B’H
Deuteronomio 26:1-29:8
Moshe instruye al Pueblo de Israel: Cuando entres a la tierra que Di-s te esta entregando como herencia eterna, y la establezcas y la cultives, trae las primeras frutas (bicurím) de tu huerta al Sagrado Templo, y declara tu gratitud por todo lo que Di-s ha hecho por ti.
Esta sección también incluye las leyes de los diezmos dados a los Leviim y a los pobres, las instrucciones detalladas de cómo proclamar las bendiciones y las maldiciones en los montes Grizím y Eibal, como fue discutido al comienzo de la sección Ree.
Moshe recuerda a la gente que son el pueblo elegido por Di-s y que ellos, a su vez, han elegido a Di-s.
La última parte de Ki Tavo consiste en la Tojajá (reprimenda). Luego de listar las bendiciones con las cuales Di-s premiará a la gente cuando ellos sigan las leyes de la Torá, Moshe da una larga y dura lista de cosas malas, como enfermedad, hambruna, pobreza y exilio, que ocurrirán si ellos abandonan los preceptos de Di-s.
Moshe concluye diciendo al pueblo que sólo hoy, cuarenta años después de su nacimiento como pueblo, alcanzaron «un corazón para saber, ojos para ver y oídos para escuchar».
JAI ELUL (18 DE ELUL)
«Jai Elul» —el 18 de Elul —es la fecha más significativa en el calendario jasídico. El fundador del Jasidismo, Rabí Israel Baal Shem Tov, nació en esta fecha, en 1698. En este mismo día, 36 años más tarde, el Baal Shem Tov comenzó a diseminar públicamente sus enseñanzas, después de muchos años como miembro de la sociedad de «tzadikim ocultos» durante los cuales vivió disfrazado de mesonero y de simple recolector de arcilla, su grandeza era conocida solamente por un círculo muy pequeño de compañeros místicos y discípulos.
El 18 de Elul también es el cumpleaños —en 1745 —de Rabí Schneur Zalman de Liadi, a quien se denominó a menudo como el nieto «espiritual » del Baal Shem Tov (Rabí Schneur Zalman era discípulo del discípulo y sucesor de Rabí Israel, Rabí DovBer de Mezritch). Después de ganar fama como prodigio y joven genio Talmúdico, Rabí Schneur Zalman viajó a Mezritch a estudiar bajo la tutela del sucesor del Baal Shem Tov —como él explicó más adelante, «sabía algo acerca de cómo estudiar, pero necesitaba aprender a orar» —y fue aceptado en el círculo más íntimo de los principales discípulos de Rabí DovBer. Rabí Schneur Zalman estableció la rama Jasídica de «Jabad«, que acentúa la profundización en el estudio del Jasidut y la intensa meditación como la llave para vitalizar a la persona, de la mente al hecho práctico.
(www.es.chabad.org)
UNA ALEGRIA COMPLETA
En el precepto de Bikurim -el traer de las primicias al Templo de Jerusalén- con el cual se inicia nuestra Parashá, dice la Torá que esta Mitzvá entraba en vigencia recién luego de que «vengas a la tierra… la heredes y te asientes en ella».
Nuestros Sabios Z»l aprenden de las palabras adicionales «la heredes y te asientes en ella»- que «nos enseña que no estaban obligados a traer primicias hasta que conquistaran la tierra y la subdividieran». La conquista y adjudicación de la tierra se prolongó durante 14 años. Podríamos pensar que quien ya se hizo acreedor de su parte y fue privilegiado con ver el fruto de lo que se plantó, debía ya traer las primicias, a pesar de que el resto de los judíos todavía no tomaron posesión de sus tierras; dice acerca de ello la Torá que, mientras que no se había conquistado la totalidad de la tierra y no se la había distribuido a todo el pueblo, no había obligación de traer Bikurim. Esto requiere explicación: El objetivo de las primicias era expresar el agradecimiento que siente el judío hacia Di-s. Con traer los Bikurim el judío demostraba que no era un desagradecido. Siendo así, una vez que recibió su parte en la tierra de Israel y ya tuvo el privilegio de plantar árboles y ver sus frutos ¿por qué no debía traer las primicias y expresar sus gracias al Creador? Más aún: siendo que la conquista de la tierra y su distribución a las tribus llevó muchos años, hay aquí una falta de reconocimiento de parte de quién sí entró a Israel, trabajó la tierra, tuvo provecho de sus benditos frutos ¡y sin embargo no traía Bikurim a Di-s!
Nos señala la Torá la profunda unidad interior del pueblo de Israel. La Mitzvá de las primicias venía para dar expresión a la bondad íntegra y completa. Esta es la causa por la cual se traían Bikurim sólo de las siete especies que eran el elogio de Israel, puesto que sólo estas frutas generaban completa alegría. Ése es el mismo motivo de por qué no era posible traer las primicias hasta que no había concluido la totalidad de la conquista de la tierra y la respectiva toma de posesión por parte de cada judío. Mientras que había tan sólo un judío que no recibió su parte, como consecuencia de la unión interior de todo el pueblo judío, la alegría no era completa tampoco para aquel que ya sí recibió su porción en la Tierra de Israel. Siendo que hay un sólo judío que aún carece de la alegría de heredar la tierra, esto afecta también la alegría de todos los demás. Por eso no era posible traer los Bikurim, ya que faltaba la alegría completa.
La unión del pueblo judío no es la de muchos hombres que se unen con un fin común, sino que es similar a la de los miembros y órganos de un cuerpo humano, que son todas partes de una misma entidad. Es verdad que se trata de órganos diferentes, pero están todos ligados y unidos entre sí, hasta el punto de que si hay dolor o un defecto en algún miembro, también los demás lo sienten y sufren. Esta unión es el recipiente propicio para recibir las bendiciones del Altísimo- «¡Bendícenos Avinu (Padre nuestro) a todos como uno»! (Likutei Sijot tomo 9, Pág. 152) (www.es.chabad.org)
Somos lo que recordamos
Rav Jonathan Sacks
Una razón por la que la religión ha sobrevivido en el mundo moderno a pesar de cuatro siglos de secularización es que ella responde a tres preguntas que cualquier persona pensante se plantea en algún momento de su vida: ¿Quién soy? ¿Por qué estoy aquí? Y entonces, ¿cómo debo vivir?
Estas preguntas no pueden responderlas las cuatro grandes instituciones del occidente moderno: la ciencia, la tecnología, la economía de mercado y el estado democrático liberal. La ciencia nos dice el cómo pero no el por qué. La tecnología nos da poder, pero no puede decirnos cómo usar ese poder. El mercado nos da opciones pero no nos dice cuáles opciones elegir. El estado democrático liberal por cuestión de principios evita endorsar cualquier forma particular de vida. El resultado es que la cultura contemporánea coloca ante nosotros un rango casi infinito de opciones, pero no nos dice quiénes somos, por qué estamos aquí ni cómo debemos vivir.
Sin embargo, estas son preguntas fundamentales. La primera pregunta de Moshé a Dios en su primer encuentro en la zarza ardiente fue: «¿Quién soy yo?». El sentido llano del versículo es que se trataba de una pregunta retórica: ¿Quién soy yo para asumir la tarea extraordinaria de llevar a todo un pueblo a la libertad? Pero por debajo de este sentido llano había una pregunta genuina de identidad. Moshé había sido criado por una princesa egipcia, la hija del faraón. Cuando él rescató a las hijas de Itró de los pastores midianitas, ellas regresaron y le dijeron a su padre: «Un hombre egipcio nos salvó». Moshé se veía y hablaba como un egipcio.
Luego Moshé se casó con Tzipora, una de las hijas de Itró, y pasó décadas como un pastor midianita. La cronología no queda del todo clara, pero dado que era un hombre relativamente joven cuando se fue a Midián y tenía ochenta años cuando le ordenaron guiar a los israelitas, él pasó la mayor parte de su vida adulta con su suegro midianita, cuidando su rebaño. Por lo tanto, cuando él le preguntó a Dios: «¿Quién soy yo?», por debajo de la superficie había una verdadera pregunta. ¿Soy un egipcio, un midianita o un judío?
Por crianza era un egipcio, por experiencia era un midianita. Sin embargo, lo que resultó ser decisivo fue su ascendencia. Él descendía de Abraham, era hijo de Amram y Iojeved. Cuando formuló a Dios su segunda pregunta, «¿Quién eres Tú?», Dios primero le dijo: «Seré el que seré». Pero luego le dio una segunda respuesta:
Di a los israelitas: «Hashem, el Dios de sus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Itzjak y el Dios de Iaakov, me ha enviado a ustedes». Este es Mi Nombre para siempre y esta es mi mención para todas las generaciones.
También aquí hay un doble sentido. En la superficie, Dios le dice a Moshé qué debe decirles a los israelitas cuando ellos pregunten «¿Quién te ha enviado a nosotros?». Pero en un nivel más profundo, la Torá nos está relatando la naturaleza de la identidad. La respuesta a la pregunta «Quién soy yo?», no es simplemente un tema de dónde nací, donde pasé mi infancia mi vida adulta, ni de qué país soy ciudadano. Tampoco se responde en términos de lo que hago para ganarme la vida, o cuáles son mis intereses y mis pasiones. Esas cosas se tratan de dónde estoy y qué hago, pero no quién soy.
La respuesta de Dios, «Yo soy el Dios de tus padres», sugiere algunas proposiciones fundamentales. En primer lugar, la identidad pasa a través de la genealogía. Importa quiénes fueron mis padres, quiénes fueron sus padres, etc. Esto no siempre es cierto. Hay hijos adoptivos. Hay hijos que conscientemente toman la decisión de cortar la relación con sus padres. Pero para la mayoría, la identidad depende de descubrir la historia de nuestros antepasados, lo cual en el caso de los judíos, dadas las dislocaciones sin precedentes de la vida judía, casi siempre es una historia de viajes, coraje, sufrimiento o escapes del sufrimiento y pura resistencia.
En segundo lugar, la genealogía misma cuenta una historia. Inmediatamente después de decirle a Moshé que le dijera al pueblo que lo había enviado el Dios de Abraham, Itzjak y Iaakov, Dios continuó diciendo:
Vé y reúne a los ancianos de Israel y diles:»Hashem, el Dios de sus padres, el Dios de Abraham, Itzjak y Iaakov, se me ha aparecido para decir: He visto lo que les hacen en Egipto y he prometido que los haré subir de la aflicción en Egipto a la tierra del canaanita, del jití, el emorí, el perizí, el jiví y el yebusí, a una tierra que mana leche y miel.
No era simplemente el Dios de sus ancestros. También era el Dios que había hecho ciertas promesas: que los sacaría de la esclavitud a la libertad, del exilio a la Tierra Prometida. Los israelitas era parte de una narrativa que se extendía a lo largo del tiempo. Eran parte de una historia no terminada, y Dios estaba por escribir el siguiente capítulo.
Todavía más, cuando Dios le dijo a Moshé que Él era el Dios de los ancestros de los israelitas, Él agregó: «Este es Mi nombre eterno, así es como seré recordado (zijrí) de generación en generación». Aquí Dios está diciendo que Él está más allá del tiempo: «Este es Mi Nombre eterno». Pero cuando se trata del entendimiento humano, Él vive dentro del tiempo, «de generación en generación». La forma en que se hace esto es a través de la memoria; «Así es como debo ser recordado». La identidad no se trata sólo de quiénes fueron mis padres. También importa qué fue lo que ellos recordaron y me transmitieron. La identidad personal toma forma a través de la memoria individual. La identidad grupal se forma por la memoria colectiva.(1)
Todo esto es un preludio a una importante ley de esta parashá. Esta ley nos dice que los primeros frutos deben llevarse «Al lugar que Dios eligió», es decir, a Jerusalem. Allí eran entregados al sacerdote, y cada persona debía efectuar al siguiente declaración:
«Mi padre fue un arameo errante que descendió a Egipto con unas pocas personas y allí se convirtió en un gran pueblo, poderoso y numeroso. En Egipto nos maltrataron y nos afligieron, e impusieron sobre nosotros una dura servidumbre, Entonces clamamos a Hashem, el Dios de nuestros ancestros, y Hashem escuchó nuestra voz y vio nuestra aflicción, nuestra pena y nuestra opresión. Hashem nos sacó de Egipto con mano poderosa y con brazo extendido, con gran pavor y con signos y prodigios. Y nos trajo a este lugar y nos entregó esta tierra que mana leche y miel. Y ahora, he aquí que he aportado lo primero de los frutos del suelo que Tú, Hashem, me has entregado» (Deuteronomio 26:5-10)
Este pasaje lo conocemos porque, por lo menos desde la época del Segundo Templo, ha sido una parte central de la Hagadá, la historia que relatamos en la mesa del Séder. Pero prestemos atención que originalmente fue dicha en relación a la ofrenda de los primeros frutos, algo que no tenía lugar en Pésaj sino que por lo general se los llevaba en Shavuot.
Lo que resalta de esta ley es esto: Hubiéramos esperado que al celebrar la tierra y su producto, habláramos del Dios de la naturaleza. Pero este texto no habla de la naturaleza, sino de la historia. Habla de un ancestro lejano, un «arameo errante». Es la historia de nuestros ancestros. Es una narrativa que explica por qué estoy aquí, y por qué el pueblo al cual pertenezco es lo que es y está dónde está. En el mundo antiguo no hay nada ni remotamente similar, y tampoco hay nada similar en la actualidad. Como dijo Iosef Jaim Ierushalmi en su libro clásico «Zajor»,(2) «Los judíos fueron el primer pueblo que vio a Dios en la historia, los primeros que vieron un significado general en la historia, y los primeros que hicieron de la memoria un deber religioso».
Por eso la identidad judía ha probado ser la más tenaz que el mundo ha conocido; la única identidad sostenida por una minoría dispersa por el mundo durante dos mil años; algo que eventualmente llevó a los judíos de regreso a la tierra y al estado de Israel, convirtiendo el hebreo, el lenguaje de la Biblia, en una lengua viva nuevamente después de un lapso de varios siglos en los cuales sólo fue usada para la poesía y la plegaria. Somos lo que recordamos, y la declaración de los primeros frutos es una manera de asegurar que los judíos nunca lo olviden.
En los últimos años aparecieron en los Estados Unidos una serie de libros preguntando si la historia norteamericana se sigue contando, si la siguen enseñando a los niños con un marco que habla a todos sus ciudadanos, recordando a cada generación las batallas que debieron lucharse para llegar a «un nuevo nacimiento de la libertad» y las virtudes necesarias para mantener esa libertad.(3) La sensación de crisis en cada una de estas obras es palpable, y aunque los autores vienen de diferentes rincones del espectro político, su tesis más o menos es la misma: si olvidas la historia, perderás tu identidad. Existe algo así como un equivalente nacional al Alzheimer. Quiénes somos depende de qué recordamos, y en el caso del occidente contemporáneo, un fracaso de la memoria colectiva es un peligro real y presente para la libertad futura.
Los judíos hemos relatado la historia de quiénes somos por más tiempo y con mayor devoción que cualquier otro pueblo sobre la faz de la tierra. Esto hace que la identidad judía sea tan rica. En una época en la cual la memoria de la computadora y de los teléfonos inteligentes ha crecido tanto, de kilobytes a megabytes a gigabytes, mientras la memoria humana se ha vuelto más breve, hay un importante mensaje judío para toda la humanidad. No puedes delegar la memoria a las máquinas. Tienes que renovarla y enseñarla regularmente a la nueva generación. Winston Churchill dijo: «Mientras más puedes ver hacia atrás, más podrás ver hacia adelante».(4) En otras palabras: aquellos que relatan la historia de su pasado ya han comenzado a construir el futuro de sus hijos.(aishlatino.com)
NOTAS:
1 . Las obras clásicas sobre memoria e identidad grupal son Maurice Halbwachs, On Collective Memory, University of Chicago Press, 1992, y Jacques le Goff, History and Memory, Columbia University Press, 1992.
2. Yosef Hayim Yerushalmi, Zakhor: Jewish History and Jewish Memory. University of Washington Press, 1982. Ver también Lionel Kochan, The Jew and His History, London, Macmillan, 1977.
3. Entre las más importantes están Charles Murray, Coming Apart, Crown, 2013; Robert Putnam, Our Kids, Simon and Shuster, 2015; Os Guinness, A Free People’s Suicide, IVP, 2012; Eric Metaxas, If You Can Keep It, Viking, 2016; and Yuval Levin, The Fractured Republic, Basic Books, 2016.
4. Chris Wrigley, Winston Churchill: a biographical companion, Santa Barbara, 2002, xxiv.
La búsqueda de la alegría
Rav Jonathan Sacks
Aristóteles dijo que la felicidad es el bien supremo al que aspiran todos los seres humanos.(1) Pero en el judaísmo no es necesariamente así. La felicidad es un valor elevado. Ashrei, la palabra hebrea más cercana a felicidad, es la primera palabra del Libro de los Salmos. Cada día decimos tres veces la plegaria «Ashrei«. Sin dudas podemos apoyar la frase de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos que considera que entre los derechos inalienables de la humanidad están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.
Pero Ashrei no es el valor central de la Biblia hebrea. Casi diez veces más encontramos la palabra simjá, alegría. Este es uno de los temas fundamentales del libro de Deuteronomio. La raíz s-m-j aparece sólo una vez en Génesis, en Éxodo, Levítico y Números, pero por lo menos doce veces en Deuteronomio. Es algo que se encuentra en el eje de la visión mosaica de la vida en la tierra de Israel. Allí es donde servimos a Dios con alegría.
La alegría desempeña un papel clave en dos contextos de la parashá de esta semana. Uno tiene que ver con la entrega de las primicias en el Templo de Jerusalem. Tras describir la ceremonia que tenía lugar, la Torá concluye: «Entonces te alegrarás en todo lo bueno que Dios te ha dado a ti y a tu familia, junto con los levitas y el extranjero que esté contigo» (Deuteronomio 26:11).
El otro contexto es bastante diferente y sorprendente. Ocurre en el contexto de las maldiciones. En la Torá hay dos pasajes de maldiciones, uno en Levítico 26 y el otro aquí, en Deuteronomio 28. Las diferencias son notables. Las maldiciones de Levítico terminan con una nota de esperanza. Las de Deuteronomio terminan con sombría desesperación. Las maldiciones de Levítico hablan de un abandono total del judaísmo por parte del pueblo. El pueblo camina be-keri con Dios, traducido como «con hostilidad», «con rebeldía» o «despectivamente». Pero las maldiciones de Deuteronomio son provocadas simplemente «porque no sirvieron a Dios con alegría y buen corazón, por la abundancia de todas las cosas» (Deuteronomio 28:47).
Bueno, puede que la falta de alegría no sea la mejor manera de vivir, pero por cierto no es un pecado, mucho menos uno que garantice una letanía de maldiciones. ¿Qué quiere decir la Torá cuando atribuye el desastre nacional a la falta de alegría? ¿Por qué en el judaísmo la alegría parece ser más importante que la felicidad? Para entender estas preguntas, primero tenemos que entender la diferencia entre felicidad y alegría. Así es como describe el primer Salmo la vida feliz:
Dichoso el hombre que no ha seguido el consejo de los malvados, ni se puso en el camino de los pecadores, ni se sentó con los burlones. Sino que su deseo está en la Torá de Dios; en Su Torá medita día y noche. Él será como el árbol plantado junto a corrientes de agua, que da su fruto a tiempo y su hoja no se marchita, y todo lo que hace prospera. (Salmos 1:1-3)
Esta es una vida serena y bendita, concedida a quien vive de acuerdo con la Torá. Como un árbol, esta vida tiene raíces. No va de un lugar a otro por cada viento o capricho pasajero. Estas personas dan fruto, se mantienen firmes, sobreviven y prosperan. La felicidad es el estado de ánimo de un individuo.
En la Torá, la simjá nunca se refiere a individuos. Siempre se trata de algo que compartimos. Un hombre recién casado no sirve en el ejército durante un año, para que pueda quedarse en su casa «y alegrar a la mujer con la que se ha casado» (Deuteronomio 24:5). Moshé dijo que se deben llevar todas las ofrendas al santuario central, para que «allí, ante la presencia de Hashem, tu Dios, tú y tu familia coman y se regocijen por todo lo que han hecho, porque Hashem tu Dios, los ha bendecido» (Deuteronomio 12:7). En Deuteronomio, las festividades se describen como días de alegría, precisamente porque son ocasiones de celebración colectiva: «Tú, tus hijos e hijas, tus siervos y siervas, los levitas de tus ciudades, los extranjeros, los huérfanos y las viudas que viven entre ustedes» (16:11). Simjá es una alegría compartida. No es algo que experimentamos en soledad.
La felicidad es una actitud ante la vida en general, mientras que la alegría vive el momento. J. D. Salinger dijo: «la felicidad es un sólido, la alegría es un líquido. La felicidad es algo que tú persigues, pero no así la alegría. Ella te descubre. Tiene que ver con un sentido de conexión con otras personas o con Dios. Proviene de un reino diferente al de la felicidad. Es una emoción social. Es el regocijo que sentimos cuando nos unimos con los demás. Es la redención de la soledad».
Paradójicamente, el libro bíblico más enfocado en la alegría es precisamente el que a menudo se considera el más infeliz de todos: Kohelet, también conocido como Eclesiastés. Kohelet es famoso por ser el hombre que lo tenía todo, y sin embargo describe todo como hével, una palabra que usa casi cuarenta veces a lo largo del libro y que se puede traducir como «sin sentido, inútil, vacío o vano». De hecho, Kohelet usa la palabra simjá diecisiete veces, es decir, más que todos los libros de la Biblia juntos. Después de cada una de sus meditaciones sobre la inutilidad de la vida, Kohelet termina con una exhortación a la alegría:
Sé que no hay nada mejor para las personas que alegrarse y hacer el bien mientras viven (Eclesiastés 3:12)
Así que vi que no hay nada mejor para la persona que alegrarse de su trabajo, porque esa es su suerte (Eclesiastés 3:22)
Por eso recomiendo alegrarse de la vida, porque no hay nada mejor para la persona bajo el sol que comer, beber y regocijarse (Eclesiastés 8:15)
Por muchos años que alguien viva, que se alegre en todos ellos (Eclesiastés 11:8)
Yo sostengo que Kohelet sólo puede entenderse si comprendemos que hével no significa «sin sentido, vano o vacío». Significa «una respiración superficial». Kohelet es una meditación sobre la mortalidad. Por mucho que vivamos, sabemos que un día moriremos. Nuestras vidas son un mero microsegundo en la historia del universo. El cosmos es eterno mientras que nosotros, seres mortales que vivimos y respiramos, no somos más que un soplo fugaz.
Esto obsesiona a Kohelet porque amenaza con despojar la vida de cualquier certeza. Nunca viviremos para ver los resultados a largo plazo de nuestros esfuerzos. Moshé no condujo al pueblo a la Tierra Prometida. Sus hijos no siguieron sus pasos a la grandeza. Ni siquiera él, el más grande de los profetas, pudo prever que sería recordado para siempre como el mayor líder que tuvo el pueblo judío. Lehavdil (salvando las diferencias), Van Gogh sólo vendió un cuadro en toda su vida. Él no podía saber que con el tiempo sería aclamado como uno de los más grandes pintores de los tiempos modernos. No sabemos qué harán nuestros herederos con lo que les dejamos. No podemos saber si seremos recordados ni de qué manera. ¿Cómo podemos entonces encontrar sentido a la vida?
Eventualmente Kohelet no lo encuentra en la felicidad sino en la alegría, porque la alegría no vive en pensamientos sobre el mañana, sino en la aceptación agradecida y la celebración del presente. Estamos aquí, estamos vivos; estamos entre otros que comparten nuestro sentimiento de júbilo. Estamos viviendo en la tierra de Dios, disfrutando de Su bendición, comemos el producto de Su tierra, regado por Su lluvia, fructificando bajo Su sol, respiramos el aire que Él nos insufla, viviendo la vida que se renueva en nosotros cada día. Y sí, no sabemos qué nos depara el futuro; sí, estamos rodeados de enemigos; sí, nunca fue fácil ni seguro ser judío. Pero cuando nos enfocamos en el momento, permitiéndonos bailar, cantar y agradecer, cuando hacemos cosas sin esperar ninguna recompensa, cuando nos desprendemos de la separación y nos convertimos en una voz en el coro de la ciudad sagrada, entonces hay alegría.
Kierkegaard escribió: «Hace falta coraje moral para llorar; hace falta coraje religioso para alegrarse».(2) Uno de los hechos más conmovedores del judaísmo y del pueblo judío es que a pesar de que nuestra historia está plagada de tragedias, los judíos nunca perdimos la capacidad de alegrarnos, de celebrar en medio de las tinieblas, de cantar la canción de Dios incluso en una tierra extraña. Hay religiones orientales que prometen paz mental si te entrenas en hábitos de aceptación. Epicuro enseñó a sus discípulos a evitar riesgos como el matrimonio o una carrera en la vida pública. No hay que negar ninguno de estos enfoques, pero el judaísmo no es una religión de aceptación y los judíos no tienden a buscar una vida sin riesgos. Podemos sobrevivir los fracasos y las derrotas si nunca perdemos la capacidad de alegrarnos. En Sucot abandonamos la seguridad y la comodidad de nuestras casas y vivimos en cabañas, expuestos al viento, el frio y la lluvia. Sin embargo, llamamos a este período zman simjatenu, la estación de nuestra alegría. Esta no es una parte pequeña de lo que significa ser judío.
De aquí la insistencia de Moshé en que la capacidad de alegrarse es lo que da al pueblo judío la fuerza para resistir. Sin la alegría, nos volvemos vulnerables a los múltiples desastres expuestos en las maldiciones de nuestra parashá. Celebrar juntos nos une como pueblo: eso y la gratitud y la humildad que derivan de ver nuestros logros no como producto de nuestras manos sino como bendiciones de Dios. La búsqueda de la felicidad puede en última instancia llevar al egoísmo y la indiferencia ante el sufrimiento de los demás. Puede conducir a un comportamiento reacio al riesgo y a no atreverse a muchas cosas. Pero no así la alegría. La alegría nos conecta con los demás y con Dios. La alegría es la capacidad de celebrar la vida, sabiendo que traiga lo que traiga el mañana, hoy estamos aquí, bajo el cielo de Dios, en el universo que Él creó, al que nos invitó como Sus huéspedes.
Hacia el fin de su vida, tras veinte años de sordera, Beethoven compuso una de las mejores piezas musicales que existen, su Novena Sinfonía. Intuitivamente, él sintió que esta obra necesitaba el sonido de voces humanas. Esta se convirtió en la primera sinfonía coral de Occidente. La letra que puso a la música fue la Oda a la Alegría de Schiller. Yo pienso en el judaísmo como una Oda a la Alegría. Al igual que Beethoven, los judíos conocieron el sufrimiento, el aislamiento, las dificultades y el rechazo, pero nunca les faltó el valor religioso para alegrarse. Un pueblo que puede conocer la inseguridad y aun así sentir alegría, es un pueblo que nunca podrá ser derrotado, porque su espíritu nunca puede quebrarse ni puede destruirse su esperanza.(aishlatino.com)
Notas:
- Aristóteles, Ética a Nicómaco, Libro 1.
- Journals and Papers, vol. 2, Bloomington, Indiana University Press, 1967, p. 493.
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