Hamas foto twitter
El reciente anuncio de Khalil al-Hayya, uno de los líderes emergentes de Hamás en Gaza, sobre la supuesta disposición del grupo terrorista a negociar un alto el fuego completo y la retirada total de las Fuerzas de Defensa de Israel de la Franja de Gaza, debe entenderse no como un signo de pragmatismo, sino como una táctica desesperada ante la creciente presión interna y externa. A pesar del surreal apoyo internacional que esta empresa de la muerte sigue recibiendo, la estrategia de Hamás no ha cambiado: manipular la narrativa global, ganar tiempo para reconstituirse militarmente y, en última instancia, conservar alguna cuota de poder en lo que queda de Gaza.
La claridad es indispensable en este asunto: el repentino interés de Hamás en acelerar la liberación de los rehenes no responde a un gesto de buena voluntad, sino a dos factores clave. El primer factor es, la liberación de rehenes, que ha expuesto una realidad difícil de ignorar, incluso para quienes tradicionalmente critican a Israel. Las imágenes de Or Levy, Ohad Ben Ami y Eli Sharabi, demacrados y al borde del colapso, evocaron el sufrimiento de los supervivientes del Holocausto y socavaron aún más la reputación de Hamás. A ello se suma la supuesta entrega de los cuerpos de la familia Bibas, en particular del pequeño Kfir, secuestrado con apenas nueve meses. Lejos de ser un acto de humanidad, esta maniobra busca mitigar el impacto mediático negativo que la organización ha acumulado. Resulta indignante que Hamás pretenda que la devolución de cadáveres se perciba como un signo de buena voluntad, una lógica tan perversa como la de un homicida que exige indulgencia por devolver el cuerpo de su víctima a la justicia.
Como parte de esta calculada estrategia, Hamás ha programado la entrega de los restos humanos para el jueves 20 de febrero, seguida por la liberación de seis rehenes vivos dos días después. El mensaje implícito es claro: un intento cínico de desviar la atención de su brutalidad y recuperar cierto control sobre la narrativa. No obstante, no puede pasarse por alto que el grupo ha mentido antes sobre la muerte de rehenes que, en realidad, seguían con vida. Sería una ironía esperanzadora que esta vez se repitiera el mismo patrón, y que algunos de los cuerpos que Hamás pretende entregar sean, en efecto, personas vivas.
El segundo factor detrás de la repentina «flexibilidad» de Hamás es la creciente hostilidad interna en Gaza. Aunque muchos medios internacionales guardan silencio al respecto—porque un sufrimiento palestino que no pueda culpar directamente a Israel parece no generar el mismo interés—, la población gazatí ha comenzado a manifestar su frustración. La devastación en el norte de Gaza ha vuelto el enclave prácticamente inhabitable, y la falta de soluciones concretas para la reconstrucción solo ha exacerbado el enojo de los civiles, quienes ven cómo Hamás se aferra a su retórica de resistencia mientras ellos sufren las consecuencias. La incapacidad del grupo para ofrecer refugio, atención médica o siquiera un mínimo interés en mejorar las condiciones de vida de los gazatíes ha generado un descontento que podría transformarse en una revuelta local. En Khan Younis, por ejemplo, grupos armados como Al-Nasser Salah Ad-Din y Mujahidin Al-Falestin podrían volverse más incontrolables, amenazando así la ya frágil hegemonía de Hamás.
En este contexto, la apuesta de Hamás es evidente: lograr que Israel acepte la llamada «segunda fase» de las negociaciones, que implicaría la retirada total de las Fuerzas de Defensa de Israel y un cese al fuego indefinido. En la práctica, esto no sería más que un respiro estratégico para que Hamás pueda reorganizarse y rearmarse para continuar extorsionando a Israel. Sin prejuicio de lo previo, el dilema para Israel es ineludible. Si el gobierno de Netanyahu cede a las demandas de Hamás, corre el riesgo de un colapso interno ante la presión de los sectores del sionismo religioso, que ya han advertido que cualquier concesión significaría una traición a los sacrificios hechos en esta guerra. Por otro lado, si Israel se niega a aceptar los términos impuestos por el grupo terrorista, Hamás intentará explotar la negativa como un instrumento de propaganda para erosionar la imagen internacional del Estado judío, y muy probablemente, funcionará. Todo esto se trata, en esencia, de un juego calculado en el que Hamás, con absoluta procacidad, busca posicionarse ante el mundo como la parte «dispuesta a la paz», forzando a Israel a una encrucijada política y diplomática.
No obstante, un elemento clave podría alterar la ecuación: la postura de Estados Unidos. Mientras que en el pasado la administración Biden presionó a Israel para moderar sus acciones, la situación con Donald Trump en la Casa Blanca es diametralmente opuesta. En más de una ocasión, Washington ha dejado en claro que, independientemente de la decisión que tome Israel, contará con su respaldo. Lo expuesto bifurca en una posibilidad estratégica significativa consistente en una ofensiva total sobre Gaza sin las limitaciones impuestas por la presión internacional, lo que permitiría una resolución concluyente de la actual escalada.
Destáquese que a la par de este cambio en el contexto internacional, Israel también ha ajustado su estrategia interna. La reciente reconfiguración del equipo negociador es una prueba de que la postura del Gabinete de Guerra se endurece. La sustitución de los jefes del Mossad y el Shin Bet por Ron Dermer, un hombre alineado con la visión de Netanyahu y Trump, indica que Israel no tiene intención de ceder ante las lesivas demandas de Hamás. Dermer no es un negociador de concesiones; es un estratega que comprende que cualquier respiro concedido a Hamás solo prolongará el conflicto, se le nota despreocupado de la aprobación extranjera o mediática. El nombramiento de Dermer es una señal inequívoca de que el objetivo sigue siendo el desmantelamiento total de la infraestructura terrorista en Gaza, además de coaccionar a los terroristas a liberar a los inocentes que tienen de rehenes.
En este escenario, la pregunta central no es si Hamás está verdaderamente dispuesto a negociar de buena fe—porque no lo está—, sino si Israel aprovechará la coyuntura para erradicar, de una vez por todas, la amenaza que representa tener un vecino radical islámico y terrorista en su frontera. La realidad es que Hamás no busca la paz ni la estabilidad de Gaza, sino su propia supervivencia. La estrategia israelí no puede construirse sobre la ilusión de que su enemigo ha cambiado de naturaleza, sino sobre la certeza de que cualquier tregua que no conduzca a la eliminación total de Hamás solo servirá para aplazar la próxima ronda de violencia.
Resulta absurdo escribirlo, pero el punto de fondo es innegable: la comunidad internacional, en su obsesión por presionar a Israel, debe preguntarse si está dispuesta a permitir que un grupo terrorista siga manipulando la opinión pública para perpetuar su dominio sobre Gaza. Mientras el Hamás exista, la paz no será más que una ficción conveniente para aquellos que prefieren evadir la realidad. La única solución clara y efectiva sigue siendo la misma: la victoria total de Israel sobre el terrorismo.
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