Luego de mi visita al Kibbutz Bee´ri, me reuní en Tel Aviv con Tatiana Kotlyarenko, miembro de la “Agencia para las Instituciones Democráticas y Derechos Humanos” (ODIHR, por sus siglas en inglés). Su especialidad es el impacto que las guerras tienen sobre niños, niñas y mujeres.
Me contó que en la guerra de Ucrania logró construir corredores humanitarios para que los infantes puedan ser evacuados de las zonas de conflicto y refugiarse en lugares seguros fuera del país. Esto es algo que, al mirarla, se nota que la llena de alegría y orgullo. Ella lo cuenta como una hazaña personal, dado que Naciones Unidas no la “ayudó mucho”, y terminó haciéndolo en equipo con mujeres civiles que se fueron sumando para preservar lo que ellas consideran como el tesoro más preciado del lugar: la niñez.
La experta me compartió sus preocupaciones vinculadas con el uso que Hamas dio a la violencia sexual sobre mujeres y niñas. Esa es, justamente, la razón de su visita a Israel después del 7/10. Me explicó algo muy inquietante: cuáles fueron las razones por las que Hamas ejecutó estas agresiones sexuales. Y las comparó con las violaciones sistemáticas que soldados locales realizaron en Kosovo durante la guerra de la ex Yugoslavia entre 1998 y 1999. También encontró marcadas similitudes con la invasión rusa a Ucrania. En los tres casos la violencia sobre mujeres fue usada como arma de guerra.
Tatiana Kotlyarenko me explicó que la violencia sexual utilizada en conflictos armados genera múltiples fenómenos accesorios. Primero, produce una industria de tráfico de niñas y mujeres que florece apenas nace el conflicto. Esto ocurre porque las víctimas de violencia sexual suelen quedar aisladas y desvalidas. Esto puede darse por dos razones: (i) porque son rechazadas por sus propias familias, quienes no saben realmente cómo manejar la angustia de lidiar con un sobreviviente de abuso sexual y optan por su alejamiento; o (ii) porque las propias víctimas, superadas por la vergüenza y miedo al rechazo de sus propias familias, deciden alejarse y seguir su vida en soledad. Entonces, esas víctimas, aisladas y quebradas, caen fácilmente en las garras de la industria del tráfico de personas y la prostitución.
El otro negocio que florece, desgraciadamente, es la pornografía. Al igual que hizo Hamas, muchos ejércitos filman sus delitos sexuales. Esto alimenta una industria (gigantesca) que ofrece estos contenidos. La especialista me comentó que, apenas comenzada la guerra de Ucrania, crecieron un 800% las búsquedas en Google de “niñas/mujeres ucranianas violadas”.
Por último, me explicó el fundamento táctico de los delitos sexuales cuando son utilizados como arma de guerra. Por ejemplo, en la guerra de la ex Yugoslavia su objetivo era convertir a las niñas y jóvenes en ciudadanas “inviables”: por eso dañaban severamente sus genitales durante las violaciones, y las dejaban embarazadas. La idea era que esas mujeres no puedan volver a engendrar descendencia. Era una forma de invadir el lugar (en el sentido más potente y oscuro del término).
Aún no he mencionado el efecto más destructivo de esta arma: la destrucción del tejido social. Yo lo ignoraba completamente, hasta reunirme con Tatiana Kotlyarenko, quien vino a Tel Aviv el 15 de diciembre para integrar el primer panel internacional de evaluación de los casos de violencia sexual sufridos el 7/10. Para explicar la dinámica de esta destrucción, es útil una metáfora bélica. Actualmente existen bombas que, una vez que impactan en la tierra, sueltan una segunda carga que explota más adentro del objetivo gracias al espacio que genera la primera explosión. Se usan para destruir bunkers bajo tierra, por ejemplo. Esta es la figura que se me ocurre para explicar cómo funcionan las “bombas sexuales” del Hamas. El primer impacto (la primera explosión) genera la destrucción física y espiritual de las mujeres y niñas abusadas. Pero luego existe una segunda explosión, tan letal como la primera, que está pensada para dañar más allá de la víctima. El objetivo de esta segunda explosión es dañar todo el tejido social. La experta Kotlyarenko fue muy enfática en esto punto: “Este daño toma varias generaciones en repararse. Durante décadas los hombres de todo el país atacado, que son padres de niñas, y maridos o hermanos de mujeres estarán pensando, todos los días de su vida, mientras están en su trabajo: ´¿Qué hago si en este momento entran a mi casa para violar a mi esposa e hijas? ¿Cómo llego rápidamente a mi hogar para defenderlas?’”.
La violencia sexual como arma de guerra tiene una eficacia sin precedentes. Su capacidad destructiva supera toda carga explosiva conocida por la humanidad. No sólo extingue la vida de la víctima destrozada, sino que apaga la vida de quienes deben seguir viviendo con ese recuerdo. Además, según esta experta, la violación deja una herida en el corazón, pero también en el estómago de las personas que no fueron atacadas. Hay una conexión muy primitiva del ser humano con estos delitos. Según la especialista, “nos hemos acostumbrado a ver la muerte. Está en la TV todo el día. Pero hay algo reptiliano que se activa en nosotros cuando nos enteramos de una violación. Algo en nuestro corazón, y en nuestro estómago, se retuerce”.
Los delitos sexuales de Hamas han sido tan atroces como poderosos. La humanidad debería ponerse de acuerdo en prohibir, castigar y erradicar este tipo de armas de guerra luego de entender que ponen en severo riesgo a nuestra especie. Ya lo hemos logrado con las armas nucleares que caen en manos de países terroristas. Hoy existe un claro y firme consenso mundial que las prohíbe, inclusive por la fuerza. Ahora debemos hacer lo mismo con estas armas. Que destruyen a la víctima y al tejido social que la rodea. Que dañan a una sociedad entera. Que aniquilan todo. Que son las verdaderas armas.
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