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| sábado junio 7, 2025

El Rehén 251: La verdad

Mtro. Ilan Eichner / Porisrael.org


En tiempos de guerra, la verdad no es sólo una víctima colateral: es un objetivo estratégico. Para quienes comprenden que la legitimidad internacional se gana más en la narrativa que en el terreno, la manipulación informativa no es un error, sino una táctica deliberada. En el conflicto entre Israel y el grupo terrorista Hamás, la mentira no se queda en los pasquines de agitación, ni en las redes sociales, sino que trasciende al núcleo de la sociedad a través de un mecanismo sombrío de presunta validación.

 

El dispositivo es perversamente sencillo, y opera de la siguiente forma: Primero, el grupo radical islámico palestino Hamás fabrica una cifra de víctimas civiles, cuidadosamente diseñada para impactar a la opinión pública internacional. Enseguida, diversas ONG globales replican acríticamente estas cifras, otorgándoles credibilidad aparente. Luego, supuestos expertos de Naciones Unidas citan esos reportes de las ONG en sus informes oficiales, lo que lleva a que los principales medios de comunicación internacionales utilicen esas mismas fuentes institucionales como si fueran evidencia objetiva. Después, actores políticos en Occidente, confiando en los canales aludidos, repiten las aseveraciones como si se tratara de premisas demostradas. Finalmente, cerrando el círculo de legitimación propagandística, Hamás utiliza esas mismas fuentes internacionales para “demostrar” que sus cifras eran ciertas desde el principio. Aquella secuencia, perfectamente coordinada, es la que sustenta la peligrosa arquitectura de la mentira contra Israel.

 

Un ejemplo reciente lo ilustra con crudeza: en octubre de 2023, el mal llamado “Ministerio de Salud” de Gaza, controlado por la organización terrorista Hamás, difundió cifras de víctimas de las operaciones de las Fuerzas de Defensa de Israel en la zona, que supuestamente superaban las 10,000 personas en menos de un mes. Destáquese que el nombre de la dependencia engaña al mundo, como si se tratase de un departamento legítimo de un gobierno, siendo que en realidad es una rama de un grupo terrorista, que, evidentemente, actúa sin independencia técnica ni auditoría externa.

 

Maliciosamente, la cifra de mérito no distinguía entre civiles y combatientes, ni aclaraba causas directas o indirectas de muerte. Organismos como la OCHA de Naciones Unidas replicaron esos datos sin advertencia metodológica, y tras la presión internacional, debieron reconocer que al menos 3,000 nombres eran dudosos, duplicados o sin identificación. Sin perjuicio de ello, el daño ya estaba hecho, pues múltiples agencias internacionales habían diseminado esas cifras como si fueran verdad, entre ellas, por supuesto The New York Times y Al Jazeera. En cascada, políticos de varios países exigieron sanciones diplomáticas contra Israel basándose en ese falso relato.

 

La consecuencia de lo dicho no es sólo simbólica, sino absolutamente irónica. El sistema internacional de los derechos humanos pierde toda credibilidad si acepta como “fuente oficial” a una organización terrorista que viola sistemáticamente el Derecho Internacional de los Derechos Humanos. La paradoja es obscena: Israel, que es una democracia vibrante, con división de poderes, control parlamentario y una fiscalía independiente, es examinado con lupa, mientras que el terrorista Hamás, que gobierna sin elecciones desde 2007, reprime opositores, tortura mujeres, asesina homosexuales y utiliza civiles como escudos humanos, es tratado como un interlocutor legítimo.

Todo lo anterior ocurre porque la verdad, en la era de la inteligencia artificial, compite con la imagen. La lógica ya no es si algo ocurrió, sino si parece haber ocurrido. Fotografías de niños ensangrentados, cuerpos bajo escombros, hospitales colapsados: todo se consume con furia emocional y sin contexto. Se da un fenómeno en el que suscita una explotación estética del dolor destinada, no a informar, sino a inducir culpa. Tal estrategia no apunta a explicar la realidad, sino a desactivar la razón.

Todo esto no es nuevo. Desde los libelos de sangre medievales hasta la falsa “masacre de Jenin” en 2002, en la que se afirmaron cientos de asesinatos, que luego resultaron ser 52 combatientes, el antisemitismo ha sabido adaptarse al lenguaje de cada época. El odio al Pueblo Judío ahora es woke, transmite sus mensajes de forma sensual para los consumidores ciegos. Como advirtió Natan Sharansky, cuando la crítica a Israel incurre en demonización, doble estándar y deslegitimación ya no se está ante disenso político legítimo, sino ante antisemitismo modernizado.

El diagnóstico que presenta este artículo se confirma por las campañas del movimiento BDS y otras redes abiertamente afiliadas a Hamás, que articulan campañas mediáticas para combinar victimización fabricada, lenguaje de derechos humanos y códigos visuales de compasión selectiva, empleando una narrativa antiisraelí que se estructura deliberadamente en torno a las “3D” de Sharansky como pilares discursivos, no como excesos accidentales. Aquellas campañas reciben financiamiento de gobiernos hostiles y fundaciones occidentales con clara agenda ideológica, mientras disimulan la conexión directa con organizaciones enlistadas como terroristas por Estados Unidos, la Unión Europea y otros.

Este sesgo no es uniforme, pero sí estructural. Algunos órganos de Naciones Unidas, como el Comité contra el Terrorismo del Consejo de Seguridad, mantienen un estándar profesional más riguroso. Pero otros, como la OCHA o el Consejo de Derechos Humanos, han sido sistemáticamente cooptados por una mayoría automática hostil a Israel, liderada por países con regímenes autoritarios, pobres en libertades internas, pero prolíficos en condenas externas. Es en esos foros donde Hamás y el radicalismo islámico encuentran eco, mientras la racionalidad y los hechos quedan subordinados al aplauso político.

No obstante, la selectividad es aún más evidente cuando se observa el contraste con otros conflictos. En Siria, más de 500,000 muertos no provocaron ni la mitad de la indignación mediática que una operación defensiva israelí. En Yemen, miles de niños mueren por armas saudíes y bloqueos de los hutíes sin ocupar la portada de Le Monde ni la atención del Parlamento europeo.

Israel no es perfecto. Ningún Estado democrático lo es. Pero se somete al escrutinio de su propia Corte Suprema, investiga crímenes de guerra con independencia, y corrige sus errores a la luz de la Ley. Hamás, en cambio, no reconoce ni la legalidad internacional ni la existencia del otro. Que ambos sean tratados en pie de igualdad, o peor aún, que Israel sea juzgado con mayor severidad, no es sólo injusto: es un fracaso ético del sistema internacional.

En este contexto, el rol de las élites académicas y periodísticas es decisivo. Cuando los encargados de interpretar el mundo ceden a la pereza moral y repiten datos sin verificar, se convierten, lo sepan o no, en cómplices del engaño. Defender a Israel no es sólo una posición política: es una defensa de la racionalidad frente a la manipulación, del Derecho frente al chantaje, y de la verdad frente al espectáculo.

No habrá paz si la mentira se convierte en método, y no habrá justicia si los verdugos dictan las cifras con las que serán juzgados sus enemigos. La defensa de Israel es, en este sentido, la protección de la razón misma. Ante lo previo, sólo si el mundo preserva la capacidad de distinguir entre un Estado democrático y una organización terrorista, habrá esperanza de que la verdad, el rehén adicional, pueda volver a casa.

 
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