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| viernes junio 13, 2025

Israel frente al umbral nuclear iraní

Mtro Ilan Eichner para Porisrael.org


Jamenai y Salami. Foto Memri

La madrugada del 13 de junio de 2025 marcó una nueva inflexión en el equilibrio estratégico regional. Aviones de la Fuerza Aérea israelí penetraron el espacio aéreo iraní y ejecutaron una operación de precisión quirúrgica contra instalaciones nucleares previamente identificadas como críticas por múltiples agencias de inteligencia. Más allá de su dimensión táctica, el evento constituye una reafirmación del principio fundamental, tantas veces olvidado por el sistema internacional contemporáneo, según el cual la seguridad no se delega, y el deber de preservar la existencia nacional, cuando se halla en riesgo cierto e inminente, no admite aplazamientos, consultas estériles ni apelaciones a mecanismos multilaterales que han probado su impotencia con desoladora regularidad.

La decisión adoptada por el Estado de Israel, lejos de representar un acto de voluntarismo o una apuesta geopolítica de alto riesgo, se inscribe en el marco de legalidad previsto por el derecho internacional vigente. El artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas dispone expresamente que “nada en la presente Carta menoscabará el derecho inmanente de legítima defensa, individual o colectiva, en caso de ataque armado”, fórmula que ha sido interpretada, tanto en la doctrina como en la práctica estatal, como aplicable también a supuestos en los que la agresión, si bien no consumada, resulta inminente, verificable y susceptible de generar daños irreparables. En este contexto, la operación israelí no solo fue jurídicamente viable, sino que era, desde todo punto de vista, obligatoria.

La amenaza en cuestión no es ni teórica ni abstracta. El régimen iraní, signatario del Tratado de No Proliferación Nuclear, ha rebasado, con plena conciencia de sus actos, el umbral técnico que convierte un programa civil en uno militar. Según un informe del Organismo Internacional de Energía Atómica, citado por Reuters el 10 de junio de 2025, Teherán poseía uranio altamente enriquecido suficiente para la fabricación de al menos quince ojivas, y obstaculizó de forma sistemática las inspecciones en sitios clave como Fordow y Natanz. La respuesta de la comunidad internacional, materializada en una resolución de censura aprobada por el OIEA el 11 de junio con el respaldo de Alemania, Francia y el Reino Unido, se limita a constatar la violación sin acompañarla de consecuencia alguna, como si el derecho internacional fuese un ejercicio retórico sin correlato ejecutivo.

La idea de que aún había margen para la diplomacia carece de todo sustento en la experiencia reciente. La cronología de los incumplimientos iraníes es extensa y documentada, y quienes sostienen que una nueva ronda de negociaciones en Viena habría bastado para disuadir a un régimen que sistemáticamente niega el acceso a los inspectores, engaña a sus interlocutores y miente abiertamente sobre sus actividades nucleares, incurren en una ingenuidad que solo se sostiene desde la distancia cómoda de las cancillerías europeas. Como bien señaló el general Kenneth McKenzie, exjefe del Comando Central de los Estados Unidos, Irán se encontraba “a semanas” de lograr un “estallido” nuclear. Esa afirmación no fue aislada. La compartieron expertos de reconocida trayectoria como Olli Heinonen y Mark Fitzpatrick, así como centros de análisis estratégicos como el International Institute for Strategic Studies y la Fundación para la Defensa de las Democracias.

Aun así, y pese a la legitimidad de fondo, toda acción de esta naturaleza debe pasar por el filtro de la ética de la guerra. El principio de proporcionalidad no es un recurso discursivo, sino una obligación normativa. Israel lo entiende así, y por ello la operación fue planificada con base en criterios técnicos estrictos, limitando los objetivos a infraestructuras de comando, control y enriquecimiento, sin reportes verificables de daños colaterales de magnitud. La selección de blancos, el tipo de armamento utilizado y la temporalidad del ataque revelan una intención clara de minimizar cualquier afectación a la población civil. No hay en ello arrogancia ni concesión moralista. Hay, en cambio, plena conciencia de que la fuerza, incluso cuando es necesaria, debe ser regulada con responsabilidad.

El problema, desde luego, no se agota en la dimensión jurídica ni táctica. El verdadero nudo reside en el dilema estratégico que subyace a toda situación en la que el tiempo corre a favor del agresor. Permitir que Irán alcanzara una capacidad nuclear funcional habría transformado el equilibrio regional de manera irreversible. Se trata de un régimen radical-islámico, teocrático, ideologizado y profundamente antisemita, con capacidad misilística intercontinental y vínculos operativos con actores terroristas activos. Imaginar ese escenario sin capacidad de disuasión efectiva habría sido una forma de suicidio colectivo, y por ello, la inacción no era, en sentido estricto, una alternativa.

La seguridad del Estado judío no puede depender de terceros. A diferencia de potencias mayores, Israel no tiene el lujo de absorber un ataque nuclear y después reaccionar. Para el Pueblo Judío, la defensa activa de la vida no es solo un derecho soberano. Es, además, un mandato histórico, una lección que la Shoá dejó grabada en nuestra conciencia colectiva con una claridad indeleble.

Naturalmente, el riesgo de represalias existe. Irán podría activar a Hezbollah, movilizar misiles desde Yemen o intensificar sus amenazas contra socios regionales de Occidente. Sin embargo, también cabe recordar que las consecuencias de la inacción habrían sido incomparablemente más devastadoras. La historia está plagada de conflictos que se gestaron bajo el imperativo de evitar provocaciones, hasta que fue demasiado tarde. La pasividad nunca ha disuadido a quienes entienden la contención como señal de debilidad. Si algo ha demostrado la conducta iraní en las últimas dos décadas, es que solo responde a la disuasión cuando esta es real, creíble y sostenida en el tiempo.

Quien objete que este razonamiento incurre en una lógica teleológica, o que reproduce la peligrosa noción de que el fin justifica los medios, debería revisar con rigor los fundamentos de la legítima defensa preventiva en el Derecho Internacional contemporáneo. Se trata, en rigor, de evitar un mal mayor mediante un mal menor, y hacerlo en el momento justo en que esa posibilidad aún existe. No es una doctrina de conveniencia, sino un principio de responsabilidad estratégica.

La crítica que presenta a Israel como un actor beligerante, unilateral y altivo omite deliberadamente el hecho de que la acción se produjo tras años de advertencias, informes, resoluciones y mecanismos diplomáticos sistemáticamente burlados por Teherán; y si ese cinismo no fue enfrentado con seriedad por los actores internacionales relevantes, el Estado judío no podía convertirse en rehén de su inacción.

Israel ha actuado. No como gesto triunfalista ni como exhibición de poder, sino como acto sereno, necesario y jurídicamente defendible. Ha asumido, una vez más, el costo de decir la verdad incómoda. Porque en el mundo real, la defensa de la vida, la libertad y la soberanía no se logra con comunicados bien intencionados, sino con decisiones difíciles, fundadas y firmes. No lo ha hecho como un héroe mitológico, sino como una democracia responsable que entiende que la frontera entre la civilización y la barbarie, en esta parte del mundo, es delgada, y que su protección no admite negligencias ni delegaciones.

 
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