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| lunes enero 13, 2025

Viajar a Israel en tiempos de guerra (I)


A finales de septiembre de 2023, tras mudarme a Madrid y comenzar una nueva vida en el continente europeo, compré un pasaje para viajar a Israel el 30 de diciembre de ese año y comenzar el 2024 en la tierra de los que siempre nos contaron que eran los malos en el conflicto de Medio Oriente.

¿Cómo no viajar a Israel? ¡Si ahí estaba todo! Sería un viaje para perderse por las calles de la ciudad vieja en Jerusalén, comer falafel y rezar en el Santo Sepulcro, pero también para ver cómo se derriban los mitos que aquí en España pesan sobre Israel y se convierten en difamaciones que suelen encender las persecuciones contra los judíos en Europa.

Durante los casi dos años que llevaba en España había lidiado con los pregoneros de las mentiras. En la facultad de políticas y sociología de la Universidad Complutense de Madrid había mucho de lo que podemos describir como la industria de las difamaciones contra Israel: una asignatura sobre Oriente Medio impartida por un gazatí, Najib Abu-Warda, comenzaba sus clases en 2022 diciendo que todo se debía cuestionar…todo es todo, incluida la Shoá.

Las clases de Najib eran, además, una sinfónica de mentiras. Recuerdo las no pocas veces que los mapas verdes, aquella composición que expone la falaz ocupación de Palestina, iluminaron un auditorio de luz tenue en esas horas habitado por estudiantes de distintos países. Muchos de ellos terminaron justificando las atrocidades de Hamas porque “seguramente Israel algo habrá hecho”.

Para los palestinos, pero para los musulmanes en general, manipular a los woke españoles no resulta nada costoso. Suelen mentirles muy bien y a relativo bajo costo, con relatos victimistas muchas veces ficticios y apelando al recurso inagotable de la actual izquierda española que, en su desprecio a Israel y a los judíos, siempre acogió al terrorismo presentándolo como una lucha de resistencia. Esto, en no pocas ocasiones, lo escuché en las clases de las universidades españolas.

Puede ser una imagen de ártico y pista de esquí

Gaza. Foto Luciano Mondino

Pero llegó el 7 de octubre.

Llegó el día en que las Fuerzas Nukhba, la unidad de élite de Hamas, se infiltró en distintos puntos de la frontera sur de Israel y, acompañado de miles de civiles gazatíes, inició la masacre de Simjat Torá.

Ese día una organización terrorista decidió terminar con la vida de más de 1300 personas y secuestrar a más de 250 de las cuales 98 todavía están retenidas en Gaza.

Arrastró también a Israel a una guerra que era y sigue siendo contra cíclica al contexto político de Oriente Medio: el ataque del 7 de octubre llegó en medio de las conversaciones entre Israel y Arabia Saudita para ampliar los Acuerdos de Abraham, algo inaceptable para la propagación del terror de la República Islámica de Irán.

Afectó también a la economía y al turismo en Israel, producto también de la inmediata cancelación de las aerolíneas para todos los viajes programados a Israel, Incluido el vuelo IB3980 que me llevaría a Tel Aviv ese 30 de diciembre, pero de 2023.

Sin embargo, más de 450 días después del inicio de la guerra aterricé en el aeropuerto Ben Gurión a sabiendas que en cualquier momento podían sonar las alarmas que alertaban sobre la llegada de algún misil enemigo.

Los únicos que podían atacar, dado el alto el fuego con el Líbano, eran los Hutíes que venían disparando todos los días a horas de la madrugada.

“Estos no me van a dejar dormir” pensé.

Ni bien aterrizó el avión, recordé a una amiga que, antes de salir, me dijo: “Puedes estar tranquilo porque Israel es seguro. Además, los misiles desde Yemen suelen ser humo”. Conocía que los talibanes de la península arábiga se manejan con su precario stock y que, a diferencia de Hezbollah, no representan una amenaza inmediata a la seguridad de Israel, pero una cosa es escucharlo y otra cosa es vivirlo.

Pero Israel es seguro. Su sistema de defensa, repartido en tres grandes capas, permite a la población llevar una vida medianamente normal en un país que recibe desde hace muchos años ataques casi a diario.

“Me di vuelta y seguí durmiendo” me dijo el recepcionista del hotel cuando, un jueves por la mañana mientras desayunaba, comenté sobre mi primera experiencia de sirenas en Israel.

“Estamos acostumbrados. Yo no me enteré” me dijo otro.

Conocí, con un café de por medio, la resiliencia israelí de la que tanto me habían hablado.

Un año después de la guerra Espadas de Hierro visitaba el país que logró enormes victorias en el terreno militar y de la inteligencia contra siete frentes enemigos destruyendo casi la totalidad de Hamas y toda la cadena de mando de un Hezbollah que tenía entre 150 y 200 mil misiles apuntando hacia el norte y centro de Israel.

Al llegar a Ben Gurion, el aeropuerto principal, me recibió un oficial de seguridad que por sus rasgos se notaba como uno de los más de dos millones de árabes que viven en Israel.

Con una conversación bruscamente fluida pasé por migraciones como, probablemente, la única persona que llegaba a Israel a conocer el país en medio de una guerra. No había nadie en la fila más que tres o cuatro ucranianos que probablemente llegaran a hacer Aliyah.

“¿Quién quiere ir a un país en guerra a pasar las vacaciones de Navidad?”, me preguntó un amigo antes de salir. La respuesta era obvia.

Con un árabe dándome la bienvenida a Israel comenzó así un viaje al país que en Europa es falsamente acusado de ser un estado de apartheid.

Y hay mucho para contar.

 

 
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