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| domingo noviembre 24, 2024

El derecho a la palabra


A estas alturas de la película —y de la vida— que cuatro inútiles con el cerebro tan lleno de consignas como vacío de conocimiento intenten dejarme sin el derecho a la palabra, no me sorprende nada. Son muchas las veces que he sufrido la ira de la intolerancia, a veces por parte de la extrema derecha, que me ha montado algunos ruidosos espectáculos. Recuerdo una vez, en la Feria del Libro de Madrid, cuando presentaba la versión castellana de mi libro Carta a mi hijo adoptado, cómo un puñado de militantes de la ultraderecha se pusieron delante del puesto donde yo firmaba, y empezaron a lanzarme todo tipo de insultos y los dogmas de fe pertinentes, en este caso vinculados al “Viva España” y etcétera. Pretendían que me marchara de la Feria porque no era bienvenida, cosa que no consiguieron. Me mantuve impertérrita. En situaciones de este tipo tiendo a desarrollar mi instinto resiliente: nunca un paso atrás, ni para tomar impulso. Debo decir que en aquel caso recibí el apoyo de otros escritores que había en la Feria, especialmente de Arturo Pérez-Reverte, que firmaba a mi lado.

 

Al mismo tiempo, también he tenido considerables “movidas” con grupos salafistas y amigos del grupo de las cosquillas progremulticultureta a raíz de la publicación de dos libros míos que hicieron bastante ruido: La República Islámica de España y el Prou, los dos de denuncia de la infiltración salafista en Catalunya, y los riesgos para la democracia que representa. Sufrí amenazas, ataques, insultos, me hicieron una querella —que nadie admitió—, tuve que ir con protección policial, e incluso me montaron alguna manifestación. Una de ellas acabó siendo un espectáculo daliniano. Yo presentaba el libro sobre Artur Mas, La màscara del rei Artur en Vic, con mi querida Sor Lucía. Caminábamos hacia el acto, ella con su hábito de monja y yo a mi aire, cuando chocamos con un comité de recepción que nos esperaba con una pancarta en árabe y una buena bronca, en la que parece que me escupían todo tipo de galanterías. Estuvieron gritando fuera del recinto durante todo el acto. No hay que decir que nosotras continuamos adelante. También he sufrido, en varias ocasiones, pintadas en mi casa, increpaciones en actos y un largo etcétera de insultos que decoran las redes más conspicuas, en general vinculadas a las franquicias cupaires, grupos revolucionarios y otros salvadores de la patria anticapitalista. Al mismo tiempo, mi cara, junto con la de Vicenç Villatoro, Joan Culla y de otros amigos simpatizantes con Israel, se paseó dentro de una diana en una manifestación contra Israel, en plena época Saura, con el conseller al frente de la mani.

Podría continuar porque llevo muchas, pero, por suerte, tengo una memoria escasa con respecto a la miseria humana. Pero, es de rigor referirme a la última agresión sufrida, en este caso en la Garriga, cuando me disponía a inaugurar el curso académico de la Universidad Martí l’Humà. Los hechos son conocidos, pues han sido ampliamente viralizados. Un bidón de pintura roja, un intento de detener un acto universitario y la decisión inapelable de que el acto se haría, fuera cual fuera la pintura, los gritos y el resto de la estridencia fascistoide. Lo he dicho por todas partes, pues me lo han preguntado, y lo repetiré aquí sin ambages: no me harán callar nunca los fascistas, sea el fascismo clásico de derechas, sea el totalitarismo que emerge desde posiciones de izquierda. De Stalin a Hitler, de Orbán a Maduro, diferentes ideologías, misma violencia intolerante.

En Catalunya no se puede opinar libremente desde hace mucho tiempo. Y quien lo haga se arriesga a las consecuencias. Se ha creado un ejército de celadores del pensamiento único que han sustituido las preguntas por las respuestas, y las ideas por las consignas.

Más allá de dar un pequeño repaso de las alegrías que recibo de vez en cuando a causa del grave delito de opinar libremente, quiero constatar tres síntomas que me parecen muy preocupantes. El primero, la persistente y acelerada erosión del derecho de expresión, cuyos límites son recortados por todos lados, sea por reaccionarios de derechas, sea por los postulados dogmáticos de una izquierda que ha recuperado la vieja vocación de la Stasi: no se puede hablar del Islam, no se puede defender el cristianismo, no se puede debatir sobre inmigración, se tiene que practicar la adhesión inmutable a los predicamentos LGTB, se tiene que considerar el velo islámico un bien de dios cultural y, por encima de todo, como pecado capital, no se puede defender nunca Israel, culpable de todos los males. De hecho, en este tema, ni siquiera se puede plantear una cierta complejidad, impuesta la idea simplista y maniquea de buenos y malos que ha alimentado la iracunda propaganda de TV3 y compañía. Cualquiera que sale de este estrecho nivel, cada vez más asfixiado, queda fulminado por el dios de la progresía, especialmente agresivo ante la disidencia.

El segundo punto retroalimenta el primero: la virulencia de los Kapos que tutelan lo que debemos pensar y decir, y que utilizan las redes como altavoz para señalar, estigmatizar y poner bajo la diana a todos los que osamos salir de la doctrina impuesta. Tienen nombres y apellidos y utilizan su atalaya a la manera goebbelsiana: hacer de la viralización de la mentira, una verdad impuesta. En este punto me permito un pequeño divertimento. Alguno de los que más me ataca, me escupe todo tipo de barbaridades y aplaude que me tiren pintura —total, no son explosivos, añade—, en otros momentos me había pedido que lo acercara al mundo de Junts y lo ayudara a entrar en las tertulias de RAC1. En aquel momento, yo no debí ser una “rata sionista”, o quizás no importaba si conseguía colocarlo. Miserias aparte, el hecho es que hace falta denunciar cómo una serie de gurús de la extrema izquierda, algunos de los cuales tienen el culo bien sentado en los platós de la Sexta, están utilizando sus altavoces para criminalizar, señalar y expulsar de la opinión pública aquellos que pensamos diferente. Después llegan los actos violentos contra nosotros, y aplauden. Quizás se tendrían que poner medallas.

Y el tercer síntoma es la normalización de este fenómeno de erosión del pensamiento libre, como si tener otras miradas de los temas complejos, querer debatirlos, poner argumentos divergentes sobre la mesa, fuera una herejía merecedora de la excomunión. Lo digo con todas las palabras: en Catalunya no se puede opinar libremente desde hace mucho tiempo. Y quien lo haga se arriesga a las consecuencias. Se ha creado un ejército de celadores del pensamiento único que han sustituido las preguntas por las respuestas, y las ideas por las consignas. Se dicen progresistas, y son los principales responsables de la corriente reaccionaria que ataca la libertad de expresión. Se creen un movimiento, y son una secta. Se dicen críticos, e imponen un único pensamiento. Se dicen antifascistas, y perpetúan el acto fascista de impedir el derecho a hablar libremente.

Personalmente, estoy curada de espantos y ya pueden comprar toda la pintura que quieran, que no pienso callarme. Pero la cuestión no es que me ataquen a mí o a otros, la cuestión es que, atacando la libertad, nos atacan a todos. Ya es hora de que plantemos cara.

 
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