra parte, fue procurador entre los años 26 y 36, de modo que la condena y crucifixión de Jesús tuvieron lugar bajo su mandato.
Voy a cerrar esta reseña, con la esperanza de que haya quedado claro para mis lectores que los judíos estaban en su tierra desde el principio, cuando ni Cristo ni Mahoma habían desempeñado papel alguno en la historia, y con el dato, correspondiente al año 70 de nuestra era, de la segunda destrucción de la ciudad, y la del Segundo Templo, por las tropas romanas de Vespasiano, a las órdenes de Tito, que desoyeron las precisas indicaciones de este último. El sitio romano a la ciudad obedeció a una serie de revueltas populares en el año 67, y Tito, que no era un ignorante, dijo que había que entrar con todo el cuidado del mundo, sin arrasar ni arruinar. Sus soldados no le hicieron el menor caso: no eran ya ejército, sino masa. Los judíos fueron expulsados de Jerusalem, aunque no de Judea, y tuvieron que reorganizarse en los alrededores para seguir haciendo frente a los romanos. En el 73, tuvo lugar la heroica y finalmente suicida defensa de Masadá.
Lo han intentado todo, todos los imperios, siempre con los ojos puestos en Jerusalem, porque es la clave política y simbólica de la región —tal vez la clave simbólica de todo Occidente—, que volvió a ser el país de los judíos por enésima vez en 1948.
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