“El narcisista sufre de no amarse a sí mismo: sólo ama su representación”, Clement Rosset
En 1938 Evelyn Waugh vio el futuro en su novela Scoop. O, quizás, vio lo que era y lo que sería: el periodismo y su aura de vaya a saber qué dignidad, qué altura, no eran sino una ilusión. Señalaba entonces el perspicaz escritor “las insinuaciones e intrincadas tergiversaciones, de las exuberantes y detalladas invenciones que componían la historia contemporánea; de las mentiras positivas y atrevidas que conseguían que un tipo subiera de categoría”. Tantas veces aplicable al propio redactor. Al menos hoy.
Así, a muchos de los corresponsales en Medio Oriente los mueve – o antes bien creen ser excusados por – una “causa”, un “recto deber”, antes que el mandato profesional: el narcisismo moral antes que los hechos. Lo que, siguiendo a Christopher Lasch (The Culture of Narcissism), citado en Commentary, los lleva constantemente a buscar la atención de las audiencias, la validación del pedestal de aire e ilusionismo sobre el que se erigen en “faros morales”, cuando son apenas un pábilo tembloroso de sus inclinaciones triviales.
Pero ¿Qué es ese “narcisismo moral”, motor de tanta crónica sobre (o contra) Israel? Según Roger Simon, autor del texto de Commentary, presupone que lo “que crees, o afirmas creer o dices creer – y no lo que haces, o cómo actúas, o cuáles pueden ser los resultados de tus acciones- te define como persona y te hace ‘bueno’”; y que consecuentemente, así será juzgada “tu vida por los demás y por ti mismo”.
En definitiva, eres lo que dices ser y, podría agregarse, lo que se proyecta a través de claves y símbolos diversos. “Eres lo que proclamas que son tus valores, independientemente de sus consecuencias”. Eso, concluía Simon, es el “narcisismo moral”: un narcisismo que emana de una supuesta virtud personal aumentada por una supuesta claridad intelectual.
Eso que, precisamente, abunda en buena parte del “periodismo” que dice cubrir el conflicto árabe-israelí – con más activismo que dedicación -: el “yo sé más”, que mencionaba Simon; el “creo, luego existo”. O, podría decirse, cree, lector, porque si no, no existes – o, existes, pero como inmoralidad -: identidad y sistema de creencias inextricablemente unidos.
Un posicionamiento que se deja bien claro en las redes sociales, como para que nadie dude de la urgencia del mensaje ni de la probidad mensajero; y para que los receptores sepan cuál es el comportamiento que se espera de ellos – para despejar cualquier atisbo de escepticismo, de indecisión. En resumen, para recordarles que, si su opinión se ajusta al dogma – vamos, si se posicionan del “lado correcto de la historia” -, entonces serán ratificados como personas “justas”. Entonces, incluso, tal como apuntaba Simon, podrán “hacer lo que quieran. No importa lo más mínimo cuáles sean los resultados de esas ideas y creencias, ni cómo la sociedad, el país y, en algunos casos, el mundo padece por ellas. No importa que fallen por completo, que provoquen atentados terroristas, enfermedades, muertes, disturbios… Serán aplaudidos y aprobados”.
Podrán lanzar consignas antisemitas, o incluso negar las violaciones sistemáticas perpetradas por Hamás. Podrán dar por válida cualquier afirmación de ese mismo grupo como si proviniera una organización caritativa. O llegar a justificar la atroz masacre llevaba a cabo por Hamás en Israel; “resistencia”, “opresión”, serán los términos utilizados como si fueran comodines que borran la realidad. En suma, podrán moldear los hechos hasta convertirlos en un material de proselitismo ideológico.
Podrán. Y pueden.
Porque, “no importa lo que hagas; si tienes las opiniones correctas, si dices las cosas correctas, estarás exento de castigo. La gente recordará tus pronunciamientos, no tus acciones”, decía Simon, como si definiera estos últimos meses de “cobertura”.
El talentoso Waugh escribía en su obra:
“Una vez, [un periodista] fue a cubrir una revolución en una de las capitales de los Balcanes. Se quedó dormido [y] se despertó en la estación equivocada, no se enteró de nada, salió, fue directamente a un hotel y envió por cable una historia… sobre barricadas en las calles, iglesias en llamas, ametralladoras…, un niño muerto….
… en su oficina se sorprendieron bastante al recibir una historia así del país equivocado, pero… la publicaron .. Ese día todos los especiales de Europa recibieron órdenes de correr a la nueva revolución. Llegaron en tropel. Todo parecía bastante tranquilo, pero… con [el primer periodista] completando mil palabras…. Ellos también repicaron. Cayeron las acciones, cundió el pánico financiero, se declaró el estado de emergencia, se movilizó el ejército, hubo hambruna, motín y en menos de una semana había una revolución en marcha, tal como había dicho [el periodista]”.
En 2023 (el 17 de octubre), casi siguiendo este pasaje como un guion, Hamás (o su alter ego, el “Ministerio de Sanidad”) fabricó “el suceso que permitió regresar al guion habitual de hipérboles, falsificaciones, censuras y estereotipos: se pasó inmediatamente a la utilización interesada, de los términos ‘genocidio’ y ‘limpieza étnica’”, contra Israel. Sólo se precisó un lanzamiento fallido de la Yihad Islámica Palestina que cayó en el estacionamiento del hospital al-Ahli, y que varios medios repitieran obedientemente la invención.
Fabricación que, tantas veces adquiere vida propia, extendiendo el territorio de sus consecuencias, avanzando sobre quien hasta entonces se creía mero espectador, mero lector.
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