Gigantesca bandera de Israel desplegada ayer domingo 25 de mayo en el Kótel para dar inicio a Yom Yerushalaim
(Foto: Fundación para el Patrimonio del Muro Occidental)
El Día de Jerusalén de este año no se trata en absoluto de un tema de conquista, sino del regreso al corazón de nuestra tierra ancestral
Hay voces —fuertes, apasionadas, a veces incluso bien intencionadas— que nos dicen que este no es el momento de celebrar el Día de Jerusalén (Yom Yerushalaim). Argumentan que mientras nuestros soldados luchan en Gaza, mientras los rehenes permanecen en cautiverio, mientras la comunidad internacional nos condena, es insensible —incluso patriotero— celebrar un día que conmemora una victoria militar. Dicen que celebrar la reunificación de Jerusalén en 1967 echa sal en las heridas de nuestros enemigos y antagoniza a un mundo ya hostil.
Pero yo me pregunto: si no es ahora, ¿Cuándo?
Si no podemos celebrar la esencia misma de nuestra identidad nacional y espiritual en medio de la agitación, ¿qué nos queda? Porque el Día de Jerusalén no es una celebración de la guerra. No es un desfile nacionalista de arrogancia. Es un momento para maravillarnos de un regreso histórico y espiritual. Es la reafirmación de un sueño de 3000 años hecho realidad. Y los sueños, especialmente los escritos entre lágrimas, exilio, anhelo y oración, nunca deben posponerse, ni peor aún, descartarse.
Recordemos lo que realmente celebramos.
Celebrando nuestro regreso a Jerusalén
No solo celebramos la impresionante victoria de la Guerra de los Seis Días, aunque fue realmente impresionante. No solo conmemoramos el momento en que un pequeño Estado asediado, rodeado de enemigos, emergió triunfante. Celebramos el milagroso regreso a Jerusalén, nuestra capital eterna. Celebramos la primera vez en más de 1800 años que los judíos pudieron caminar libremente por la Ciudad Vieja, rezar en el Muro de las Lamentaciones sin miedo, y recuperar el acceso al Monte de nuestro antiguo Templo. Por primera vez desde que las legiones romanas incendiaron el Beit Hamikdash (Templo Sagrado), ya no éramos unos extraños que observaban por el ojo de una cerradura nuestro lugar más sagrado.
No se trata de conquista, se trata de retorno.
Jerusalén siempre ha sido el corazón del pueblo judío. Mucho antes de que existieran las Naciones Unidas o el Mandato Británico, mucho antes de que los Estados modernos trazaran sus mapas, y mucho antes de que alguien pudiera negar nuestra conexión con esta ciudad, Jerusalén era nuestra.
Fue el rey David quien la estableció como nuestra capital hace 3000 años; no Tel Aviv, ni Haifa, ni una sede cambiante de gobierno, sino Jerusalén. Fue en Jerusalén donde Salomón construyó el Templo, donde caminaron los profetas, donde habitó la Shejiná, la Presencia Divina.
Cuando los judíos morían en Auschwitz, morían susurrando el nombre de Jerusalén. Cuando los judíos cruzaban los desiertos de Yemén y Etiopía, caminaban entre el fuego y las nubes para llegar a Israel, vinieron por Jerusalén. Cuando los judíos se sentaban tras el Telón de Acero o lloraban ante las fronteras cerradas, soñaban con caminar sobre sus piedras.
Millones soñaron con ella. Millones nunca lo lograron. Pero nosotros sí
Y cuando fuimos exiliados, fue Jerusalén la que nunca olvidamos.
“Junto a los ríos de Babilonia, allí nos sentábamos y llorábamos, acordándonos de Sión… Si me olvidare de ti, oh Jerusalén, que mi diestra pierda su destreza”. Estas no son palabras de agresión. Son la poesía de un corazón roto, de un pueblo que añora su hogar.
A lo largo de cada exilio, cada pogromo, cada Holocausto, nunca abandonamos a Jerusalén. Nos dirigimos hacia ella en oración tres veces al día. Cantamos sobre ella bajo la jupá (palio nupcial) en cada boda judía. Rompemos una copa en su memoria en nuestros momentos más felices. Dejamos un trozo de cada casa sin pintar para recordar su destrucción. Grabamos su nombre en nuestra alma colectiva.
Cuando los judíos morían en Auschwitz, morían susurrando el nombre de Jerusalén. Cuando los judíos cruzaban los desiertos de Yemén y Etiopía, caminaban entre el fuego y las nubes para llegar a Israel, vinieron por Jerusalén. Cuando los judíos se sentaban tras el Telón de Acero o lloraban ante las fronteras cerradas, soñaban con caminar sobre sus piedras.
A lo largo de cada exilio, cada pogromo, cada Holocausto, nunca abandonamos a Jerusalén. Nos dirigimos hacia ella en oración tres veces al día. Cantamos sobre ella bajo la jupá (palio nupcial) en cada boda judía. Rompemos una copa en su memoria en nuestros momentos más felices. Dejamos un trozo de cada casa sin pintar para recordar su destrucción. Grabamos su nombre en nuestra alma colectiva
Millones soñaron con ella. Millones nunca lo lograron. Pero nosotros sí.
Y ahora, ante la guerra, con hijos e hijas en el frente, con titulares mundiales distorsionados y hostiles, ¿algunos dicen que deberíamos bajar la cabeza, apagar la luz de este día y ocultar nuestra alegría?
¡No! ¡Mil veces no!
No bailamos para avergonzar al mundo. Bailamos porque hemos recordado. Cantamos porque hemos vuelto a casa.
Permítanme ser claro: no estamos ciegos. No somos sordos al sufrimiento. Conocemos el dolor de la guerra. ¿Quién más que nosotros? No celebramos el poderío militar; lamentamos cada vida inocente perdida. Pero también sabemos que Jerusalén no fue tomada para provocar. Fue recuperada porque es nuestra. Siempre lo fue, siempre lo será.
No necesitamos que el mundo valide lo que está escrito en nuestro ADN. Y ninguna presión internacional puede borrar la verdad inscrita en nuestra historia, nuestras oraciones y nuestros huesos.
Miles han dado su vida por Jerusalén. Desde los rebeldes de Bar Kojba hasta los defensores del Barrio Judío en 1948, desde los paracaidistas que lloraron en el Kótel (Muro Occidental) en 1967 hasta los soldados que hoy custodian sus puertas, generación tras generación se ha sacrificado para mantenerla segura e íntegra.
Conocemos el dolor de la guerra. ¿Quién más que nosotros? No celebramos el poderío militar; lamentamos cada vida inocente perdida. Pero también sabemos que Jerusalén no fue tomada para provocar. Fue recuperada porque es nuestra. Siempre lo fue, siempre lo será
Les debemos a ellos el levantar la cabeza con orgullo y declarar: Yerushalaim shel zahav, shel nejoshet ve’shel or —Jerusalén de oro, de bronce y de luz—, somos tuyos y tú eres nuestra.
Así que este Día de Jerusalén, sí, celebraremos.
Celebraremos con humildad y gratitud. Celebraremos con el recuerdo de los caídos y la esperanza de los vivos. Celebraremos por nuestros antepasados que solo soñaron, y por nuestros hijos que un día cruzarán libremente sus puertas sin miedo.
Y si el mundo no puede comprender nuestra alegría, quizá nunca haya comprendido realmente nuestro dolor.
Porque Jerusalén no es un trofeo. Es una promesa. Una promesa a la que nunca renunciamos. Una promesa de que Am Israel Jai, que la nación de Israel vive. Una promesa de que tras la destrucción la vida puede florecer de nuevo.
No nos avergoncemos de nuestra historia. Contémosla más alto, cantémosla con más fuerza y caminemos por las calles de Jerusalén con la frente en alto y el corazón lleno de amor ancestral e inmortal
Silenciar nuestra alegría ahora sería traicionar todo lo que soportamos para llegar hasta aquí. Sería decirle a las generaciones que se aferraron a la esperanza que la desaprobación del mundo significa más que su fe.
No nos avergoncemos de nuestra historia. Contémosla más alto, cantémosla con más fuerza y caminemos por las calles de Jerusalén con la frente en alto y el corazón lleno de amor ancestral e inmortal.
No celebramos la guerra. Celebramos el regreso a casa.
No ignoramos el dolor de hoy; le damos sentido al conectarlo con el propósito de nuestro viaje. Yom Yerushalaim no se trata solo de lo que sucedió en 1967. Se trata de lo que sucedió en el 586 a.e.c., en el 70 de la era común., en cada generación desde entonces y, milagrosamente, de lo que está sucediendo ahora mismo.
“Si me olvidare de ti, oh Jerusalén…” No lo hicimos. Y no lo haremos. Así que sí, celebraremos. Y seguiremos celebrando, pues mientras Jerusalén viva en nuestros corazones, sabremos que nuestra historia no ha terminado.
*Rabino y médico residente en Ramat Poleg, Netanya. Es cofundador de Tejelet-Inspiring Judaism.
Fuente: The Jerusalem Post.
Traducción Sami Rozenbaum / Nuevo Mundo Israelita.
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